La poeta norteamericana Emily Elizabeth Dickinson nació el 10
de diciembre de 1830 en Amherst, una localidad próspera del Condado de
Hampshire (Massachusetts), en el seno de una familia calvinista, puritana, y de
gran influencia en la comunidad, formada por su padre Edward, un abogado
miembro del Congreso y hombre de convicciones rígidas, su madre Emily,
distinguida dama de la sociedad de la época con la que la escritora confesó
haber tenido siempre una relación complicada dada la ausencia de vínculo
emocional, y sus hermanos Austin y Lavinia, quien en el futuro representaría la
clave para el descubrimiento público de la obra literaria de Emily Dickinson.
A los 10 años de edad fue inscrita por sus padres en la Academia de
Amherst, que anteriormente había sido un centro exclusivamente masculino, donde
permaneció, cultivando con especial interés y cuidado las lenguas clásicas,
hasta 1847, cuando ingresó en el Seminario Mary Lion, que adoptó por nombre el
de una de sus fundadoras, quien tuvo un importante papel en la educación de las
mujeres de la época. Sus padres tomaron aquella decisión con la esperanza de
que dicha experiencia la condujera en un futuro a la labor misionera, dado el
carácter fuertemente religioso de la institución. No era este, sin embargo, el
camino de Emily, quien se enfrentó en varias ocasiones a Mary Lion dado su
rechazo a la imposición de un sentido de vida con el que no se identificaba,
rechazo que le supuso ser incluida en el grupo de las alumnas para las que se
consideraba «no había esperanza de conversión». Emily
diría en uno de sus poemas:
La «Fe» es toda una
invención
Para el Hombre con
consciencia
En su segundo curso de estancia y tras haber superado las elevadas
exigencias académicas del primer año, la poeta enfermó y volvió a casa en
contra del criterio de la directora del seminario, quien consideraba, como
parte del proceso educativo, la recuperación de las alumnas con dolencias
dentro de la propia institución en un deseo de afianzar su posicionamiento
riguroso ante las vicisitudes de la vida. Desde ese momento Emily Dickinson
vivió en el hogar familiar cada vez más alejada de la vida social, cuya
actividad acabó limitándose a relaciones epistolares con un reducido grupo de
contactos, y dedicada a la atención y cuidado de sus padres y a su pasión por
la palabra, ya iniciada años antes y que en este momento comenzaría a
desarrollar con mayor entrega explorando las posibilidades del lenguaje más
allá del estilo vigente del momento.
Poco se conoció de su poesía en vida de la escritora, con una más que
limitada publicación de escasamente seis poemas, el primero de ellos en un
periódico local de la mano de su director, Samuel Bowles, gran
lector de este género literario y con quien Emily inició un intercambio de
misivas. En el poema no se adjuntó el nombre de la poeta y constó con una
autoría anónima, de hecho, se desconoce si realmente ella había autorizado
dicha publicación. La poesía de Emily Dickinson resultaba en exceso
inusual para la tónica imperante y la reducida muestra de su obra fue
en parte distorsionada por quienes la dieron a conocer dadas las reglas
literarias de la época. Ella, sin embargo, abrigaba en su interior la certeza
polimorfa de una convicción latente que quiso compartir con el escritor y
miembro activo del Movimiento por la Abolición de la Esclavitud, Thomas Wentworth-Higginson, a través de una carta que le
remitió tras la lectura de uno de sus artículos, Epístola a un joven
colaborador, donde Thomas orientaba a los escritores que iniciaban su
andadura en el mundo literario. En aquella misiva, preludio del intenso y largo
intercambio epistolar entre ambos hasta poco tiempo antes de la muerte de la
escritora, Emily le adjuntaba cuatro de sus poemas solicitándole su opinión
acerca de los mismos: «¿…es el mío un verso vivo?», una expresión que
supone uno de los muchos ejemplos del amor de la autora por la palabra, con la
