1º edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2018
Su vida cada vez se parecía menos a una vida. El río eléctrico de cristales
estancado en las venas ya se extendía hasta el codo. Los navegaba una y otra
vez con su dedo índice como echándose la culpa. Pero era obvio que lo iba a
matar el iceberg. No la droga: el iceberg.
Se lo frotó con las yemas para templarlo un poco y se paró. No había nada
que hacer. Absolutamente nada. Hoy su vida va a cambiar, lo sabe. Le iba a
proponer al tipo raro del tatuaje alrededor del ojo si lo podía ayudar. Su
única función era pasear a la vieja sin los dientes v después, nada. Sí, tenía
que buscar algo productivo o la mente se le iba a gangrenar.
¡Uh! ¡La vieja! Se había olvidado de lo único para lo que servía. Pasear a
la vieja. “¿Qué hora es, amigo?” le gritó mientras corría a un tipo de traje
blanco cuando se frenó en seco al recordar que los tipos del barrio no andan de
traje blanco. Con un solo dedo el hombre de cabeza calva, lentes de sol y cable
negro enganchado a la oreja lo llamó:
-Te buscan.
-Ahora no puedo, mi amigo. Tengo algo importantísimo a lo que no puedo
fallar.
-Sí, me imagino que sí. Arrimate a la limo.
-Hola, mi buen niño.
-Hola, señor Darío.
-Podés mirarme. No pasa nada.
-Sí, señor.
-Necesito que me hagas un favorcito. Necesito cobrar un seguro del banco.
Necesito que lo robes.
-Pero señor.
-Haceme ese favorcito y nos olvidamos del niño que mataste ¿te parece?
-Sí, señor.
-Buen pibe. Y que no te agarren. Mirás que vas pa adentro seguro. Yo no
puedo meterme porque es mi banco el que vas a robar ¿entendés?
-Sí, señor.
-Bueno, volvé a lo tuyo y pórtate bien.
La limusina arrancó con mucha calma. Kevin la vio irse mientras se agarraba
la nuca con sus dos manos negras. La verdad es que su vida no había cambiado en
lo más mínimo desde que mató al pibe de las botellitas pero ahora era
diferente, ahora lo iban a hacer cagar fuego si se escapaba. El frío metálico
de su arma enganchada en el vaquero a la altura del riñón por un segundo le
ganó al frío del iceberg en su pecho.
Sí, él ya lo sabía. Su vida iba a cambiar. Pero en el barrio, aunque
quieras, a veces no te dejan ser bueno.
DEL BARRIO 11
¡Nuevo! ¡Al banco! Le gritaron desde el intercomunicador. Se lo sacó del
cinturón y contestó como debía. También sacó de su cinturón un frasco
transparente lleno de diminutas pastillas rosadas. Lo destapó y se puso dos
sobre la palma. Se las mandó de una con un sorbo de aire. Por esas pastillas se
había hecho policía. (Por las pastillas y por su padre.)
Justamente se preguntaba si su padre habría hecho lo mismo. Seguro que sí:
sobrevivir. Al final ese hijo de puta que embarazó a su madre estropeándole el
ADN, ese que lo cagó a palos de chico para que no le discutiera, ese por el que
tenía que esconderse con miedo a estudiar, ese que lo amenazó con matar a su
madre si no se hacía policía. Ese, hubiera hecho exactamente lo que él hacía
ahora: sobrevivir. Qué asco.
El banco era una porquería: una casita apenas grande con unas luminosas
puertas de vidrio. A cada rato pasaba algún endeudado trabajador del barrio que
quería avanzar un poquito o una abuela que quería regalarle algo a sus nietos
por las buenas notas o alguna pareja que quiere comprar sólo el felpudo de una
casa nueva. Sí, todos ellos piden prestada su alma y siempre la pierden en el
proceso. En algún lugar, ricos de mierda las coleccionan quién sabe para qué.
Diego era tan inteligente que odiaba al mundo con argumentos. Y se creía
capaz no sólo de saber las reglas del juego sino también de hacer trampas. Se
creía que era él el que había estafado al narco con sus silencios.
-Necesitamos que muera algún vecinito pobre del barrio para que vuelva la
sensación de inseguridad y yo pueda seguir ofreciendo mis servicios. ¿Entendés?
Silencio.
-Son tres tiros al pecho, que se sepa que lo querías matar. Dejale la cara
sana así mañana lo mete en la tele.
Silencio.
-Si te reconocen, estás por la tuya. Ni bien pueda, te saco. Me complicás y
vas a festejar todos tus cumpleaños adentro, ¿está claro?
Silencio.
-Después te mando la confirmación con el día y la hora.
Darío había dejado las cosas claras ni bien Diego Miranda llegó al barrio.
Lo llamó a su número personal (andá a saber cómo carajo lo consiguió). Diego no
había sido capaz de contestar nada.
Otro mensaje acababa de llegar: Hoy y
a esta hora.
Y ahí estaba, en el robo programado del pequeño banco de barrio.
Respetó todo el procedimiento paso por paso: estacionó la moto sobre la
vereda, comprobó que ninguno de sus compañeros hubiera llegado (piensan en cada detalle, se dijo) dio la
voz de alto, esperó respuesta, se apostó detrás de la moto mientras desde
dentro de la modesta iglesia del capitalismo salía un niño de cabeza rapada y
negra con una cajera y todo su miedo de rehén. Ella estaba parada delante con
la punta de un arma apoyada en la sien. Atrás, un niño cobarde le gritaba que
se fuera si quería que todo saliera bien. Estúpido. Todo era el plan de alguien
más. Le repitió que la dejara ir pero el niño no entendió. Y nunca tuvo tiempo
de saber que Diego (el tipo de los dos egos) había sido el mejor tirador de su
generación y que en un instante en el que la cajera tosió atorada de miedo,
disparó preciso al cuello de Kevin. Su vena auricular posterior reventó como
por arte de una cirugía de muerte. Cayó.
Listo. Contestó el mensaje menos de media hora después de
haber recibido la orden. Se subió a la moto y se fue. La cajera quedó en shock
llorando arrodillada y tapándose la cara con las manos al lado del cadáver.
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