1º edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2018
Interrupción de magnates
-Hicimos bien en que los míos sean negros y los tuyos blancos. Están tan
lejos y tan sucios estos pobres que parecen todos iguales. Mirá si después no
sabíamos quiénes son piezas de quién.
-Te dije. Aunque las caras de los muertos aparezcan acá al costado, se
confunden.
-Cuando tenés razón, tenés razón.
-Creías que de tanto verlos íbamos a reconocerlos como a los empleados. Pero
estos no son empleados. Estos ni siquiera son útiles.
-Bueno, bueno, viejito. Ya te dije que tenías razón. ¿Qué querés? ¿Qué te
haga otro monumento?
DEL BARRIO 7
Se despertó vestido igual que como se había dormido (obviamente), de jeans
y sin remera. Buscó en la cama el dedal de lana y se lo puso. Se frotó la cara
con torpe violencia y exhaló su aliento sobre una palma para comprobar cómo
estaba. Sacó de la mesa de luz un perfume bucal y se echó una buena bocanada.
Apoyó sus pies sobre latas, jeringas, tangas, zapatillas sin su par, restos de
comida y de sexo, más dedales de lana colorida y de cuero negro, vasos, repuestos
de moto, botellitas de Delirio y su celular.
Ya no está mamá que ordene o papá que arregle. Ya no está mamá que ventile
ni papá que solucione. Ya no está mamá que ame ni papá que vuelva a amar.
Sí, en algún momento el Mancuerna fue Marcos, un pequeño gordito de barrio
con una buena familia y nulas habilidades como golero. Por allí nació su apodo
de “Manquito”.
Todos los días Marquitos se iba a la cama con un buen beso de buenas noches
y Manquito con un par de goles que le habían hecho por los caños. Y era feliz.
Peor un día algo pasó. Mamá preguntó y nada. Papá repreguntó y nada. Y el
pequeño Marquitos (el Manquito) se comenzó a obsesionar con su cuerpo y sus
habilidades para el combate. Su estatura nunca cambió. Pero sus brazos fofos
que jamás evitaron un gol, comenzaron a endurecerse más que las pesas que
levantaban, su pecho creció más rápido que el pelo que lo cubriría y su rumbo
se perdió.
Y empezó a pasearse por el barrio cagándose a trompadas con todo el que
tuviera cara para romper. Y mientras se ponía bolsas con hielo en los moretones
repasaba mentalmente la paliza recibida para aprender cómo defenderse la
próxima. Aprendió tan rápido a llenarle la cara de trompadas a todo el mundo
que el nombre “Manquito” quedó obsoleto. Nació entonces el Mancuerna: todo un
personaje.
Con telarañas de sueño en los ojos se puso la camisa con los botones
equivocados de ojal, se tomó un buche de algo incoloro que le quemó la
garganta, pateó unas porquerías que no dejaban abrir la puerta y se fue en su
moto gritona hasta la casa del jefe.
A un lado de la entrada de la casa del jefe hay una columna abrazada por
una enredadera (como si la naturaleza quisiera enseñarle al hormigón la
humildad). Enredadera y columna quedaron meadas por el somnoliento Mancuerna
que olvidó que la casa de su jefe tenía por lo menos tres baños.
-¿Qué hacés meando ahí, desagradable?
-Colaboro un poco con la lluvia.
-Ojalá un día el jefe te vea y te corte la verga.
-Tranquilo, Moralito. Vení. Dame un abrazo.
-Dejá de limpiarte en mi saco porque te lo voy a hacer usar de pañal.
-Escuché cómo le pedías a Dios que lloviera pan: ¿cómo es eso de que va a
llover pan?
-Obvio que no va a llover pan así nomás. Va a llover en forma de otra cosa.
-Y yo que lo estaba esperando con fetas de salame. Dale: reíte, gigantón.
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