HUGO GIOVANETTI VIOLA
Primera edición:
Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada:
Horacio Herrera.
28 / OLGA PIERRI
Aparecí en lo de Olga
Pierri a principios de los 70, una década después que ella disolvió su conjunto
de guitarras para dedicarse completamente a la docencia. Le pedí que me
enseñara a tocar y a enseñar en serio, y entré en el mundo raro de su mirada
azul. No era cualquier mirada preciosa. Allí había una Capitana del Vuelo
sellada por un hervor de platería barroca que yo nunca había conocido.
Los cielazos criollos,
Julio, los cielazos criollos. Don José Pierri Sapere fue un compositor de
humildísimo perfil que ya de niño tocaba en la banda de Pan de Azúcar y cuando
formó su familia en Montevideo irradió hipnóticamente la misma gracia grande que emponchó a Eduardo
Fabini y a Manuel Espínola Gómez en Solís de Mataojo. También podría llamársele
serranía espiritual. Anteayer le tomé
un examen a un alumno de Olga y al escuchar por segunda vez en mi vida la casi
nunca transitada Jota de Pierri
Sapere sentí levantarse el polvo dorado de las bodas iberoamericanas que los
jesuitas festejaron con mucho más fe que nadie. Y eso les costó sangre.
Pero lo más interesante
es que durante mi primer tramo de aprendizaje en aquella casona laberíntica de
Joaquín Núñez donde Olga convivía con su esposo, la madre y los dos sobrijos, Naina y Álvaro, nunca sentí
que la Capitana creyera conceptualmente en ninguna trascendencia palpable fuera
de la musical. Y sin embargo cuando propulsó y organizó en el Millington Drake una
actuación en dúo de Álvaro con Regina Carrizo, que tendría trece años a rabiar,
se le captaba una fluorescencia de sacerdotisa que te despeinaba.
Lo más probable,
entonces, es que la prospección inconsciente nunca haya sido muy distinta, pero
recién cuando recomencé los estudios al volver de París y Naina estaba presa
por guerrillera y Álvaro se había casado y vivía en el Brasil, me enteré que Olga
recibía folletos de los rosacruces.
Yo demoré mucho en
enterarme, además, de que el noviazgo del sobrijo con una muchacha de Santa
María desencadenó primero una guerra y después una especie de duelo familiar, y
que Olga ni siquiera fue al casamiento. Y esto provenía del mismo magma místico
que descompensaba furibundamente a Torres García. Había que entregarse nada más que al arte. Y
Augusto y Horacio Torres no fueron tan valientes como Álvaro, porque se casaron
recién después que murió el viejo.
Una vez le preguntaron en
una conferencia de prensa a Shirley MacLaine, un referente admirado por Olga,
cómo era posible que creyera al mismo tiempo en los vínculos con los
extraterrestres, la óptica tibetana de la reencarnación y la cosmogonía de los
indios Puebla y ella apenas sonrió al explicar: Yo creo en todo.
Y además nuestra Capitana
nació con el mismo oído total que
tiene su sobrijo y una sensibilidad tan indefensamente permeable que muchas
veces Pierri Sapere se ponía a improvisar en el piano en tono menor y Olga
terminaba escondiéndose a llorar abajo de la mesa y si la madre la llamaba y no
aparecía levantaba el mantel y gritaba: Viejo,
tocá en tono mayor que la nena no aguanta.
La guitarra clásica
uruguaya sigue ocupando un lugar sobresaliente en el mundo, aunque nuestra
tristísima desorganización cultural ha logrado que en el último medio siglo
tuvieran que emigrar el noventa y nueve por ciento de los muchachos dotados con necesidad de profesionalizarse incluido
mi hijo Nacho, que lleva cinco años trabajando con Álvaro Pierri en la
universidad de Viena.
Olga sigue preparando
alumnos de todo tipo en un apartamentito que alquila en la misma cuadra de
Punta Carretas donde la Programación Divina me llevó a conocerla. La edad no se
pregunta. La reverberación montañosa que la rodea cada vez es más diáfana y la
capacidad de enseñarle a la gente a pulsar sus perlas íntimas me hace acordar a
Elisabeth Kübler-Ross y su amistad con los ángeles que habitan invisiblemente a
los moribundos.
Ellas
saben que la muerte no existe y reparten el todo en lugar de la nada. Porque
hay sabios que saben de verdad.
El otro día le comenté
que iba a retratarla en este libro y me mostró el diario del último viaje que
hizo a Europa con Álvaro. No te olvides
de poner esto, señaló divertida diez renglones en blanco: Aquí está lo que se va a poder leer después,
cuando me junte con Dios.
Me acuerdo que una vez Agustín
Carlevaro le confesó en plena reunión del Centro Guitarrístico: ¿Sabés que yo iba a escucharte los ojos a
los conciertos?
