HUGO GIOVANETTI VIOLA
Primera edición:
Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada:
Horacio Herrera.
DOS: EL AMOR DEL PURGATORIO
1 / LA PUDRICIÓN
Saúl y Lil se fueron por
tren a la RDA en una semana y nos despedimos definitivamente, porque yo preferí
sacrificar la chance de conocer el socialismo real y gastarme los últimos
traveler-checks mientras formaba un trío con el quinceañero carrasquense
Carlitos Arteaga y el percusionista cordobés Daniel Capuano.
Había empezado una novela
policial por puro desahogo en un caserón de campo del siglo XVII donde vivimos
unos días con los primos que tenía Saúl en Lyon, y ahora trataba de seguirla
sin el menor rigor de frase ni la menor consistencia estructural en los
boliches de un París pegajoso y cambalachesco.
Hasta que a la
flaubertiana Madame Salvage le cayó mal que ensayáramos alguna tarde en mi
chambre y una noche que volví muy borracho y rompí el piolín-placenta de la
veladora me expulsó del Grand Hotel Saint-Michel de por vida.
Entonces nos metimos con
Carlitos y el Cordobés, que vivían con sus respectivos hermano y madre pero
querían independizarse, en un apartamento de la rue Condé donde el famoso
escenógrafo Guy Boursault socorría al cascarriaje. Los indigentes y hasta alguna
diplomática snob filtrada dormíamos en el suelo de una gigantesco
bohardilla-pecera con la única condición de que no hubiera sexo, y la tarde que
nos acomodamos entre los olores a pata y haschich y cenizas de inciensos y vi
una foto del fusilamiento de los ocho camaradas uruguayos en un lugar que no
era el Paso Molino, sentí, sin equivocarme, que lo normal, en el quartier latín,
era la locura.
Después supe que
Boursault había sido el escenógrafo de Estado
de sitio y entendí por lo menos lo de las fotos tomadas en locaciones
chilenas, pero el hombre estaba realmente para internarse y apenas la marea del
amanecer escrachaba a los quince o veinte miserables que roncábamos como los
pescados que yo veía sacar en la Playa de Ingleses, Guy subía por la destartaladísima
escalera con un slip bermellón y trataba de violar a una bailarina española y
cuando ella le pegaba una patada se escapaba llorando, aunque una madrugada se
me abalanzó a mí y lo tuve que correr con un grito de los que usaba para
sacarme de arriba a los perros en Carrasco.
Entonces dieron el golpe
de Estado en el Uruguay y yo vichaba las noticias de la huelga general en
diarios prestados y los latinoamericanos del barrio me felicitaban y ahora ya
ni dormía y me quedaba pensando Quién soy
y una noche me pidieron que zitarroseara y se tomó mucho vino a la luz de
una vela que tuve que soplar puteando porque el Cordobés se montó a una cleptómana
violando todas las reglas de asilo aunque ni siquiera nos echaron.
Y en una semana
preparamos un repertorio pasable a tres voces y agarramos manga fija en unas
pizzerías de La Contrescarpe y Emilio Arteaga, el hermano de Carlitos que llegó
a acompañar a Paul Simon en dos giras mundiales con el charango, nos sugirió
que le alquiláramos unas piezas a una cuñada que vivía en Cannes y probáramos
allá. Viajamos por Provoya, el
auto-stop organizado donde se colaboraba con la nafta, y nos instalamos frente
a un cementerio simpático y con montañas en el horizonte en una banlieue de peur llena de francesitos vouyus y pied-noirs desaforados que nos dieron algún susto, pero la
repechábamos.
Cannes es un balneario
para momias y mientras aullábamos huaynos y cuecas en las terrasses de la Croisette chorreando
bajo los ponchos algunas viejas hasta se tapaban los oídos y eso ya lo tomabas
como una humillación pintoresca.
El problema fue que una
mañana me desperté con una aguja de hielo erecta y me empezó a chorrear una
gomosidad blenorrágica imposible de explicar, porque desde que me separé no
había tenido sexo. Un médico muy joven del barrio de Ranchito que me cobró nada
más que las cajas de antibióticos me sondeó casi creyéndome y sentenció que la
pudrición se podía agarrar en cualquier cuchitril, pero aquellas inyecciones me
traspasaron hasta el mismísimo madero.
Durante ese verano fuimos
amontonando francos sueltos en un rincón y decidimos gastárnoslos en un viaje a
Venecia. Me acuerdo que cuando tomamos el tren respiramos un poco aunque en el
diario se anunciaba que el ya acorraladísimo Allende acababa de sustituir a
Prats por otro militar incondicionalmente fiel: el pibe Pinochet. Y con los
años supe que el nuevo general había sido su ahijado en la masonería.
Llegamos a Venecia a la
otra mañana y nos gastamos todo comiendo en la plaza San Marcos y hasta
jeteando en góndola y volvimos esa misma noche, molidos y asombrados de la
polución que parecía esmerilar las ciudades italianas. Y en una foto que mandé
a casa posando frente al culito del león alado de la celebérrima columna
escribí: Mi expresión es sombría, ¿no?
