domingo

FEDERICO GARCÍA LORCA Y EL PRECIO DE LA TRANSGRESIÓN POÉTICA


por Virginia Moratiel

La poesía no necesita ser ni militante política ni explícitamente contestataria para convertirse –como sentenció Gabriel Celaya– en “un arma cargada de futuro”. Ella es por esencia transgresora, en la medida en que rechaza transmitir una verdad única y universal, como sí hace la filosofía. En cambio, se abre a las infinitas posibilidades de un perspectivismo elaborado siempre desde una sensibilidad y una sensualidad determinadas, de modo que, por definición, atenta contra el orden establecido y es percibida como una rebelde sin causa. El poeta reniega de la salvación y –según dice María Zambrano– “vive en la condenación, la extiende, la ensancha, la ahonda”, porque “la poesía es realmente el infierno”. A causa de esto, resulta socialmente peligrosa, en especial para los gobiernos totalitarios, aun cuando se trate de versiones aparentemente suavizadas, como la dictadura educativa propugnada por Platón. No es de extrañar que el filósofo proclamase que los poetas debían ser expulsados de la ciudad perfecta. Después de todo, sólo asumen un compromiso con la palabra, en cualquier caso, con la de su propia obra, y nunca con una verdad objetiva. Como consecuencia, desde el principio la poesía tuvo sus mártires, esos desobedientes irresponsables, de los cuales uno fue, sin duda, Federico García Lorca, asesinado por las fuerzas antirrepublicanas en un fusilamiento colectivo clandestino a comienzos de la guerra civil española. Sin embargo, cuando ocurre –como en esta ocasión– que la víctima se transforma en símbolo, también se diluye en una cantidad de seres sacrificados por la misma violencia ejecutora y se funde con ellos perdiendo su individualidad. Por ende, queda relegada a un segundo plano, tras una fama ya ganada, la obra donde forjó su rebeldía.

El quehacer poético de Lorca se mueve entre dos extremos, que podríamos ejemplificar mediante El romancero gitano (1928) y Poeta en Nueva York, poemario publicado después de su muerte a partir de manuscritos que elaboró durante su estancia en Norteamérica (1929-1930). Corresponden a etapas distintas de su producción que se diferencian notablemente desde el punto de vista temático y estilístico. Sin embargo, tienen cierto aire de familia, pues comparten un similar espíritu de transgresión. Por una parte, ambos delatan una preocupación solidaria por grupos desprotegidos, marginados de la sociedad, ya que reivindican, en un caso, a los gitanos, y en otro, a negros y chinos. De este modo, al rechazo de la discriminación social y económica se une además el del racismo, ligado a la corporalidad, a la piel y a los rasgos de la cara, sobre los cuales se funda la atracción sexual. Así, se entrecruzan las dos principales críticas que recorren dichas obras: la de la sexualidad y la del capitalismo, que perfilan por contraste la hipocresía del mundo burgués, al cual Lorca dirige sus reproches por represivo, cruel, materialista y ambicioso. Asimismo, hay puntos en común en el estilo: una parecida atmósfera nocturnal u onírica en ambos y un esmerado trabajo de la palabra, capaz de crear metáforas insólitas e imágenes de una extraordinaria belleza, que hunde sus raíces en Góngora y recoge lo mejor de las tendencias poéticas que más interesaron al poeta (sea el simbolismo, el modernismo, el vanguardismo o el surrealismo).

A pesar de que El romancero gitano alcanzó fama mundial, pronto fue acusado de populismo, si bien Lorca lo desmintió una y otra vez, insistiendo en que era un libro “antipintoresco, antifolklórico, antiflamenco”. Es cierto que sus versos tienen una musicalidad y una cadencia cautivadoras, que los vuelve pegadizos e incita a palmear y recitarlos. Esto se debe a la utilización del romance, una forma poética popular con una rima y una métrica bien definidas, y a su cruce con ciertos palos flamencos, como la saeta, la soleá y la seguiriya, estilos que Lorca había investigado previamente de la mano de Manuel de Falla y experimentado ya en su Poema del cante jondo. Sin duda, la atmósfera y los personajes son gitanos, pero no hay costumbrismo, porque la intención de fondo es plantear temas universales, construir una erótica que evidencie la potencia arrolladora de la pasión, esa oscura relación entre sexo, violencia y muerte, que finalmente conduce a la tragedia, aunque narrada con una gracia, con un “duende”, que hacen del quebranto una delicia. No obstante, semejante atropello de los impulsos puede mostrarse mejor en el contexto de una sociedad patriarcal rigurosa, como la gitana, que guarda con celo la virginidad y cuyas normas obstaculizan la concreción de dicha fuerza. Pero también, en el ámbito de una sociedad igualmente primitiva, donde las pasiones aún se exhiben en todo su vigor e, igual que ocurre en la Grecia arcaica, permiten construir personajes que trascienden a los individuos locales para convertirlos en figuras míticas. En los primeros poemas, esta tensión se presenta en alianza con la naturaleza, por ejemplo, en “El romance de la luna, luna”, donde el astro femenino por excelencia, mágico y sensual, seduce a un niño gitano, cuyos familiares llegan tarde para impedir el rapto erótico y su muerte, o en “Preciosa y el aire”, donde un viento fálico anhelante por saciar sus deseos, “sátiro de estrellas bajas, con sus lenguas relucientes”, acosa en la noche a una gitanilla:

