domingo

EL TALLER DE LA VIDA / confesiones (12)


HUGO GIOVANETTI VIOLA

Primera edición: Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada: Horacio Herrera.


DOS: EL AMOR DEL PURGATORIO

1 / LA PUDRICIÓN

Saúl y Lil se fueron por tren a la RDA en una semana y nos despedimos definitivamente, porque yo preferí sacrificar la chance de conocer el socialismo real y gastarme los últimos traveler-checks mientras formaba un trío con el quinceañero carrasquense Carlitos Arteaga y el percusionista cordobés Daniel Capuano.

Había empezado una novela policial por puro desahogo en un caserón de campo del siglo XVII donde vivimos unos días con los primos que tenía Saúl en Lyon, y ahora trataba de seguirla sin el menor rigor de frase ni la menor consistencia estructural en los boliches de un París pegajoso y cambalachesco.

Hasta que a la flaubertiana Madame Salvage le cayó mal que ensayáramos alguna tarde en mi chambre y una noche que volví muy borracho y rompí el piolín-placenta de la veladora me expulsó del Grand Hotel Saint-Michel de por vida.

Entonces nos metimos con Carlitos y el Cordobés, que vivían con sus respectivos hermano y madre pero querían independizarse, en un apartamento de la rue Condé donde el famoso escenógrafo Guy Boursault socorría al cascarriaje. Los indigentes y hasta alguna diplomática snob filtrada dormíamos en el suelo de una gigantesco bohardilla-pecera con la única condición de que no hubiera sexo, y la tarde que nos acomodamos entre los olores a pata y haschich y cenizas de inciensos y vi una foto del fusilamiento de los ocho camaradas uruguayos en un lugar que no era el Paso Molino, sentí, sin equivocarme, que lo normal, en el quartier latín, era la locura.

Después supe que Boursault había sido el escenógrafo de Estado de sitio y entendí por lo menos lo de las fotos tomadas en locaciones chilenas, pero el hombre estaba realmente para internarse y apenas la marea del amanecer escrachaba a los quince o veinte miserables que roncábamos como los pescados que yo veía sacar en la Playa de Ingleses, Guy subía por la destartaladísima escalera con un slip bermellón y trataba de violar a una bailarina española y cuando ella le pegaba una patada se escapaba llorando, aunque una madrugada se me abalanzó a mí y lo tuve que correr con un grito de los que usaba para sacarme de arriba a los perros en Carrasco.

Entonces dieron el golpe de Estado en el Uruguay y yo vichaba las noticias de la huelga general en diarios prestados y los latinoamericanos del barrio me felicitaban y ahora ya ni dormía y me quedaba pensando Quién soy y una noche me pidieron que zitarroseara y se tomó mucho vino a la luz de una vela que tuve que soplar puteando porque el Cordobés se montó a una cleptómana violando todas las reglas de asilo aunque ni siquiera nos echaron.

Y en una semana preparamos un repertorio pasable a tres voces y agarramos manga fija en unas pizzerías de La Contrescarpe y Emilio Arteaga, el hermano de Carlitos que llegó a acompañar a Paul Simon en dos giras mundiales con el charango, nos sugirió que le alquiláramos unas piezas a una cuñada que vivía en Cannes y probáramos allá. Viajamos por Provoya, el auto-stop organizado donde se colaboraba con la nafta, y nos instalamos frente a un cementerio simpático y con montañas en el horizonte en una banlieue de peur llena de francesitos vouyus y pied-noirs desaforados que nos dieron algún susto, pero la repechábamos.

Cannes es un balneario para momias y mientras aullábamos huaynos y cuecas en las terrasses de la Croisette chorreando bajo los ponchos algunas viejas hasta se tapaban los oídos y eso ya lo tomabas como una humillación pintoresca.

El problema fue que una mañana me desperté con una aguja de hielo erecta y me empezó a chorrear una gomosidad blenorrágica imposible de explicar, porque desde que me separé no había tenido sexo. Un médico muy joven del barrio de Ranchito que me cobró nada más que las cajas de antibióticos me sondeó casi creyéndome y sentenció que la pudrición se podía agarrar en cualquier cuchitril, pero aquellas inyecciones me traspasaron hasta el mismísimo madero.

Durante ese verano fuimos amontonando francos sueltos en un rincón y decidimos gastárnoslos en un viaje a Venecia. Me acuerdo que cuando tomamos el tren respiramos un poco aunque en el diario se anunciaba que el ya acorraladísimo Allende acababa de sustituir a Prats por otro militar incondicionalmente fiel: el pibe Pinochet. Y con los años supe que el nuevo general había sido su ahijado en la masonería.

Llegamos a Venecia a la otra mañana y nos gastamos todo comiendo en la plaza San Marcos y hasta jeteando en góndola y volvimos esa misma noche, molidos y asombrados de la polución que parecía esmerilar las ciudades italianas. Y en una foto que mandé a casa posando frente al culito del león alado de la celebérrima columna escribí: Mi expresión es sombría, ¿no? Estaba pensando en mi alma.


