domingo

EL JARDINERO FIEL (4) - CLARISSA PINKOLA ESTES



Aquel gigante, mi tío recién hallado, se instaló en nuestra casa. Había oído decir que era un hombre muy solitario. Descubrí también que, incluso cuando se quitaba el cigarro de la boca, uno de los lados de su labio era más alto que el otro y que su boca no se cerraba de manera uniforme.

-Eso es lo que ocurre cuando se empieza a fumar puros de niño -me dijo, riéndose-. Tú no fumes, y así tu preciosa boquita no se parecerá a la mía cuando seas mayor. Yo quería mucho a mi tío, a pesar de que sus dientes delanteros eran de color gris cuando sonreía. Tenía unas oscuras y temibles muelas en la parte posterior de la boca. En su frente, insólitamente despejada, destacaban unas sorprendentes cejas que parecían dos cepillos en forma de alas que le colgaban sobre los ojos como viseras. Podía sujetar cinco faisanes por el cuello con una sola mano. Pero lo mejor de todo eran sus ojos claros. Bajo la luz del sol, adquirían el auténtico y cálido color del oro fundido.

Mi tío sólo había cursado enseñanza primaria y vivía en el nuevo país tal como había vivido en el viejo: sabía arreglar unas guarniciones de caballo pero no era capaz de arreglar nada que tuviera piezas que funcionaran con electricidad, sabía gobernar un buey pero no conducir un automóvil, jamás había tenido un aparato de radio pero podía pasarse horas narrando cuentos hasta el anochecer, sabía hilar y tejer un lienzo pero no acertaba a comprender qué llevaba a la gente a subir en una escalera mecánica. En una ocasión, un hombre vestido con traje se acercó a nuestra verja para intentar vendernos una póliza de seguros. El tío Zovár no comprendía por qué razón tenía que comprar un «sic-ur-ou», Si se trataba de apostar en contra de su buena salud. El hombre le dijo a mi tío que era un «palurdo ignorante». Pero es que aquel vendedor no conocía a mi tío, no sabía que su vida había sido arrasada por el fuego hasta los cimientos y que, a pesar de todo, seguía mostrándose bondadoso con los niños y cariñoso con los animales y seguía creyendo que la tierra era un ser vivo, con sus propias esperanzas, necesidades y sueños.

Como los demás refugiados de nuestra familia, el tío sufría debido a sus recuerdos y evitaba a toda costa hablar de sus propias experiencias durante la guerra. Pero la gente tiene que hablar de lo que le ha hecho daño, de lo contrario la bestia de la guerra se manifiesta de pronto en forma de pesadillas, repentinos arrebatos de llanto y estallidos de cólera. Cuando el tío hablaba del pasado, cuanto más breves eran sus palabras, tanto más doloroso resultaba escucharlas. Decía: «Fue algo muy malo», y luego permanecía en silencio durante un largo rato.

Pero, por regla general, solía hablar recurriendo a los cuentos y utilizando la tercera persona, como por ejemplo: «Una vez conocí a "Este Hombre" que decía que lo peor de los campos de trabajos forzados era el hecho de que separaran a los seres queridos. Las madres y los padres se volvían locos, completamente locos, tratando de adivinar el posible paradero de sus hijos e hijas. Y los hijos, los hijos...»

Y aquí el tío guardaba silencio, se levantaba y salía fuera. Lloviera o nevara, fuera de día o en plena noche, salía por la puerta y tardaba un buen rato en regresar. Yo le quería y temía por él. En tales ocasiones, los mayores adoptaban de repente un semblante impasible y reanudaban deliberadamente su tarea, ya fuera mondar patatas, tejer unos calcetines de lana, acarrear leña al interior de la casa o fregar el suelo, todo en el más absoluto silencio, un silencio mediante el cual trataban de protegerse de sus propios y mal amarrados fantasmas.

Yo no; yo salía corriendo en busca de mi tío y siempre lo encontraba descendiendo por el camino o, tras haberse apartado del mismo para adentrarse en los campos, paseando por el bosque o arreglando pequeñas cuerdas o alambres en el cobertizo de ahumar. El hecho de salir en busca de mi tío me permitió conocer la existencia de aquel extraño amigo y álter ego,

«Este Hombre»... «uno al que conocí en el viejo país».

Tantas veces habló mi tío de «este hombre» a lo largo de los años que, por respeto al sufrimiento que había provocado su aparición, yo acabé por denominar Este Hombre y, a veces, Aquel Hombre a aquel remoto yo-espiritual, como si se tratara de un personaje en toda regla, merecedor de un nombre como es debido.

Una vez mi tío me dijo:

-Este Hombre... Este Hombre a quien yo conocía estaba atormentado por las últimas imágenes de las ancianas de la aldea, cuando los camiones se llevaron a los hombres y a los chicos... Ellas... las viejas casi desdentadas literalmente aullaban al cielo, tiradas en el suelo mientras la nieve les caía sobre los ojos y la boca, golpeaban con los puños la tierra cenagosa; ancianas que, apoyadas sobre sus manos y rodillas, no cesaban de golpear la tierra con los puños, presas del dolor.

»Este Hombre -prosiguió mi tío- tiene muchos  . Cuando llegó por vez primera el ejército extranjero y, antes de que se llevaran a todo el mundo, a Este Hombre le dijeron:

»-Si nos das comida, no destruiremos tus árboles. Dinos qué hilera de árboles es la tuya y no le haremos nada.

»Los árboles, Dios mío, los árboles. Todos habíamos plantado aquellas hileras de árboles por amor, para que dieran sombra y protegieran contra el viento. A veces, para pasar el invierno, vendíamos una pequeña parte cerca del borde como plantones cuando ya habían crecido lo suficiente.

»Este Hombre había cuidado de los árboles, ¿comprendes?, los había cuidado desde que eran pequeños. Eran su orgullo y su alegría.

»Por consiguiente, Este Hombre procuró proteger los árboles. Como todos los demás campesinos, había ido a la escuela del campo, no a la escuela del maestro con gafas. Nadie comprendía esa guerra que se cernía como un halcón gigantesco y se llevaba aldeas enteras a su nido infernal, y nadie sabía cómo escapar.

»Desesperado, Este Hombre les contestó a los soldados:

»-¿Que cuáles son mis árboles? Todos los árboles que veis hasta donde alcanza la vista, todos esos son mis árboles.

»Y señaló no sólo sus árboles sino también las hileras de todos sus vecinos, así como el viejo bosque que se extendía a lo largo de varios kilómetros hasta el horizonte.

»Y, debido a esa respuesta, lo arrojaron al suelo y le propinaron repetidos puntapiés en la boca por "tener una lengua embustera". Le rompieron la mandíbula y lo dejaron tirado.

Ciegos de furia, prendieron fuego a la madera muerta de la parte central de los abetos de mayor tamaño. Las ramas secas ardieron al instan-te desde la parte inferior hasta lo más alto de las copas. De esa manera, consiguieron quemar las hileras de árboles en apenas unos min

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