por Margarita Vidal Garcés
Mientras muchos tratan de encumbrarla recordando su
origen de princesa polaca, ella, que llegó hace 70 años a México con sus padres
y su hermana, huyendo de la guerra, se siente más mexicana que el Mole Poblano.
Y, después de 60 años de ejercer el mejor periodismo contemporáneo de su país y
de escribir 40 libros de ensayo, novelas, perfiles y entrevistas con los
grandes intelectuales de su tiempo, de ganarse todos los premios habidos y por
haber, Elena Poniatowska sigue sin acabar de creerse la fama, aún después de ganar el Premio
Cervantes, el más importante de las letras hispanas.
Tuve la fortuna de entrevistarla cuando vino, en el año 2000, al Primer
Encuentro de Escritores Iberoamericanos, que bajo el lema ‘El amor y la
palabra’, organizaron Belisario Betancur y Dalita Navarro para reunir, en un
momento estelar e irrepetible, a decenas de escritores traídos de todos los
rincones del habla castellana. Aquí están algunos esbozos que retratan a la
escritora, a la periodista, y, sobre todo, a la mujer más valiente, sencilla,
divertida y dulce que he conocido.
¿Qué le pareció Ciudad de México
cuando llegó, en 1942?
Una pirámide de naranjas. En la Segunda Guerra
Mundial yo era muy niña, pero recuerdo que nos daban un vasito de agua y la
mitad de una naranja para exprimirla allí. En México me encontré con calles
atestadas de pirámides amarillas de naranjas que daban un jugo maravilloso. Era
como beberse el sol.
¿Aprendió rápidamente el español?
Aprendí un español campesino y decía “nadien” o
“vide”. Me tenían que corregir porque lo aprendí con las nanas que eran pura
bondad y estaban llenas de esa ternura que saben dar los mexicanos más pobres.
Usted es de mente abierta y
liberal. ¿Le molestó estudiar con monjas?
No, fue bonito, porque eran unas monjas gringas, medio
charritas y simpáticas y siempre sabíamos qué comían, porque si era Berry-Pie,
por ejemplo, tenían los labios morados. Nos enseñaron a rezar, a creer en el
infierno y nos remachaban ese sentimiento de culpa que las mujeres arrastramos
desde siempre. Yo creo que la culpabilidad es la mejor arma de tortura contra
nosotras desde que estamos niñas, porque vivimos entre “noes” y cuando nos
rebelamos y decidimos que sí queremos algo y que podemos lograrlo, nos
encontramos con que ya nos han roto y nos han barrido del alma muchísimos
papelitos de colores, haciéndonos creer que ninguno es para nosotras.
Veo que es feminista militante...
Sí, totalmente, y a medida que avanzan los años lo
soy más. México, donde somos el 52 % de la población, se caería en pedazos sin
las mujeres, que somos el elemento aglutinador. Los hombres, como usted bien lo
sabe, son de “pisa y corre” como los gallos. Hacen muchos hijos con una mujer
que luego los cría y los levanta en medio de grandes sacrificios, mientras el
hombre anda por ahí, conquistando a otras. Algo se ha conseguido, pero las
mujeres que logran llegar es porque siguen los cánones impuestos por los
hombres.
¿Es cierto que jamás entrevista a
alguien que no admira?
Yo tengo que conocer bien y admirar al personaje, mirarlo
en su vida cotidiana y adivinar sus gestos, sus sentimientos y sus presagios.
He entrevistado a algunos políticos a quienes odio cordialmente, pero obligada
cuando mis jefes me daban una orden y siempre maldiciendo mi mala suerte.
¿Cómo ve la relación entre
periodismo y poder?
La distancia con ‘El Príncipe’ es esencial porque
el contubernio entre periodismo y poder es perverso.
No debió ser fácil su iniciación
en el periodismo...
Es cierto, empecé en 1953 cuando a las mujeres nos
refundían en la sección de sociales para registrar bodas, cocteles y muertos,
una discriminación insultante. Y nos tocaba “bajar faldas”, o sea, alargar con
un plumoncito y tinta china las faldas de las señoras en las fotos, porque
seguramente la dirección tenía pánico de que se les vieran los calzones, o yo
qué sé. Risa.
¿Cómo logró dar el salto a sus
famosos reportajes?
Pues en México había una sigla: MMC, que quiere
decir “Mientras Me Case”. Significaba que las mujeres iban a trabajar solo para
pescar marido. Un prejuicio denigrante y antifeminista, de manera que había que
ganarse la permanencia con paciencia. Y aguantándote las ganas de pelear porque
no faltaba quien dijera que si una mujer tenía buen puesto es porque era “una
artista del colchón”.
Ha tenido grandes éxitos
literarios, pero no deja el periodismo...
Sí, he escrito novelas, cuentos, poesía, pero vivo
atrapada en el periodismo. Hoy un poco menos, pero cuando hay una catástrofe en
México, la gente me hace “manita de puerco” y yo me siento obligada y, ahí voy.
Su familia llegó, con la ola de
inmigrantes que huían de las guerras europeas, a un México que los acogió con
generosidad. Hubo cientos de artistas, intelectuales y científicos que luego
irradiaron su talento a las artes, la ciencia y la literatura mexicanas.
¿Conoció a algunos?
Cuando yo me inicié en el periodismo había mucha de
esta gente que usted menciona. Hice entrevistas con muchos españoles admirables
que huían de la Guerra Civil y también a muchos mejicanos de gran calado como
Clemente Orozco y Alfonso Reyes. O el pintor Diego Rivera, que tenía una panza
como yo no había visto otra.