2 / EL STELLA

Creo que el hotel Stella todavía existe: 41, rue Monsieur-le-Prince, entre Racine y Vaugirard. Allí nos hospedamos en setiembre de 1973 al volver de Cannes, y a las pocas semanas asesinaron a Allende  y los Quilapayún, que se salvaron de la masacre por estar cantando en la Fête de l`Humanité del PCF junto con Mercedes Sosa, Carlos Puebla, el Cuarteto Cedrón y Daniel Viglietti, encabezaron llorando una inolvidable manifestación por el Champ-de-Mars, y algo se le estaba muriendo al mundo entero y hoy parece muy fácil definir lo que era: la fe en la redención colectiva dirigida por cualquier poder político y no por la invencible conjunción ecuménica de las facciones de cada tesoro íntimo, tarde lo que se tarde.

Al principio compartíamos la única chambre del hotel que tenía un duchero propio con el Cordobés y Carlitos y vivíamos en un desorden surrealista y yo me compré una máquina de escribir dinosáurica en Le marché aux puces y seguí peleando para enderezar la novela que venía de nalgas, y de noche salíamos a conquistar los restaurantes de La Contrescarpe y aquellos caserones medievales escorados como buques de cal entre las humaredas de las callecitas superaban lo hermoso: anunciaban presencias históricas, arquetípicas, fantasmales, eternas.

Tocábamos en una brasserie que quedaba en la planta baja del edificio donde trabajó el Hemingway de las épocas humildemente heroicas, por ejemplo. Pero además, como ya adelanté, en un hotel de nuestra misma calle había vivido Rimbaud cuando salía a barrer la madrugada con su fuego azul y pensaba que de verdad podía cambiar la vida y repartir a Dios.

Y para colmo octubre llegó a ponerse tan dorado que era un crimen quedarse adentro y yo tecleaba nada más que de mañana y recién al oscurecer ensayábamos hits latinos con bongó para agregarle al ya gastadísimo folklore andino porque la plata nos daba apenas para la comida y la chambre. Pero ahora me sentía en la fiesta de Papá Hem.

Y un día bajé a revisar el casillero del correo y encontré a un tipo recostado en el mostrador hablando en español con el Bigote, el conserje del Stella. Tenía un acento más argentino que uruguayo, y la estatura y la barba castaña eran idénticas a las mías. Y un momento antes de tocarle un hombro para saludarlo me di cuenta que uno hablaba en castellano y otro en francés sin entenderse un pito y cuando el petiso se dio vuelta encontré el desprecio más opaco y obsceno y estercolado y denso por todo lo viviente que me manchó en la vida.

¿Tas en el hotel, loco?, seguí para delante sin achicarme en absoluto, porque esto pasó hace treinta y cuatro años y todavía conservo una zona de inocencia incurablemente miope. Y creo que fue allí que me contestó que era de Trelew y que se iba al otro día. Nada más.

Esa noche se nos ocurrió adaptar unas porteñadas rockeras que se vendían como ravioles en nuestras playitas y al rato nos golpearon la puerta y Satanás metió una máscara ahora bondadosamente sonriente y preguntó si se podía escuchar. Lo hicimos sentar enseguida entre los pelotones de ropa y él se frotó las manos y se puso a fumar con sincero deslumbramiento y al rato levantó un dedo igual que si pidiera permiso y se borró.

Yo me quedé con ganas de que volviera y él ya me conocía muy bien, porque al cuarto de hora apareció con paté y baguettes y vino y nos contó que venía de España pero lo que le interesaba era encerrarse a fumar maruja de la buen en Amsterdam y encamarse nada más que con negras y Carlitos se emocionó y el petiso, que se llamaba Ernesto, armó un bruto petardo de postre.

Claro que el Cordobés y yo todavía cultivábamos un izquierdismo abstemio de las drogas jipoides, pero terminamos todos entusiasmadísimos con el reventado de Trelew hijo de un terrateniente que terminó por acompañarnos a pasar el plato y después nos llevó a cenar a lo grande y al volver de la Contrescarpe y enterarse que yo ya me consideraba un escritor profesional me invitó a seguirla en el Morvan con unos calvados y yo pensé: Un amigo.

Me acuerdo que nos tomamos la segunda tanda en una proa de la rue Dauphine y ahí confesó que él también escribía desde chico pero que le faltaba largarse del todo y lo encandilé enseguida con nombres esenciales para leer sin perder tiempo y a Álvaro Castillo le hubiese alcanzado nada más que con vernos desde la esquina para saber que ahora me había llegado el momento de exponerme a la verdadera blenorragia y es fácil imaginárselo comentándole a Juan: Giovanetti allá no dura.