La luna vino a la fragua                                         Al verla se ha levantado
con su polisón de nardos.                                      el viento que nunca duerme.
El niño la mira, mira.                                              San Cristobalón desnudo,
El niño la está mirando.                                         lleno de lenguas celestes,
En el aire conmovido                                              mira a la niña tocando
mueve la luna sus brazos                                       una dulce gaita ausente.
y enseña, lúbrica y pura,                                         –Niña, deja que levante
sus senos de duro estaño.                                       tu vestido para verte.
Por el cielo va la luna                                             Abre en mis dedos antiguos
con un niño de la mano.                                         la rosa azul de tu vientre.
Dentro de la fragua lloran                                     Preciosa tira el pandero

dando gritos, los gitanos.                                       y corre sin detenerse.
El aire la vela, vela.                                                 El viento-hombrón la persigue
El aire la está velando.                                           con una espada caliente
.
Convertidas en fuerzas telúricas, las pulsiones eróticas se vuelven polimorfas y pueden mostrar sin tapujos su carácter perentorio y una exigencia incontrolable, avasalladora e indiferente a la libertad de decisión del destinatario. Todo impedimento que frene su avance engendra violencia o violación de las convenciones sociales, como en “La casada infiel”, donde el gitano se lleva al río a una mujer “creyendo que era mozuela, pero tenía marido”. No hay barrera humana capaz de detener el cumplimiento del deseo, que, afanoso por realizar su ansia de posesión, se siente satisfecho cuando aniquila a su objeto. La muerte siempre está incluida en la dinámica de los apetitos, sean sexuales o incluso alimenticios. Lo erótico y lo tanático tienen un final idéntico: la anulación de toda separación, de la brecha que genera la conciencia y, por tanto, del mismo deseo. De hecho, el conflicto que preside la tragedia clásica surgió del enfrentamiento de la libertad humana con esa ley ciega, impertérrita, de los poderes cósmicos, a la cual los griegos llamaron destino. Los trágicos modernos –a partir de Shakespeare la interiorizaron convertida en pasiones humanas, que, en su arrebato, al final conducen a la muerte en sus más diversas formas. Por ejemplo, al suicidio, como sucede en el “Romance sonámbulo”, que describe a una joven ahorcada después de esperar infructuosamente la vuelta del amado. La necesidad, la dinámica del todo o nada impuesta por la pasión, es la causa del destino trágico de los gitanos:
Con la sombra en la cintura

ella sueña en su baranda,
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana,
las cosas la están mirando
y ella no puede mirarlas.

Sobre el rostro del aljibe

se mecía la gitana.
Verde carne, pelo verde,
con los ojos de fría plata.
Un carámbano de luna
la sostiene sobre el agua.


Puede que el tema de la sexualidad no parezca dominante en muchas de las composiciones del Romancero, sin embargo, no se puede negar que en su aparente simpleza todas ellas resultan enormemente sensuales. Aluden sobre todo a una sexualidad masculina modelada por símbolos fálicos, como cuchillos, peces, dedos, juncos, gaitas, y destilan una evidente admiración homoerótica, a guisa de confesión de la homosexualidad del poeta, lo cual debió constituir un auténtico revulsivo para la época. Semejante fascinación  aparece no sólo en la saga que refiere el prendimiento y muerte de Antoñito el Camborio, donde la belleza masculina se elogia en un marco de violencia y defensa de la justicia y la libertad, por lo que podría considerarse como el trasunto corporal de una actitud moral:
Moreno de verde luna

anda despacio y garboso.
Sus empavonados bucles
le brillan entre los ojos.

Lo que en otros no envidiaban

ya lo envidiaban en mí.
Zapatos color corinto,
medallones de marfil,
y este cutis amasado
con aceituna y jazmín.
¡Ay Antoñito el Camborio,
digno de una Emperatriz!