29
/ ÁLVARO PIERRI
Una vez tocamos con los
Hammers en un baile que organizaba un grupo de viaje liceal y a Elías Turubich
le dio un ataque de manijerismo y nos presentó como el Dave Clark Five latinoamericano y dos chiquilines se agarraron a
piñazos para acompañarnos con una pandereta que sobraba. Y después el que nos
acompañó con la pandereta nos pidió la Kawai para tocar con la bandita de la
clase y mientras punteaba y cantaba Run
for your life con la polenta de Lennon y Harrison juntos nosotros
comentábamos: Este pendejo de lentes es
un monstruo, carajo. Tenía dieciséis años y era Álvaro Pierri, el mejor
guitarrista clásico de la historia.
Cuando empecé a ir a lo
de Olga nos hicimos amigos enseguida y yo no me perdía ningún concierto y me
hacía sudar como loco, porque Álvaro todavía estudiaba poquísimo y pifiaba y
una vez que se paró en la mitad de una obra en el Millington Drake se agarró
una bronca tan grande y siguió tocando con tanto vuelo que ya allí me di cuenta
que era un perseguidor del absoluto,
para hablarlo en Cortázar.
Y entre mediados del 72 y
abril del 73, cuando tomé el transatlántico Cristóforo
Colombo que me llevó al continente donde Notre Dame y el diablo se pelearon
por mi alma, yo ya estaba divorciándome y nos veíamos mucho, porque Olga no
hacía problemas en que farreara conmigo. La madre de Álvaro siempre tuvo
gravísimos altibajos de salud mental que lo desesperaban y las farras era, aparte de ir a alguna
reunión donde él acaparaba todas las chiquilinas, hermanarnos en las
depresiones y soñar con el precioso problema del futuro.
Al irme le dejé mis
alumnos y hasta que se fugó con la brasilera trabajó en casa y se volvió parte
de mi familia, pero en noviembre del 74 viajó un mes a París junto con Abel
Carlevaro a dar un concierto televisivo y grabar una cinta para la ORTF, y lo
primero que hizo fue borrarse del hotel donde se aburría con el egomaníaco cultivador de perlas sin alma y venirse
al apartamento de Vincennes que nos prestaba el hermano de otro pasaplatos
reventado.
No estudió un solo día.
El concierto televisivo se suspendió por una huelga y la tarde que grabó en la
gran torre vidriada conmigo adentro del estudio se equivocó tanto en el Gran solo de Sor que terminó diciéndole
al sonidista que le mandaba la cinta desde Montevideo y dejó que Carlevaro, a
esta altura ya verdosamente sonriente, registrara tranquilo su gelidez de impecabilísimo
brillo artificial.
Y esa noche terminó
pasando el plato con nosotros en Le
bateau ivre y después tocó Elogio de
la danza y el desconcertado dueño del boliche, un marroquí que conocía a
Yupanqui y cantaba y grababa unas milongas espantosas nos invito con un vino
murmurando: Tiene ritmo, el chiquillo.
En junio de aquel año
Satanás había entrado en un argentino de Trelew que compartía mi chambre en el hotel Stella y era mi
mejor amigo y de a ratos se le empezó a desorbitar una paranoia de
fluorescencia asesina y me acusaba de vivir
para joderlo y tuve que mudarme y andar armado meses y hay un solo testigo
de aquella mirada que me mataba y me
mataba y me mataba por tener fe en la
vida.
Roche argumenta que yo
debía vivir en un grado de vulnerabilidad patológica muy especial para que aquello me lastimara tanto, y no le
falta razón, porque la culpa oculta de
haber abandonado a Yocasta y estar enamorado de Notre Dame le baja las defensas
a cualquiera. Pero una vez que llamé por teléfono a Vincennes para pedirle a
Alvarito que si caía de visita el argentino de Trelew escondiera mis poemas
Satanás ya estaba allí y captó el sentido de la conversación y mi hermano el
guitarrista nunca pudo olvidarse de aquella fluorescencia. No te olvidás jamás.
Y lo peor es que después podés verla relampaguear adentro de cualquiera,
incluidos tus espejos.
Y en aquel mismo
apartamento también nos llegamos a trenzar hasta el amanecer polemizando sobre
un caso que involucraba a un maestro de vida común y poner en juego nada menos que la posibilidad de la existencia de una
pureza humana perfecta y completa y yo creo que él se dejó ganar, porque es
el discutidor más terrible que conozco. Pero ahí me tuvo fe.
Hace tiempo que vengo
escandalizando a medio pueblo, y sobre todo al uruguayismo tibión, cuando aseguro que Álvaro es el mayor artista
que le aportamos a la humanidad. Porque escritores y plásticos y musicantes
geniales hubo y hay en cualquier país, pero la versión del Estudio Nº 12 de
Villa-Lobos que inventó el sobrijo de la Capitana, por ejemplo, es una explosión galáctica absolutamente única. Y
una vez se me rieron: Lo decís porque es
tu amigo. Claro, me emperré: Igual
que Maradona. ¿No sabías que con Maradona jugábamos picados en el Molino de
Pérez? Por eso es el mejor.