que se sentía comprometida en una simbiosis vivida y explorada de misticismo y
heterodoxia a la que jamás puso límites. En su respuesta, Thomas le transmitió
a Emily su interés por ahondar en su poesía tras el asombro que en él había
gestado su lectura; una poesía que sentía impetuosa desde una
profundidad irrefrenable y metafísica, que reflejaba una visión tan concreta
como experimental y distinta, y con la que no siempre coincidió, de hecho,
el propio Higginson, a pesar de motivarla a continuar escribiendo, le recomendó
a la poeta que no publicara ante su creencia de que la obra de Emily no sería
entendida dada su divergencia con la línea literaria de aquella época. Él mismo
llegaría a confesar que en ocasiones le resultaba inaccesible por su
particularidad y complejidad. Ella, no obstante, siempre consideró a Thomas un
mentor, e incluso llegó a decirle en una de sus cartas: «usted no se dio
cuenta, pero salvó mi vida», sin embargo, supo mantenerse firme en la
personalidad incomparable y única de su obra y no claudicar ante los cambios
que él le aconsejaba. Cuando la palabra te habita, la libertad es el
bastión que te alumbra:
Envié Dos Puestas de Sol –
El Día y Yo – a competir –
Mientras Yo terminé Dos –
Él sólo hizo Una vivir –
Sí – la Suya era más grande –
Mas como dije a mi hermano –
La mía es la más conveniente Para Llevarla en la Mano –
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Este empleo totalmente inusual de las mayúsculas, que rompe con las
reglas gramaticales, acaso tenga un sentido de afirmación y contundencia con el
que Emily buscaba no descentralizar los estribos cardinales de la
espiritualidad manifiesta en ellos; un sentido que reforzaba con el frecuente
uso de guiones al finalizar cada verso (su puntuación «selvática», tal
y como la definía), pues la espiritualidad no concluye y siempre anhela lo
inextinguible, la intensificación hacia un nivel superior sin término.
De una etapa inicial en la que ya se vislumbraba esa unión fecunda,
dinámica, consciente, e ilimitada entre Emily Dickinson y la palabra, la
escritora fue adentrándose de una manera casi absoluta en un universo cuyo
único origen, motivo, y eje vertebrador, era la poesía, inconmensurable,
transitoria en su infinitud creciente, pura (optó por vestir siempre de blanco
como símbolo de esa inmaculada belleza y exquisitez del lenguaje donde la más
intensa de las pasiones se torna posible y real en su espiritualidad
ascendente, elevada):
Cuando los Dueños echen a la Abeja borracha
Por la puerta de la Dedalera—
Cuando las Mariposas—renuncien a su licor
¡Yo beberé más!
Poema XX
Emily infinita, Emily en un mundo interior que se define indescifrable,
Emily en una mayor conjunción con el exterior de lo que quizá pueda llegar a
pensarse, Emily con su alma abierta, introspectiva, poderosa en su sensibilidad
diáfana, desconocida, arborescente, Emily escribiendo poemas sin título, porque
realmente la palabra ES por sí misma y no necesita preludios ni límites que
acoten su corporeidad, Emily siendo arcanidad, presente, extensión:
Si tu Alma tiembla—
Abre la puerta de la Carne—
La Cobarde necesita Oxígeno—
Nada más—
Poema 292
¿Es posible habitar el lenguaje? ¿Vivir acorde al compromiso que
por su magnificencia supone la palabra? ¿Descubrir la música que solo ella hace
posible? ¿Romper lo mantenido como mera continuidad incuestionable, atravesar
con naturalidad sangrada la rigidez de la norma, y SER en la poesía? Con ELLA,
por ELLA. Nunca fue la intención de Emily Dickinson dar a conocer su obra,
aunque personas como su cuñada, la también escritora Susan Gilbert, a quien le
unió una profunda amistad de entendimiento y refuerzo mutuos, la alentaran a
ello al hallar en sus poemas una espiritualidad, una definición, nuevas,
precisas, una idiosincrasia personal al extremo y nítidamente reconocible en la
singularidad de la escritora. ¿Quién es realmente la poesía? Y digo «quién».