Estaba pensando en mi alma.
2
/ EL STELLA
Creo que el hotel Stella
todavía existe: 41, rue Monsieur-le-Prince, entre Racine y Vaugirard. Allí nos
hospedamos en setiembre de 1973 al volver de Cannes, y a las pocas semanas
asesinaron a Allende y los Quilapayún,
que se salvaron de la masacre por estar cantando en la Fête de l`Humanité del PCF junto con Mercedes Sosa, Carlos Puebla,
el Cuarteto Cedrón y Daniel Viglietti, encabezaron llorando una inolvidable
manifestación por el Champ-de-Mars, y algo se le estaba muriendo al mundo
entero y hoy parece muy fácil definir lo que era: la fe en la redención
colectiva dirigida por cualquier poder político y no por la invencible conjunción ecuménica de las facciones de cada tesoro
íntimo, tarde lo que se tarde.
Al principio compartíamos
la única chambre del hotel que tenía un duchero propio con el Cordobés y
Carlitos y vivíamos en un desorden surrealista y yo me compré una máquina de
escribir dinosáurica en Le marché aux
puces y seguí peleando para enderezar la novela que venía de nalgas, y de
noche salíamos a conquistar los restaurantes de La Contrescarpe y aquellos
caserones medievales escorados como buques de cal entre las humaredas de las
callecitas superaban lo hermoso: anunciaban presencias
históricas, arquetípicas, fantasmales, eternas.
Tocábamos en una brasserie que quedaba en la planta baja
del edificio donde trabajó el Hemingway de las épocas humildemente heroicas,
por ejemplo. Pero además, como ya adelanté, en un hotel de nuestra misma calle
había vivido Rimbaud cuando salía a barrer la madrugada con su fuego azul y
pensaba que de verdad podía cambiar la
vida y repartir a Dios.
Y para colmo octubre
llegó a ponerse tan dorado que era un crimen quedarse adentro y yo tecleaba
nada más que de mañana y recién al oscurecer ensayábamos hits latinos con bongó
para agregarle al ya gastadísimo folklore andino porque la plata nos daba
apenas para la comida y la chambre. Pero ahora me sentía en la fiesta de Papá Hem.
Y un día bajé a revisar
el casillero del correo y encontré a un tipo recostado en el mostrador hablando
en español con el Bigote, el conserje del Stella. Tenía un acento más argentino
que uruguayo, y la estatura y la barba castaña eran idénticas a las mías. Y un
momento antes de tocarle un hombro para saludarlo me di cuenta que uno hablaba
en castellano y otro en francés sin entenderse un pito y cuando el petiso se
dio vuelta encontré el desprecio más opaco y obsceno y estercolado y denso por todo lo viviente que me manchó en la
vida.
¿Tas
en el hotel, loco?, seguí para delante sin achicarme en
absoluto, porque esto pasó hace treinta y cuatro años y todavía conservo una
zona de inocencia incurablemente miope. Y creo que fue allí que me contestó que
era de Trelew y que se iba al otro día. Nada más.
Esa noche se nos ocurrió
adaptar unas porteñadas rockeras que se vendían como ravioles en nuestras
playitas y al rato nos golpearon la puerta y Satanás metió una máscara ahora
bondadosamente sonriente y preguntó si se podía escuchar. Lo hicimos sentar
enseguida entre los pelotones de ropa y él se frotó las manos y se puso a fumar
con sincero deslumbramiento y al rato levantó un dedo igual que si pidiera
permiso y se borró.
Yo me quedé con ganas de
que volviera y él ya me conocía muy bien, porque al cuarto de hora apareció con
paté y baguettes y vino y nos contó que venía de España pero lo que le
interesaba era encerrarse a fumar maruja de la buen en Amsterdam y encamarse
nada más que con negras y Carlitos se emocionó y el petiso, que se llamaba
Ernesto, armó un bruto petardo de postre.
Claro que el Cordobés y
yo todavía cultivábamos un izquierdismo abstemio de las drogas jipoides, pero
terminamos todos entusiasmadísimos con el reventado de Trelew hijo de un
terrateniente que terminó por acompañarnos a pasar el plato y después nos llevó
a cenar a lo grande y al volver de la Contrescarpe y enterarse que yo ya me
consideraba un escritor profesional me invitó a seguirla en el Morvan con unos
calvados y yo pensé: Un amigo.
Me acuerdo que nos
tomamos la segunda tanda en una proa de la rue Dauphine y ahí confesó que él
también escribía desde chico pero que le faltaba largarse del todo y lo
encandilé enseguida con nombres esenciales para leer sin perder tiempo y a
Álvaro Castillo le hubiese alcanzado nada más que con vernos desde la esquina
para saber que ahora me había llegado el momento de exponerme a la verdadera
blenorragia y es fácil imaginárselo comentándole a Juan: Giovanetti allá no dura.