3 / NOTRE DAME

Ernesto postergó el viaje a Amsterdam y en noviembre nos mudamos los cuatro a la chambre 9, que daba al patio interior y tenía dos piecitas. A nosotros nos propusieron tocar en exclusiva con cena y canilla libre en Le bateu ivre de la rue Descartes y una noche nos sentamos en lo alto del piano de la minúscula cave para empezar la segunda manga y vi el perfil de una quinceañera que se reía dando vueltas alrededor de una mesa familiar y nos miramos un par de veces y después que le hice una morisqueta se sentó a escucharnos rendidamente y yo supe que ella era Ella y ella supo que yo era Él.

Y nunca más dejaríamos de mirarnos desde nuestras espesuras de vitral como si Bénédicte Froissart fuera Nuestra Señora y yo fuera su Hijo.

Al terminar la manga subí la escalera de caracol sin volver a agregar ni un gesto pero apareció enseguida a buscarme con la corona de pelo color miel muy greñuda y los pómulos muy rojos porque estaba borrachita y me acorraló contra una banqueta y me agarraba la pierna muy cerca de la ingle y enseguida que le dije que era escritor me preguntó dónde vivía porque quería mostrarme un poema y la invité al estreno de El evangelio criollo en Saint-Germain-des-Prés, el jueves. Y el jueves llegó tempranísimo a la sacristía con una capelina marrón y quedamos en vernos al otro día en el Stella y mientras volvíamos Saint-Germain a Ernesto se le empenachó un tic de vampiro: Así que mañana vas a comer carne fresca.

Bénédicte era hermana de uno de los mozos de Le Bateau Ivre y estaba en cuarto de liceo y vivía en Massy, a media hora de tren. Y el viernes demoré una barbaridad en echar a los otros y barrer y tender las camas y cada campanada de La Sorbonne se me hundía en el esqueleto y me hacía florecer náuseas de inminencia de boda.

Y recién en este momento termino de entender que vine al mundo para ayudar a demostrar que toda la batalla por la imposición de la pureza es una espiral escrita hacia el inevitable enganche con la irrebatible realidad de las anunciaciones más perfectas. La resurrección de Jesús de Nazaret, por ejemplo.

La nena entró a la chambre 9 perdiendo la máscara de putita y me le senté al lado con cara de sátiro y le pregunté si le gustaba hacer el amor y me dijo que Ouais pero dejé de bobear enseguida y empecé a tomar mate en la cama de enfrente. Era demasiado linda para mí y me llevaba un centímetro y además yo sentía, con mi desaforada hambre sexual de divorciado, que la flacura de aquella infanta ni siquiera tenía huesos. La purísima pluma.

Y además supe que ellas estaban en peligro de perderse de veras: Bénédicte y mi alma. Y que aquel toque de unión sobrehumanamente erótica que hubo en el restaurante  destinaba a los dos actores del espejismo, una adolescente francesa de quince años y un adulto uruguayo de veinticinco, a abrazarse y sostenerse contra cualquier clase de terremoto y construir con la fe incomprendida y fanática y sacrificadísima de Miguel Ángel una especie de Pietà urobórica capaz de escenificar la posible salvación de cada uno de los habitantes de todas las galaxias decididos a incrustarse en plena materia crística. Por algo tuve que esperar tantos años para escribirlo recién esta mañana del 7 de noviembre de 2007.

La cosa fue muy difícil, pero nos salió bien. La nena empezó a venir cada tanto, y a mí se me descontrolaba una especie de badajo metronomizado por las náuseas y el Cordobés trató de soplármela una vez que actuó en Massy y ella se dejó ensuciar apenas una mano y después que volvimos de Beirut seguimos esculpiendo la blancura inmortal en la chambre 22 y los demás ya se daban cuenta de que había una unión muy alta y Satanás terminó por sacar el tridente y todo. Pero vamos por partes.

Yo volví al Uruguay en diciembre de 1974 y demoré doce años en novelar esta historia de amor sacro. La titulé Creer o reventar. Con la nena nos escribimos apenas unos meses y cuando me casé por segunda vez ya no pude seguir, porque para Rosina, mi verdadera esposa, iba a ser imposible entender ese vínculo. Volví a París tres veces, incluso, y no traté de buscar a Bénédicte Froissart. Ya está todo vivido. Y además a esa mujer hoy cincuentona le tengo la misma fe que a una catedral gótica. Pero en el noventa y pico soñé que me avisaban que ella iba a venir a casa y yo me ponía nervioso por lo que podrían decir Rosina y mis hijos, hasta que de repente el rostro de la infanta apareció volando desde la piesera de la cama, me besó la mitad derecha de la boca y se fue.

Y después yo me quedaba en una cocina que tenía un ventanal lleno de un insondable, lechoso azul lunar, pensando: ¿Cómo puede haber tanta gente que siga creyendo que podríamos existir sin Dios?

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+