Aquel gigante, mi
tío recién hallado, se instaló en nuestra casa. Había oído decir que era un hombre muy
solitario. Descubrí también que, incluso cuando se quitaba el cigarro de la boca,
uno de los lados de su labio era más alto que el otro y que su boca no se
cerraba de manera uniforme.
-Eso es lo que
ocurre cuando se empieza a fumar puros de niño -me dijo, riéndose-. Tú no
fumes, y así tu preciosa boquita no se parecerá a la mía cuando seas mayor. Yo
quería mucho a mi tío, a pesar de que sus dientes delanteros eran de color gris
cuando sonreía. Tenía unas oscuras y temibles muelas en la parte posterior de
la boca. En su frente, insólitamente despejada, destacaban unas sorprendentes
cejas que parecían dos cepillos en forma de alas que le colgaban sobre los ojos
como viseras. Podía sujetar cinco faisanes por el cuello con una sola mano.
Pero lo mejor de todo eran sus ojos claros. Bajo la luz del sol, adquirían el
auténtico y cálido color del oro fundido.
Mi tío sólo había
cursado enseñanza primaria y vivía en el nuevo país tal como había vivido en el
viejo: sabía arreglar unas guarniciones de caballo pero no era capaz de
arreglar nada que tuviera piezas que funcionaran con electricidad, sabía
gobernar un buey pero no conducir un automóvil, jamás había tenido un aparato
de radio pero podía pasarse horas narrando cuentos hasta el anochecer, sabía
hilar y tejer un lienzo pero no acertaba a comprender qué llevaba a la gente a
subir en una escalera mecánica. En una ocasión, un hombre vestido con
traje se acercó a nuestra verja para intentar vendernos una póliza de seguros.
El tío Zovár no comprendía por qué razón tenía que comprar un «sic-ur-ou», Si
se trataba de apostar en contra de su buena salud. El hombre le dijo a mi tío
que era un «palurdo ignorante». Pero es que aquel vendedor no conocía a mi tío,
no sabía que su vida había sido arrasada por el fuego hasta los cimientos y
que, a pesar de todo, seguía mostrándose bondadoso con los niños y cariñoso con
los animales y seguía creyendo que la tierra era un ser vivo, con sus propias
esperanzas, necesidades y sueños.
Como los demás
refugiados de nuestra familia, el tío sufría debido a sus recuerdos y evitaba a
toda costa hablar de sus propias experiencias durante la guerra. Pero la gente
tiene que hablar de lo que le ha hecho daño, de lo contrario la bestia de la
guerra se manifiesta de pronto en forma de pesadillas, repentinos arrebatos de
llanto y estallidos de cólera. Cuando el tío hablaba del pasado, cuanto más
breves eran sus palabras, tanto más doloroso resultaba escucharlas. Decía: «Fue
algo muy malo», y luego permanecía en silencio durante un largo rato.
Pero, por regla
general, solía hablar recurriendo a los cuentos y utilizando la tercera persona,
como por ejemplo: «Una vez conocí a "Este Hombre" que decía que lo
peor de los campos de trabajos forzados era el hecho de que separaran a los
seres queridos. Las madres y los padres se volvían locos, completamente locos,
tratando de adivinar el posible paradero de sus hijos e hijas. Y los hijos, los
hijos...»
Y aquí el tío
guardaba silencio, se levantaba y salía fuera. Lloviera o nevara, fuera de día
o en plena noche, salía por la puerta y tardaba un buen rato en regresar. Yo le
quería y temía por él. En tales ocasiones, los mayores adoptaban de repente un
semblante impasible y reanudaban deliberadamente su tarea, ya fuera mondar
patatas, tejer unos calcetines de lana, acarrear leña al interior de la casa o
fregar el suelo, todo en el más absoluto silencio, un silencio mediante el cual
trataban de protegerse de sus propios y mal amarrados fantasmas.
Yo no; yo salía
corriendo en busca de mi tío y siempre lo encontraba descendiendo por el camino
o, tras haberse apartado del mismo para adentrarse en los campos, paseando por
el bosque o arreglando pequeñas cuerdas o alambres en el cobertizo de ahumar.
El hecho de salir en busca de mi tío me permitió conocer la existencia de aquel
extraño amigo y álter ego,
«Este Hombre»...
«uno al que conocí en el viejo país».
Tantas veces habló
mi tío de «este hombre» a lo largo de los años que, por respeto al sufrimiento
que había provocado su aparición, yo acabé por denominar Este Hombre y, a veces, Aquel
Hombre a aquel remoto yo-espiritual, como si se tratara de un personaje en toda
regla, merecedor de un nombre como es debido.
Una vez mi tío me
dijo:
-Este Hombre...
Este Hombre a quien yo conocía estaba atormentado por las últimas imágenes de
las ancianas de la aldea, cuando los camiones se llevaron a los hombres y a los
chicos... Ellas... las viejas casi desdentadas literalmente aullaban al cielo,
tiradas en el suelo mientras la nieve les caía sobre los ojos y la boca,
golpeaban con los puños la tierra cenagosa; ancianas que, apoyadas sobre sus
manos y rodillas, no cesaban de golpear la tierra con los puños, presas del
dolor.
»Este Hombre
-prosiguió mi tío- tiene muchos . Cuando
llegó por vez primera el ejército extranjero y, antes de que se llevaran a todo
el mundo, a Este Hombre le dijeron:
»-Si nos das
comida, no destruiremos tus árboles. Dinos qué hilera de árboles es la tuya y
no le haremos nada.
»Los árboles, Dios
mío, los árboles. Todos habíamos plantado aquellas hileras de árboles por amor,
para que dieran sombra y protegieran contra el viento. A veces, para pasar el
invierno, vendíamos una pequeña parte cerca del borde como plantones cuando ya habían
crecido lo suficiente.
»Este Hombre había
cuidado de los árboles, ¿comprendes?, los había cuidado desde que eran pequeños.
Eran su orgullo y su alegría.
»Por consiguiente,
Este Hombre procuró proteger los árboles. Como todos los demás campesinos,
había ido a la escuela del campo, no a la escuela del maestro con gafas. Nadie comprendía esa
guerra que se cernía como un halcón gigantesco y se llevaba aldeas enteras a su
nido infernal, y nadie sabía cómo escapar.
»Desesperado, Este
Hombre les contestó a los soldados:
»-¿Que cuáles son
mis árboles? Todos los árboles que veis hasta donde alcanza la vista, todos esos son mis árboles.
»Y señaló no sólo
sus árboles sino también las hileras de todos sus vecinos, así como el viejo bosque que
se extendía a lo largo de varios kilómetros hasta el horizonte.
»Y, debido a esa
respuesta, lo arrojaron al suelo y le propinaron repetidos puntapiés en la boca
por "tener una lengua embustera". Le rompieron la mandíbula y lo
dejaron tirado.
Ciegos de furia,
prendieron fuego a la madera muerta de la parte central de los abetos de mayor tamaño.
Las ramas secas ardieron al instan-te desde la parte inferior hasta lo más alto
de las copas. De esa manera, consiguieron quemar las hileras de árboles en
apenas unos min
No hay comentarios:
Publicar un comentario