Emily escribía, acaso todo lo circundante simplemente estaba y ella solo
buscaba SER, SER en un mundo que podía acabar resultando tan significativo como
ínfimo, pues quizá lo visionaba como una insuficiente ramificación de entre los
miles de vástagos que gesta el lenguaje y cuya interacción y suma son
inabarcables. Ella decía en uno de sus versos:
Los Verdaderos Poemas
huyen—
Quizá por ese motivo, unido a un posicionamiento meditado de evitar una
exposición que entendía innecesaria e incluso en cierto modo negativa, «Qué
tristeza ser alguien, qué público…», se le hacía necesario
escribir como un hecho siempre inacabado que no admitía la conclusión de una
obra publicada. Fue ese otro de los ejemplos del compromiso ético de la
escritora con la palabra, pues no aceptaba limitación alguna en lo que, con un
motivo muy preciso, reflexionado y consciente, se había gestado. Todo es
significado y la coherencia que en su propia obra el lenguaje impone, no puede
estar sujeta a fronteras que, por represivas, anulan la intensidad de su
definición y, por lo tanto, de su propia existencia. Quien ES con la palabra,
lo ES con todas sus consecuencias, sean o no injustas: «con denuedo
contra el mundo fui» decía Emily en uno de sus poemas. Fue
plenamente consciente de su soledad última como elección personal y,
quizá alentada por la urgencia de encuentro con la palabra, desde un
posicionamiento mental y emocional de misticismo en estado puro y entendido en
base una concepción de espiritualidad desnuda solo posible a través de la
propia entrega física al lenguaje.
La naturaleza, como revelación de una sensorialidad purificadora, como
símbolo de la inocencia y el equilibrio y fundamento sobre el que se asienta la
dicha, el amor desde una perspectiva de sublimidad en ambos extremos («Que
Amor es todo lo que hay Es todo lo que sabemos del Amor», expresaría
en un poema), la vida, lo que trasciende más allá de la muerte y el tiempo en
un prontuario de eternidad, más que inspiración fueron un medio para llegar a
la palabra:
No es Morir lo que más duele—
Es vivir—nos duele más—
Pero Morir—es algo distinto—
Oculto tras la Puerta—
La Costumbre del Sur—del Pájaro—
Que antes de que llegue la Helada—
Acepta una mejor Latitud—
Somos—los pájaros—que se quedan.
Los que tiemblan junto a la puerta del Campesino—
Rogando unas Migajas—
Hasta que las piadosas Nieves
Nos Empujan a volar a Casa.
Poema 335
¿Quién era ese «Campesino»? ¿Sentía Emily Dickinson que
somos esos pájaros que tiemblan y que ruegan migajas a una palabra que jamás
será nuestra? ¿Será solo la muerte, transmutada en «piadosas Nieves», quien
posibilitará el retorno a lo únicamente conocido dado que la oportunidad del
lenguaje, ante su infinitud, se torna inescrutable para el ser humano? Quizá
Emily sabía que dispondría de poco tiempo dada su delicada salud, que no por
frágil le implicaba debilidad, sino que precisamente la impulsaba a una mayor
fortaleza e independencia de espíritu y de creación. El proceso
literario, que la abarcaba por completo y la trascendía más allá de sí
misma, le resultaba a Emily, por el ardor de su intensidad, tan
doloroso como adictivo, con la urgencia imperiosa de quien necesita de su
experiencia física, a la que anteriormente hacía alusión, en una dimensión
global y rotunda para forjar posible su respiración:
El dolor contrae el
tiempo
ocupadas con el golpe
eternidades enteras
son como no eran
Sus poemas, tan breves como inacabables en su enormidad y enigma, son
sacramentos engendrados desde el destierro de sí misma como única vía hacia la
santidad de la palabra y, con ella, hacia la suya propia. Habitaba en Emily
una certidumbre en constante introspección con un sentido indisoluble de
búsqueda y encuentro, la ruptura del verso, el ritmo multiforme, el
desconcierto de una estética imprevisible sustentada por los cimientos de una
coherencia apremiante, la unicidad de lo que está llamado a SER:
¡Como si una pequeña flor del Ártico
desde la orilla polar,
fuera vagando a través de latitudes,
hasta llegar desde la perplejidad
a continentes de verano,
firmamentos de sol,
hacia extrañas, luminosas matas de flores,
y de pájaros de lenguas extranjeras!