30
/ EL BORRACHO
Me casé por primera vez
en el 71 y durante mi luna de miel en Buenos Aires compré Bajo el volcán, el único libro de la saga El viaje que nunca termina que Malcolm Lowry consideró terminado antes de suicidarse en 1958.
Pero ese año también
llegaron a Montevideo la novela Oscuro
como la tumba donde yace mi amigo y los relatos reunidos en Escúchanos señor desde el cielo tu morada,
publicados por la sufridísima viuda Margerie Bonner. Las anteriores novelas, Ultramarina y Lunar Caustic, no importaban demasiado.
Y yo me enganché
eufóricamente con este extraordinario aspirante a Alighieri británico de arco temático completo: uno de los
graves problemas de los maestros norteamericanos o europeos contemporáneos era
la pura neurosis, y nunca dejé de ser
lo suficientemente cristiano para considerar a Kafka, Proust, Joyce, Céline,
Thomas Mann, Pavese, Hemingway, Scott Fitzgerald, Dos Passos, Wolfe o Faulkner,
con la excepción de Luz de agosto,
gente de mi planeta. A Graham Greene
y a Mauriac llegué con más de treinta años, lamentablemente. Y Salinger me
sobrepasaba al revés: era demasiado místico, a pesar de que siempre sentí que allí estaba la salida.
Mi padre me ayudó a
edificar un agregado a la casa natal que iba a llamarse Eridanus, la constelación del Río de la Vida y el Río de la Muerte
que obsesionó salvíficamente a Lowry durante el tiempo que vivió aislado con su
segunda esposa en una cabaña de Vancouver, frente al brazo de mar desde donde
se veía una fábrica de la Shell a la que a veces se le apagaba la S del cartel
luminoso. Y este genial cazador de guiñadas simbólicas sentía que su verdadero
destino era el infierno: hell.
Pero eso se elige, viejo.
Y lo que a mí me encandiló premonitoriamente fue El sendero bosque que llevaba a la fuente, el relato de cien
páginas que cierra Escúchanos oh Señor
desde el cielo tu morada donde Lowry bosquejó
lo que sería el último libro de la saga. Y eso es paradisíaco.
Tengo cincuenta y nueve
años y no estaría eyaculando este libro si mi permanente unión terrenal con la próxima morada no sofocara la
desesperación que nos provoca el mundo de cada día. Porque, como lo definió
insuperablemente Kierkegaard, lo raro no
es estar desesperado, sino por lo contrario, lo rarísimo, es, verdaderamente,
no estarlo. Y Lowry se dio por vencido.
Yo empecé con las copas
recién después de los veinte años. No tomé una sola gota de alcohol en una sola
actuación de la banda, por ejemplo. Y además, durante los próximos treinta y
ocho años casi nunca me emborraché para ahogar
la angustia, porque lo que precisaba era festejar fundido con el Uno-Primitivo. Nietzsche puro.
Y Lowry, que terminó
asumiendo su condición de mago negro,
a lo Rimbaud o a lo Papá Hem o a lo Tata Brausen, captó lucidísimamente lo que
a tanto alcohólico le cuesta entender y por lo tanto aceptar: el hombre que festeja la autodestrucción dionisíaca
como si estuviera en el cielo no
quiere vivir en Dios. Y lo que es
mucho más grave: su mayor felicidad sería
la de no haber existido.
Yo me casé antes que mi
futuro Eridanus estuviera terminado y
vivíamos con mis padres, pero como en verano ellos se iban a trabajar a Punta
del Este nos quedaba la casa con el precioso porche y la araucaria fálica a
disposición y en esa época empecé a escribir en serio y a emborracharme en
serio con mi hermano Saúl Ibargoyen, que se había mudado a Punta Gorda casado
por segunda vez.
Allí se nos ocurrió irnos
a vivir a Europa con mi ex-esposa pero los que estuvieron primero en París
durante unos cuantos meses por asuntos de trabajo fueron sus padres. Y a partir
del otoño nosotros nos quedamos en Carrasco con mis ex-cuñados menores de edad,
ahorrando para el dichoso viaje.
Aquel fue el abril del
asesinato de los ocho camaradas en mi barrio natal y de repente se entreveraron
la militancia frenteamplista y la guerrilla y el fascismo y yo a veces me
zampaba una botella de Casco Viejo hasta de mañana. Pero no era angustia,
insisto: era sed de festejar un cielo
amniótico porque al otro no lo
veía. Ni en el mundo ni en mí.
Lowry no terminó nunca su
saga porque eligió vivir con su vicio y no con su Lord y nosotros asesinamos un feto por miedo y egoísmo y cuando me
entregaron Eridanus ya no había
matrimonio.
La palabra tragedia viene de tragos, macho cabrío, y de ode,
oda o canción. Y si lo apolíneo no limita
a lo dionisíaco no hay catarsis purificadora del pathos ni sofrosine aristotélica que serene la cosa.
La desesperación, Soëren,
la desesperación. La enfermedad mortal o el peor de los pecados, como quiera
definírsela. El único enemigo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario