HUGO GIOVANETTI VIOLA
Primera edición:
Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada:
Horacio Herrera.
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/ LA PIÑATA
Dije que ese primer
verano alcohólico del 72 empecé a escribir en serio, sin embargo, porque ya
sentía que odiaba tanto a El ángel como
a La rabia triste y aunque seguía
emperrado en construir mi ciudad mítica esteña, Villamar, a la que un critiquito
ovárico llego a llamar con grandes titulares Santa Yoknapacondo en un pasquín nocturno donde ya andaba metido el
actual rey-gángster de la prensa masónico-progresista, me apareció una
necesidad de soñar más a fondo el diseño
estructural antes de escribir.
Además ahora convivíamos,
todavía enamoradamente, con mi ex-esposa, y Yocasta no estaba, lo que me
adultizó y me hizo aterrizar enseguida en el socavón de los mineros
vallejianos, los constructores templarios
de la profundidad, y sentí que había llegado el momento de elegir para
siempre entre literatura y literatosis y que en eso no iba a
errarle. Aunque hubiera que trabajar con el caballo de San Jorge, entre las
llamaradas de la bestia.
Todavía no entendía que
después el caballo se tenía que transformar en San Jorge, lo que incluía la
peregrinación a la mismísima Notre Dame que cada uno tiene que salvar si quiere
si se quiere incrustar en los vitrales de la Más Dimensión, pero para eso había
treinta o cuarenta años más de tiempo. Y como soy un retardado crónico, ni
siquiera se me ocurrió que matar al
dragón era una misión muchísimo más complicada que escribir muy bien. Estoy collageando este
capítulo el Día de los Muertos de 2007. Y hace exactamente veintiocho años,
sentado en el jardín de mis actuales suegros, suspendí una lectura de Paradiso de Lezama Lima para contemplar
un sol postormentoso que se aterciopelaba contra los eucaliptos de la vereda y
supe que la gripe de pecho que tenía mi padre era cáncer y lo acepté. Es así,
Padre. Es la fe la que aprende y no nosotros. Y el envoltorio que le destinaste
a este planeta azul es tu fe en nosotros,
Y que no se diga más, Monsieur Céline and. Co.
Una noche mi ex-esposa
Peti, que tomaba muy poco alcohol, llegó del supermercado con una botella de
gin que compró por su cuenta, y mientras fritaba hígado con cebolla nos
preparamos unos destornilladores y al final ella no comió y empezó a contar que
una vez, cuando tenía siete años, fue al cine con el abuelo y volvieron
riéndose en el ómnibus y de repente corrió a tirarse en la cama y murmuraba
llorando boca arriba: No quiero cumplir
años. Quiero ser siempre yo.
Cuando recién nos
ennoviamos yo la acompañaba a La Teja a ponerle flores al abuelo materno, que
creo que fue, junto con un compañero de liceo que murió fulminantemente de
cáncer, una de las dos personas que Peti adoró
hasta que cumplió los veintiún años, por lo menos. Porque los cumplía al
otro día. Y yo esa anoche me quedé nada más que perdiendo la conciencia con gin
frente a aquella abismal cara de la
desgracia.
Y en abril Armonía Somers
nos invitó a pasar la Semana Santa en Pinamar y me llevé un cuento recién
empezado y el viernes me desperté temprano y salí a caminar por la playa y
sentía una especie de explosión resplandeciente en el estómago y supe que era
mi arte, y que si podía sacar para
afuera el cincuenta por ciento de aquello
ya iba a ser digno de seguir trabajando para siempre en el socavón
templario de Vallejo.
Me salió bien. La
historia se basaba en la oscurísima noche del gin y pretendía por lo menos peinar las desesperaciones de dos
muchachos que pueden haber sentido el duro
deseo de durar eluardiano pero eligieron extirpar el tesoro común.
Y cuando Onetti dictaminó
con la trompa muy humeante que por fin le llevaba literatura y no literatosis ya
no había ningún resoñado gol para gritar: yo había visto la pelota estrellada
en la red apenas terminé el cuento.
Nunca lo publiqué y no es
nada del otro mundo, pero le hizo sangrar belleza a la piñata. Integraba una
serie unitaria que fue mencionada en un concurso de Marcha. El único texto que se editó en la antología de los cinco
premiado fue La infanta y el borracho.
En el jurado estaban
Onetti, Mercedes Rein y Ruffinelli, que cuando escribió sobre los ganadores me
señaló nada más que las debilidades. Hasta que un día fui al semanario de los
famosos y me acordé del Negro Jefe trancando a Bigode y ladré: ¿No ves que el que pasás vergüenza sos vos?
Premiás a alguien y lo relajás.
Y en el prólogo de Narradores ’72 se tuvo que bajar del
caballo y poner que yo recogía y vivía el
desafío de tratar de recobrar el
ilusorio paraíso perdido de la infancia. Y era porque en el cuento
antologado había una niña. ¿Mi infancia un paraíso? No: el desafío era encontrar el
cielo del Hombre Nuevo, garrapata de la guerrilla.
32
/ MARLOWE
En 1971 Tarik Carson,
nuestro Lautréamont narrativo, me regaló La
ventana siniestra de Raymond Chandler y encontré el arquetipo del héroe más
importante de mi juventud: el detective Philip Marlowe.
Chandler ya era
considerado hacía tiempo, junto con Dashiell Hammett, James Cain y Georges
Simenon, un precursor de la transformación del pulp policial o negro en
gran literatura aunque Onetti, un adicto a cualquier folletín son asesinatos y
montaje de relojería, porfiaba que el sub-género seguía siendo un sub-género. Lo que pasa es que a ese Marlogüe le tomás
una simpatía tremenda, chistó una vez, como si hablara de Gardel: Lástima que ahora me jodieron recomendándome
a este coso, Ross Macdonald.
Fue recién en 1974, en
Saint-Tropez, que un galardonado pero adocenadísimo écrivain noir que caía al piano-bar Chez Guislaine, me prestó un libro sobre Chandler donde el creador
de Philip Marlowe, en ex-ejecutivo que empezó a publicar sus novelas después de
los cuarenta años, especificaba que mi detective-guía fue concebido como el mejor de los hombres posibles para
cualquier mundo posible.
Voilà.
Y
los marxistas lo podíamos admirar más que nadie, porque aquel solitario
empedernido era capaz de darle la vida a
un amigo y solidarizarse hasta las lágrimas con un pobre soplón envenenado
como una rata por no vender a una
muchacha, vivía en Los Ángeles y se cagaba olímpicamente en la justicia del
establishment. Claro que se lo podía considerar un poco quijotesco, pero no
tenía la posibilidad de soñar con las inminentes
revoluciones que transformarían Latinoamérica en cuestión de pocos años. Tomás
Moro era un poroto al lado nuestro.
Chandler reconocía,
además, que ni él ni Hammett hubiesen existido sin la musculatura de los
cuentos de Hemingway, pero el perfume de sus atmósferas humanas y sociales era
casi lírico, y a pesar de que le costaba horrores armar tramas sin demasiada
truculencia que los ladradores de siempre viven defenestrando, lograba la sofrosine aristotélica. Y su serenidad
era de mi planeta.
En 1989, en el congreso
finlandés de Lahti entrevisté al novelista norteamericano Robert Stone, que
parecía un tipo macanudo aunque todavía no sé cómo escribe, y me dijo que para
ellos leer a Chandler ahora era igual que
comer bombones.
Me dio pereza tratar de
entenderlo, pero ya que hablamos de posibles empalagamientos recomiendo que
nadie olvide nunca lo que le retruca Marlowe en Palyback, la última novela completa del poco prolífico y torturado
alcohólico Chandler, a una minita que le pregunta cómo un hombre puede ser tan
duro y tan dulce al mismo tiempo: Es que
si no hubiera sido duro no hubiera durado, y si no hubiera sido dulce no
hubiera merecido durar. Sírvame una caja de esos bombones, please.
Apenas me separé de mi
primera esposa las cosas se pusieron terribles porque un amigo del alma empezó a salir con ella aquel mismísimo sábado, y
después de un par de meses de juego muy sucio a mi padre se le puso terrosa la
fluvialidad y no pudo sonreír: ¿Para
dónde vas, Hugo? Un par de semanitas. ¿A Buenos Aires?
Sí. El mismo viernes que
supe que me habían premiado en Marcha nos
fuimos con mi hermano vía Colonia y Sergio, que siempre fue un hermano de
hueso, se quedó hasta el domingo a mediodía y después que lo despedí en el
puerto pensé: Ahora me tiro a llorar un rato
en la pensión.
Y no lloré un carajo.