También esta clase de descripciones se dan en los romances dedicados a los arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, definidos como auténticos efebos, que lucen bellos muslos entre encajes y enaguas repletas de espejitos y entredoses, huelen a colonia y se bañan desnudos en el río confundidos con hermosos adolescentes:
Un bello niño de junco,

anchos hombros, fino talle,
piel de nocturna manzana,
boca triste y ojos grandes,
nervio de plata caliente,
ronda la desierta calle.

En la ribera del mar

no hay palma que se le iguale,
ni emperador coronado
ni lucero caminante.
Cuando la cabeza inclina
sobre su pecho de jaspe,
la noche busca llanuras
porque quiere arrodillarse.


Y, a pesar de que se vuelve a encontrar alguna descripción afín a éstas en la “Oda a Walt Whitman”, perteneciente a Poeta en Nueva York, el contexto indica que ya no se trata de una divinización pletórica del cuerpo masculino sino del homenaje a un escritor que supo encender la llama del goce y la libertad, incluso la sexual, en un medio ahora desaparecido, convertido en una caricatura de sí mismo, en una escalofriante representación del horror. Con independencia de que la estancia de Lorca en América coincidiera con su más hondo estado depresivo, provocado por múltiples decepciones –entre ellas, la amorosa–, la gran urbe se le revela en un momento dramático, el del crash del 29, que le hace palmarias las consecuencias inhumanas del capitalismo. Por ambas razones, la imagen de la “ciudad-mundo”, concebida como “símbolo patético: sufrimiento”, no sólo constituye la denuncia social de un sistema económico, por mucho que Lorca haya dicho públicamente que estaba allí “para pelear, para luchar mano a mano con la masa complaciente”. Al surgir su visión desde las profundidades del alma, desde la “emoción pura descarnada, desligada del control lógico”, afecta al aspecto formal de los poemas. Así, se rompe la anterior armonía musical y se abandona la rima, sustituidas por el verso libre, mientras que el lenguaje se rasga plagado de metáforas atormentadas y de gran contundencia. En verdad, la arquitectura de esa mole urbana de proporciones megalíticas configura un panorama del alma, una geometría pasional de agudos perfiles y alturas descomunales, vinculada a la angustia, al ritmo frenético y la cosificación del individuo. Se manifiesta en paisajes devastados por el consumo desenfrenado de la voraz “multitud que vomita” y por el imperio de la técnica, que hace orinar sin pausa sobre el prójimo, edificando sepulcros, repletos de andamios sedientos de sangre, por los que circulan obreros explotados. Son paisajes de muerte con calles heladas por la nieve, donde deambulan “gentíos de trajes sin cabeza” y yacen marineros degollados en la indiferencia de la más estricta soledad.
La mujer gorda venía delante

arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores;
la mujer gorda
que vuelve del revés los pulpos agonizantes.
La mujer gorda, enemiga de la luna,
corría por las calles y los pisos deshabitados
y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma
y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos
y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido
y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas.
Son los cementerios, lo sé, son los cementerios
y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena,
son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora
los que nos empujan en la garganta.

Representan el triunfo de la masificación, del materialismo, del pensamiento utilitario, en el alba de una nueva época que ha conseguido aplastar la espiritualidad y sólo permite la supervivencia fragmentaria de la naturaleza entre residuos, mugre y podredumbre. En suma, es la imagen de la misma decrepitud humana.
La aurora de Nueva York gime

por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.

La aurora de Nueva York tiene

cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.

… porque allí no hay mañana ni esperanza posible:

a veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraíso ni amores deshojados:
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.


Dos son los grandes responsables de tamaña catástrofe: Wall Street, ese cementerio por cuyos bajos corre oro y sangre, edificado con el poder ficticio del dinero, que se apodera de los cuerpos y –como advierte “El rey de Harlem”– llena de monedas los vientres preñados de las niñas. Y la hipocresía legitimadora de la injusticia, de la cual es cómplice también la Iglesia católica, esa paloma negra, a la que Lorca clama en “Grito hacia Roma”, utilizando como micrófono el edificio Chrysler, para denunciar a los que atentan contra los principios cristianos, a esos mercaderes que siguen atiborrando el Templo:
Caerán sobre la gran cúpula

que unta de aceite las lenguas militares,
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupe carbón machacado
rodeado de miles de campanillas.

Porque queremos el pan nuestro de cada día,

flor de aliso y perenne ternura desgranada,
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra
que da sus frutos para todos.


(El vuelo de la lechuza / 27-8-2018)

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