3
/ NOTRE DAME
Ernesto postergó el viaje
a Amsterdam y en noviembre nos mudamos los cuatro a la chambre 9, que daba al
patio interior y tenía dos piecitas. A nosotros nos propusieron tocar en
exclusiva con cena y canilla libre en Le
bateu ivre de la rue Descartes y una noche nos sentamos en lo alto del
piano de la minúscula cave para
empezar la segunda manga y vi el perfil de una quinceañera que se reía dando
vueltas alrededor de una mesa familiar y nos miramos un par de veces y después
que le hice una morisqueta se sentó a escucharnos rendidamente y yo supe que
ella era Ella y ella supo que yo era Él.
Y nunca más dejaríamos de
mirarnos desde nuestras espesuras de vitral como si Bénédicte Froissart fuera
Nuestra Señora y yo fuera su Hijo.
Al terminar la manga subí
la escalera de caracol sin volver a agregar ni un gesto pero apareció enseguida
a buscarme con la corona de pelo color miel muy greñuda y los pómulos muy rojos
porque estaba borrachita y me acorraló contra una banqueta y me agarraba la
pierna muy cerca de la ingle y enseguida que le dije que era escritor me
preguntó dónde vivía porque quería mostrarme un poema y la invité al estreno de
El evangelio criollo en
Saint-Germain-des-Prés, el jueves. Y el jueves llegó tempranísimo a la
sacristía con una capelina marrón y quedamos en vernos al otro día en el Stella
y mientras volvíamos Saint-Germain a Ernesto se le empenachó un tic de vampiro:
Así que mañana vas a comer carne fresca.
Bénédicte era hermana de
uno de los mozos de Le Bateau Ivre y
estaba en cuarto de liceo y vivía en Massy, a media hora de tren. Y el viernes
demoré una barbaridad en echar a los otros y barrer y tender las camas y cada
campanada de La Sorbonne se me hundía en el esqueleto y me hacía florecer
náuseas de inminencia de boda.
Y
recién en este momento termino de entender que vine al mundo para ayudar a demostrar
que toda la batalla por la imposición de la pureza es una espiral escrita hacia
el inevitable enganche con la irrebatible realidad de las anunciaciones más
perfectas. La resurrección de Jesús de Nazaret, por
ejemplo.
La nena entró a la
chambre 9 perdiendo la máscara de putita y me le senté al lado con cara de
sátiro y le pregunté si le gustaba hacer el amor y me dijo que Ouais pero dejé de bobear enseguida y
empecé a tomar mate en la cama de enfrente. Era demasiado linda para mí y me
llevaba un centímetro y además yo sentía, con mi desaforada hambre sexual de
divorciado, que la flacura de aquella infanta ni siquiera tenía huesos. La purísima pluma.
Y además supe que ellas estaban en peligro de perderse de veras: Bénédicte y mi alma. Y que aquel toque de unión sobrehumanamente erótica que hubo en el
restaurante destinaba a los dos actores del espejismo, una adolescente francesa
de quince años y un adulto uruguayo de veinticinco, a abrazarse y sostenerse contra cualquier clase de terremoto y construir
con la fe incomprendida y fanática y sacrificadísima de Miguel Ángel una
especie de Pietà urobórica capaz de
escenificar la posible salvación de cada uno de los habitantes de todas las
galaxias decididos a incrustarse en plena materia crística. Por algo tuve
que esperar tantos años para escribirlo recién esta mañana del 7 de noviembre
de 2007.
La cosa fue muy difícil,
pero nos salió bien. La nena empezó a venir cada tanto, y a mí se me
descontrolaba una especie de badajo metronomizado por las náuseas y el Cordobés
trató de soplármela una vez que actuó en Massy y ella se dejó ensuciar apenas una
mano y después que volvimos de Beirut seguimos esculpiendo la blancura inmortal
en la chambre 22 y los demás ya se daban cuenta de que había una unión muy alta y Satanás terminó por
sacar el tridente y todo. Pero vamos por partes.
Yo volví al Uruguay en
diciembre de 1974 y demoré doce años en novelar
esta historia de amor sacro. La titulé Creer
o reventar. Con la nena nos escribimos apenas unos meses y cuando me casé
por segunda vez ya no pude seguir, porque para Rosina, mi verdadera esposa, iba a ser imposible entender ese vínculo.
Volví a París tres veces, incluso, y no traté de buscar a Bénédicte Froissart.
Ya está todo vivido. Y además a esa mujer hoy cincuentona le tengo la misma fe
que a una catedral gótica. Pero en el noventa y pico soñé que me avisaban que ella iba a venir a casa y yo me ponía
nervioso por lo que podrían decir Rosina y mis hijos, hasta que de repente el rostro de la infanta apareció volando
desde la piesera de la cama, me besó la mitad derecha de la boca y se fue.
Y después yo me quedaba
en una cocina que tenía un ventanal lleno de un insondable, lechoso azul lunar,
pensando: ¿Cómo puede haber tanta gente
que siga creyendo que podríamos existir sin Dios?

























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