¿Lo entrevistó?
Sí. Yo no sabía qué preguntarle y como vi que tenía
unos dientes chiquiticos le dije: “¿Sus dientes son de leche?”. Me contestó:
“Sí, son de leche y con ellos me como a las polacas preguntonas”. Yo era
bastante ingenua y siempre estaba metiendo la pata, de modo que volví a
preguntarle: “¿Y por qué son de leche?”. “Ah, porque mi mamá fue una cabra, que
me alimentó”, dijo. Puede parecer un poco charro, pero mis entrevistas
conquistaron un público al que le gustaba ver qué barbaridades iba a preguntar
esta ignorante que no sabía nada.
¿Cómo era Rivera?
Era muy feo y olía a chivo.
¿Con qué escritores famosos tuvo
amistad?
Con Octavio Paz y Carlos Fuentes, que eran más
jóvenes, pero también con unos viejos maravillosos y entrañables como Alfonso
Reyes y Luis Buñuel, que hacía unas películas rebuenísimas.
En su libro de memorias, ‘Mi
último suspiro’, Buñuel cuenta que preparaba unos Martinis “de película”...
Era cierto, pero como Luis era muy coda (avaro),
tenía la botella de ginebra encerrada en el refrigerador con un candadote.
¿Dónde surgió su gran amistad con
el escritor colombiano Álvaro Mutis?
En el Palacio de Lecumberri, la cárcel del D.F. Un
homosexual preso me escribió invitándome a ver una obra de teatro basada en la
historia horrible de un interno llamado El Cochambres. Yo pasaba frente a unos
barrotes y oí un grito desesperado: ¡Elena! ¡Elena! Era Álvaro Mutis vestido
con su traje de cárcel, flaco, flaquísimo, pero guapísimo. Iniciamos una gran
amistad y nos cruzamos muchas cartas entre 1958 y 1959 cuando lo liberaron. En
esa época era un hombre muy dolido, pero sin rencores.
¿Influyó ese encierro en su obra?
Esa es una experiencia que uno no le desea a nadie,
porque jamás se podrá reponer ni un minuto de vida perdida en el infierno. Pero
creo que esa experiencia en el fondo fue buena para él porque nutrió y
enriqueció mucho más su sensibilidad exquisita.
‘Hasta no verte Jesús mío’, ha
tenido decenas de ediciones y traducciones a otros idiomas. ¿Es un retrato y
una denuncia del México marginal?
Sí, algunos temas me caen, y yo digo: “¡Ay!, ¿el
cielo qué me mandó?”. Jesusita Palancares, la protagonista, estuvo en la
Revolución y es una de las mujeres más valientes que he conocido. Era
chiquitica, con una fuerza enorme, como una llamarada de fuego vivo. Le pedí
entrevista y me dijo una grosería tan enorme que no puedo repetirla aquí. Fui a
verla muy lejos y me puso toda clase de pruebas hasta que al fin accedió a
platicar conmigo. De allí surge esta historia.
¿Cómo escribió ‘La noche de
Tlatelolco’, sobre la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas,
en 1968?
Fui a las 6:00 de la mañana del otro día y me
impresionó mucho ver decenas de zapatos de mujeres y de niños tirados por todas
partes. Las puertas de los elevadores tenían perforaciones de ametralladoras y
todavía estaban allí los tanques de guerra. Había un clima de opresión y de
horror. Me impactó tanto, que quise reunir voces diversas que resultaron
indignadas, solidarias, quejumbrosas, airadas o indiferentes, en un testimonio
colectivo y fidedigno de los hechos. Las más valientes eran las madres de las
víctimas, que contaban sin miedo todo el horror, y decían: “Si ya perdimos
nuestros hijos, ¿qué más nos pueden quitar?”.
El terremoto que casi destruyó el
D.F. en 1985 también fue una experiencia terrible...
Tremenda. Escribí ‘Nada, nadie. Las voces del
temblor”. Cuando mi padre y mi madre me hablaban de la guerra en Europa, yo la
sentía muy lejana, pero cuando me tocó cubrir los estragos del terremoto viví
mi propia guerra frente a cientos de casos atroces. Los edificios estaban tan
mal construidos que no resistieron. Hubo hospitales con salas de maternidad
derrumbadas que aprisionaron a mujeres en el momento de dar a luz. Muchos niños
sobrevivieron porque estaban todavía en la negrura de la placenta y podían
alimentarse, pero también hubo madres desesperadas que ahorcaron a sus bebés y
se suicidaron. Asistir a todo eso fue muy duro, así como comprobar después que
la mayor parte de la destrucción se debió a la corrupción porque, para robarse
la plata, los constructores ‘ahorraron’ poniendo materiales de segunda.
¿En su caso, cómo ha manejado la
fama?
Yo soy una gente que está en su casa escriba que
escriba, a la que le gusta platicar con todo el mundo, pero que no tiene
problemas de éxito, para nada. Si acaso me reconocen en el supermercado, me
preguntan: “Oye Elenita, ¿qué papel del excusado compro: Pétalo o Kleenex?”.
Compra Pétalo que es más barato, digo. “¿No estará rasposo?”. No, yo lo he
comprobado. Y en eso va mi éxito.
(El País.com / 23-10-2018)
(El País.com / 23-10-2018)
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