BURLA-LA-MUERTE (3 / 9)
El día siguiente debía
ocupar lugar preferente entre los más extraordinarios de la historia de la casa
Vauquer. Hasta entonces el acontecimiento más saliente de aquella vida apacible
había sido la aparición meteórica de la falsa condesa de Ambermesnil, Pero todo
día iba a eclipsarse ante las peripecias de aquel gran día, que había de ser
eterno objeto de las conversaciones de la señora Vauquer. Goriot y Eugenio de Rastignac
durmieron hasta las once. La señora Vauquer, que había vuelto del teatro a las
doce, se quedó en la cama las diez, y el prolongado sueño de Cristóbal, que
había acabado el vino que le había dado Vautrin, originó retrasos en el servicio
de la casa. Poiret y la señorita Michonneau se quejaron de que el almuerzo se
atrasase, y en cuanto a Victorina y la señora Couture, durmieron hasta las
nueve de la mañana. Vautrin salió antes de las ocho y volvió en el momento en
que el almuerzo estaba servido. Nadie se quejó, pues, cuando a eso de las once
y cuarto Silvia y Cristóbal fueron a llamar a todas las puertas diciendo que el
almuerzo iba a servirse. Mientras Silvia y el criado se ausentaron, la señorita
Michonneau, que había bajado antes que nadie, derramó la poción en el cubilete
de plata de Vautrin, en el cual se calentaba, al baño de María, la crema para
su café. La solterona había contado con esta costumbre de la pensión para
llevar acabo su cometido. Aunque no sin algunas dificultades, los siete
pensionistas se encontraron al fin reunidos. En el momento en el que Eugenio se
desperezaba y se decidía a bajar, un mandadero le entregó una carta de la
señora de Nucingen. La carta estaba concebida en estos términos:
“Amigo mío: No soy
vanidosa ni siento rencor contra usted. Lo esperé hasta las dos de la
madrugada. ¡Esperar al ser que se ama! El que ha conocido este suplicio no se
lo impone a nadie. Ya se conoce que ama usted por primera vez. ¿Qué ha
ocurrido? La inquietud se ha apoderado de mí y, si no temiese descubrir los
secretos de mi corazón, habría ido a saber qué acontecimiento feliz o
desgraciado le había ocurrido. Pero ¿salir a aquellas horas, a pie o en coche,
no era perderse? He sentido la desgracia de ser mujer. Tranquilíceme,
explíqueme por qué no ha venido, después de lo que le ha dicho mi padre. Me
enojaré, peo lo perdonaré. ¿Está usted enfermo? ¿Por qué vivir tan lejos de mí?
Una palabra, por favor. Hasta muy pronto, ¿verdad? Si está usted ocupado, con
cuatro letras me bastará. Dígame ‘voy o sufro’. Pero si se encontrase usted
mal, mi padre hubiera venido a decírmelo. ¿Qué habrá ocurrido?...”
-Sí, ¿qué habrá ocurrido?
-exclamó Eugenio entrando precipitadamente en el comedor y guardando la carta
sin acabar de leerla-. ¿Qué hora es?
-Las once y media -dijo
Vautrin mientras echaba azúcar al café.
El forzado dirigió a
Eugenio es mirada fríamente fascinadora de que disponen algunos hombres
eminentemente magnéticos, con la cual, según dicen, se calma a los locos en los
manicomios. Eugenio tembló de pies a cabeza. El ruido de un coche se oyó en la
calle, y un criado con la librea del señor de Taillefer, que fue inmediatamente
reconocido por la señora Couture, entró precipitadamente, con aire azorado.
-Señorita -exclamó-, su
señor padre la llama: ocurre una gran desgracia. El señor Federico se ha batido
en duelo, ha recibido una estocada en la frente y los médicos desesoeran de
salvarlo. No tiene ya conocimiento, y difícilmente llegará usted a tiempo para
despedirse de él.
-¡Pobre joven! -exclamó
Vautrin-. ¿Cómo hay quien se bate teniendo treinta mil francos de renta? No hay
duda de que la juventud es muy loca.
-¡Caballero! -le gritó
Eugenio.
-¿Qué hay, jovencito?
-dijo Vautrin acabando de beber tranquilamente su café, operación que la
señorita Michonneau seguía con mirada demasiado atenta para que le interesase
el acontecimiento extraordinario que asombraba a todo el mundo-. ¿Acaso no hay
duelos todas las mañanas en París?
-Victorina, yo voy con
usted -decía la señora Couture.
Y las dos mujeres huyeron
sin chal y sombrero. Antes de marcharse, Victorina, con los ojos arrasados de
lágrimas, dirigió a Eugenio una mirada que significaba: “No creía que nuestra
dicha hubiese de costarme tantas lágrimas.”
-¡Caramba! ¿Es usted
acaso profeta, señor Vautrin? -dijo la señora Vauquer.
-Yo lo soy todo -dijo
Jacobo Collin.
-¡Es raro! -repuso la
señora Vauquer soltando una serie de frases insignificantes acerca del acontecimiento-.
La muerte nos sorprende sin consultarnos, y los jóvenes se van a veces antes
que los viejos. Nosotras, las mujeres, tenemos la dicha de no estar expuestas
al duelo; pero en cambio sufrimos otras cosas que no sufren los hombres.
Tenemos hijos, y el mal de madre dura mucho tiempo. ¡Qué suerte la de
Victorina! Su padre no tendrá más remedio que adoptarla.
-Así es el mundo -dijo
Vautrin mirando a Eugenio-. Ayer no tenía un céntimo y hoy nada en millones.
-Vaya, señor Eugenio, veo
que ha tenido usted buen ojo -exclamó la señora Vauquer.
-Al oír esto, papá Goriot
miró al estudiante y vio que este tenía en la mano la carta de su hija y la
arrugaba.
-¡Cómo! ¿No ha acabado
usted de leerla? ¿Qué significa esto? ¿Será usted también como los otros? -le
preguntó Goriot.
-Señora, yo no me casaré
nunca con la señorita Victorina -dijo Eugenio dirigiéndose a la señora Vauquer
con un tono de horror y de desprecio que sorprendió a los asistentes.
Papá Goriot hubiera
querido besarle la mano, pero se contetó con estrechársela.
-¡Oh! ¡Oh! -exclamó
Vautrin-. Col tempo!, suelen decir
los italianos.
-Espero contestación
-dijo a Rastignac el mandadero de la señora de Nucingen.
-Dígale usted que iré.
El mandadero se fue. El
estado de irritación en que se encontraba Eugenio no le permitía ser prudente.
-¿Qué hacer? -decía en
voz alta hablando consigo mismo-. No hay pruebas.
Vautrin se sonrió. En
aquel momento la poción comenzaba a operar sus efectos. Sin embargo, el presidiario
era tan robusto que se levantó, miró a Rastignac y le dijo con voz hueca:
-Joven, cuando menos se
lo figura uno, se está labrando su felicidad.
Y cayó desplomado como un
cuerpo muerto.
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