X, Love
Solo el misterio del que se ha de partir para caminar hacia el todo más absoluto
que el lenguaje incuba en el epicentro de su médula, torna posible la verdad
sorpresiva que estremece y redime ante su generosidad. Y así poblaba Emily su
cielo, sabedora innegable de la palabra, con un misticismo tan certero y
minucioso para el que acaso el mundo jamás llegaría a estar preparado:
Una ignorancia un Ocaso
Le confiere a la Visión –
Del Territorio – el Color –
Circunferencia – Desintegración –
Ámbar Su Revelación
Nos regocija – Rebaja –
Omnipotente inspección
De Nuestro rostro que baja –
Cuando los rasgos solemnes
Confirman – la Realidad –
Comenzamos – detectados En la Inmortalidad –
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Los planteamientos de la poeta sobre las eternas contradicciones del ser
humano son expuestos en sus poemas desde una perspectiva distinta en la que
Emily parece hallarse ante un público constituido por una única identidad, la
palabra, y, desde la que se percibe que esta es la única con el poder para
situarnos ante un infierno colmado de cielos donde todo cuanto nos es
arrebatado, con una desnudez aun más manifiesta y liberadora nos será devuelto.
El alma de Emily Dickinson, tan poblada de paisajes en una gama de colores en
apariencia reconocibles pero insólitos en la descripción de su imaginario, es
el espejo de la elevación que habita en cuantos detalles precisos conforman el
universo. Ella supo mirar y experimentar la vida consciente de que el lenguaje era
el origen y fin de una circularidad incesante que no se repetía en la cadencia
de su ritmo, sino que volvía a nacer como si cada alumbramiento se produjera
por vez primera con la espiritualidad alcanzada en cada gestación anterior:
De Claro a Claro –
Un Camino sin Sentido
Para pies Mecánicos –
Para avanzar – o parar – o perecer
Daba lo mismo –
Si al fin gané
El fin va más allá
El Indefinido revelado –
Cerré mis ojos – anduve a tientas
Y había más Luz – para estar Ciega
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Emily Dickinson fue una mujer transgresora para aquella época, una mujer con una
fortaleza espiritual y poética solo posibles para quienes desde una valentía
axiomática, se sumergen interminables, una mujer que construyó su propio mundo
desde una autonomía inefable en cuyo seno la trascendencia se materializaba a
través de cada uno de sus versos: «si tengo la sensación física de que me
levantan la tapa de los sesos, sé que eso es poesía», llegaría a
manifestar.
1800 poemas que no fueron conocidos hasta después de su muerte, el 15 de
mayo de 1886, a causa del Mal de Bright, una enfermedad renal. Fue entonces
cuando su hermana Lavinia descubrió en la habitación de la autora varios
volúmenes de manuscritos que se comenzarían a dar a conocer de forma progresiva
cuatro años después.
Morir – sin la Muerte
Y vivir – sin la Vida
Es el mayor Milagro
Que se puede concebir
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En su legado, imperecedero, infinito, y de una bizarría inusual y
desconcertante, confluyen metáforas de espiritualidad plagadas de elipsis ante
un yo poético que se interroga sin miedo y en la misma medida sentencia. No
deseaba Emily, sin embargo, que su propia realidad fuese definida «Como si
mi vida fuera recortada Y calzada en un marco» cuando ni su
trayectoria vital ni su obra, indefectiblemente unidas, estuvieron nunca
sujetas a normas. Salvo a una única, la que impone la palabra. Y solo
ella la conocía.
Siempre Emily
(poema de Ainhoa M. Retenaga)
Lo ínfimo atardece
y escucho sus pasos rutilantes
como indecibles flores
germinando enardecidas en mi cerebro.
Hay una sensatez castrada
en esta oscuridad colmada de tiempo y ella ríe.
Sus ojos transitan profusos
desde la lisura de cuanto encomia
y la penumbra se revela alborada
evidenciando el lenguaje
que libertador acrisola mi respiración.
Ella cincela la bonancible reciprocidad de las noches
y hay minúsculos seres que anidan en sus días
con la evidencia polifónica de lo divino.
El mundo enmudece
embebido en su algarabía insensata
y la palabra prosigue con ella a su lado.
Tan inermes.
Tan ciertas.
(MOON MAGAZINE / 2-7-2018)
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