En ciertas épocas se ha privilegiado a la
objetividad, por ejemplo, en las que la conciencia humana se dejó invadir por
el materialismo. En otras se ha preferido el extremo opuesto, la subjetividad que
se endilga a los idealismos y dogmatismos. En ambos casos se disputa nada menos
que la verdad, un concepto al que hoy
no se presta mayor atención desde que el terreno es batido por versiones muy
diferentes de los problemas, muchas de ellas opuestas pero con aspectos
mutuamente atendibles. Porque se ha visto que el mayor peligro de caer en el error
es encerrarse en un solo punto de vista, científico, filosófico o religioso, y
despreciar los demás.
¿Qué sabemos, en realidad, del mundo? ¿Es lo
que vemos y tocamos o sólo lo que pensamos? ¿Lo conocemos intuitivamente o por comprobación
a través de los sentidos del cuerpo? Algunos creen, como el Principito, que lo
esencial sólo es visible a los ojos del corazón; otros, como Pangloss, que lo esencial
está a la vista y que corresponde al mejor de los mundos posibles. Ya los
primeros filósofos griegos discutieron el problema; Heráclito creía que lo
esencial es el movimiento y el cambio a que se somete todo y cuyo flujo nos
engaña, mientras que para Parménides lo esencial es la quietud y el reposo, el
estado de todo aquello que es, y que es igual a lo que se ve. En ellos apoya su
teoría Platón, para quien la verdad está en la idea, y funda su filosofía
Aristóteles, que hace bajar la verdad de la idea a la realidad de la tierra y
de la vida.
Con la modernidad se impuso la creencia de que
existen dos realidades, la del cuerpo y la del alma, una que se palpa con la
mano y otra que se siente con el corazón, en el supuesto de que ambas forman
parte de la existencia sin que pueda faltar ninguna. Por lo demás, en todas las
épocas ha palpitado un poco del antiguo dualismo entre lo divino y lo terrenal.
En la Edad Media prevaleció la creencia que atribuye lo esencial a las verdades
eternas, bajo las figuras de Dios y las Escrituras; pero antes y después de esa
etapa histórica siempre aparecen quienes atribuyen lo esencial a las verdades
terrenas del hombre, de la ciencia y de sus recursos matemáticos, y aquellos
que, con tanta carga de fe como de experiencia, apuestan a que lo providencial
sea suscitado por la laboriosidad terrenal.
¿Qué papel le toca a la subjetividad en esta
historia? Existe una distinción que sobrevive a todas las épocas y vuela por
sobre todas las opiniones: hay una distancia
indiscutible entre la verdad y la apariencia. Prácticamente todas las
filosofías, las ciencias, la religión y hasta los mitos admiten que un velo
cubre lo que vemos, oculta lo que sentimos o falsea lo que razonamos. En esta
convicción radica el papel que ha tocado a las dos clases de pensamiento
objetivo y subjetivo; es decir, lo que se piensa con confirmación directa de los
sentidos, y lo que se piensa sin ese apoyo, remitiendo la verdad al solo argüir
e intuir de la mente. La verdad, pues, se confirma en la apariencia por medio
de los sentidos, o se niega, teniendo en este último caso que recurrir a la
suposición, a pensarse sólo con el apoyo de la intuición, de la razón y de la
imaginación. Los sentidos nos dan lo objetivo; la especulación (los reflejos
del espejo que es la mente) nos dan lo subjetivo. Lo objetivo confirma o
corrige la apariencia; lo subjetivo crea una imagen nueva que la sustituye.
Surge como la primera luz del día una primera evidencia,
clarísima, meridiana: todo es mental.
Lo objetivo y lo subjetivo son dimensiones, actividades, procesos, o como se los
quiera llamar, exclusivamente intelectuales. Los esfuerzos de la ciencia por
independizar la observación y los registros de sus aparatos de medición de toda
subjetividad humana, también son mentales. Porque la información no es recogida
por otro ser que no sea el hombre. La plataforma de la tecnología, la
computadora, el celular, el satélite, la energía electromagnética que la alimenta,
es una maravillosa ampliación, un asombroso perfeccionamiento y una enorme potenciación
de los sentidos corporales, musculares y neurológicos. Y es mental la obra de
los sentidos del cuerpo, el trabajo de elaboración y análisis, de clasificación
y creación. Aquello que registra un robot, las imágenes que toma un dron desde
la altura, el dato suministrado por un sensor, son tan mentales como los
pensamientos y las representaciones o imágenes que componen el conocimiento que
cada humano se forma del mundo. El desplazamiento hacia el rojo en el espectro
de una estrella, que nos indica que se aleja del observador, ¿acaso no es una
asociación entre la observación de un hecho (dato) y la interpretación mental
de lo observado (conocimiento)?
Asoma, así, una segunda evidencia, que hoy en
día resulta contundente, más de lo que podía resultar hace unas décadas atrás: que todo es subjetivo, pues todo es
mental y, por tanto, interno, personal, elaborado por la facultad de cada
persona, por una libertad interna que experimenta, elige y crea. ¿Acaso lo que
elabora la subjetividad no responde a la misma experiencia en la que se basa la
elaboración de la objetividad? Se basa en la experiencia vital, que es una sola,
y que para que se dé sólo es necesario que haya un contacto auténtico de la
conciencia con las cosas. La diferencia consiste, solamente, en que la
elaboración objetiva se apoya en los sentidos que confirman después los datos recibidos en un
momento dado, mientras que la elaboración de la subjetividad se apoya en los
sentidos toda vez que ellos han experimentado, en alguna circunstancia de vida,
una enseñanza que es incorporada como recurso confirmado antes de que lleguen los datos. Es así que la experiencia obra de
dos maneras diferentes: en forma directa y después, y de forma indirecta y
antes.
En las dos operaciones interviene la
confrontación de los datos con la experiencia. En la operación objetiva se
confrontan los datos que se poseen con
experiencias determinadas y concretas que afirman o niegan esos datos, es
decir, que los dan por verdaderos o falsos. En la operación subjetiva se
confronta la experiencia vivida, de
la que se ha seleccionado lo que obra
como verdadero (al menos para la conciencia personal), con nuevas circunstancias
que requieren resolución. De esta manera superamos la falsa división según la
cual existiría una esfera de realidad objetiva y otra de fantasía e ilusión.
Las dos están presentes en los dos caminos que puede seguir la mente y cuya
única diferencia es la señalada.
Siguiendo estos pasos puede concluirse que la
obra más importante de la subjetividad es la sociedad. Porque la experiencia
directa y posterior no podría ayudar a preparar, a concebir ni a llevar a cabo,
una actividad que se despliega espontáneamente y casi sin planes ni datos que
prevengan sus vicisitudes en desarrollo y expansión. Es algo que se consigue
por experiencia indirecta y anterior, aplicando ante lo desconocido aquello que
se haya podido rescatar de lo conocido. Porque, como ha señalado Jacques
Attali, más que del futuro se puede hablar de lo desconocido, en tanto que el
pasado es lo conocido. No hay tiempo pasado sino conocimiento, ni tiempo futuro
sino ignorancia. La sociedad se desarrolla tras el velo oculto de la
apariencia; la subjetividad se desarrolla ante el velo descorrido de la
experiencia selecta. Y, como toda obra humana, la sociedad se refleja sobre el
creador, permitiendo que se complete e integre en dimensiones superiores.
Octubre de 2018
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