Como el teléfono de Chaparro no contestaba localicé a Ricardo Nolé, un músico
que había vivido en Punta Gorda y nos fuimos caminando hasta Martínez y esa
noche ya me contacté con el poeta riverense y a la semana cayeron los Pierri
porque Álvaro concursaba en Morón y a veces también me invitaban los Pachos a
cenar y al llegar borracho a la pensión me fumaba el último Simplex pensando: Hay que durar, viejo Marlowe.
Y la noche que volví en
el tren después de no haber podido escuchar a Álvaro por un malentendido de
horarios, supe que ahora iba a viajar solo a Europa y sentí que todo aquel Gran
Buenos Aires titilaba empujándome.
Al otro día, además, tuve
el honor de que Charito Pierri, una médica porteña que te encandilaba con un
azabache estrellado congénitamente en Pan de Azúcar, se apiadara de un marido
amurado y me invitara a comer tallarines en Pipo y a ver Pequeños asesinatos, aquella maravilla durísima y dulcísima donde a
Elliot Gould se le moría la mujer en los brazos y aquello parecía La pietà de Miguel Ángel pero al revés.
Y a las dos semanas,
cuando fui al apartamento de Gonzalo Ramírez Dolly me sondeó en la puerta y
gritó: Mirá, Juan, estos nenes ya no
sufren como se sufría antes.
33
/ EL VIAJE
En el verano del 73 Saúl
Ibargoyen heredó una plata y decidieron invertirla en un recorrido de dos o
tres meses por Europa con Lil Bidart, su recientísima esposa. Y, aunque haya
gente que no pueda creerlo, me invitaron a hacer el primer tramo de mi resoñado
viaje con ellos. Los hermanos son así.
A mi padre, que terminó
por ordenarme eufemísticamente que me
fuera de una vez, le alcanzó para pagarme un pasaje de ida y no fue ningún
error largarme en esas condiciones. No hay adultez sin cruz.
Parecerá mentira, pero
recién cuando nos bajamos del Cristóforo
Colombo en Lisboa me di cuenta que era imposible seguir adelante con las
dos valijas-ataúdes que me obligó a llevar mi madre, y le despaché una
enseguida por tren al poeta Félix Grande, amigo de Onetti y de mi colega Álvaro
Castillo, el hijo mayor de Guido Castillo, que también estaba en Madrid.
Saúl y Lil son dos
grandes peregrinos, y además no incumplíamos con la acertadísima recomendación
de Hemingway en París era una fiesta:
nunca viajes con nadie a quien no ames.
Era una primavera
espectacular, y nos hospedamos como alberguistas en Catalazete, a orillas del
Tajo. Los hombres y las mujeres dormíamos por separado, y yo me fumaba el
último Republicana Filtro soñando con
mi futuro nuevo amor. Y creo que fue al otro día que al visitar la catedral de
Sé, un fuerte de Dios románico de los que se burla el Nobel Saramago,
encontramos una tumba medieval con una muchacha esculpida encima y sentí que el
polvo quevediano que reverberaba en el atardecer me prometía encontrarme muy
pronto con mi ella inmortal.
En España recorrimos
primero Sevilla, Córdoba y Granada, y en La Alhambra me saqué una foto como
Federico al lado del estanque, lo que inconscientemente significaba: ¡Qué bien sé yo la fonte que mana y corre /
aunque es de noche! Todavía no conocía bien a San Juan de la Cruz ni me
sentía religioso en un sentido conceptual, pero mi corazón ya había aceptado
respetar su entretela.
En Madrid sacrifiqué mi
excursión a Toledo por quedarme a tomar cognac y charlar sobre Onetti con
Álvaro Castillo, pero ese día di un gigantesco paso artístico que compensó la
burrada. Porque cuando pasamos a ver a Félix Grande, a quien nunca leí, él
acababa de terminar Narradores ’72,
donde Álvaro también estaba incluido, y me comentó con un asombro raro: Vaya que tu cuento tiene una ternura áspera.
¿Pero por qué escribes en verso? Touché. Era la primera persona que se
había dado cuenta en años que toda mi
prosa estaba redactada con octosílabos, endecasílabos y alejandrinos
disimulados. Es que me sale así, contesté:
No puedo no hacerlo así.
Y el poeta y guitarrista
vicioso del flamenco sonrió: Pues es
posible que eso esté escondiendo una gran necesidad de escribir poesía. Y
en unos meses supe en París que tenía toda la razón del mundo y además de poemas empecé a escribir prosa en prosa. Pero mira por dónde te
desfazen los entuertos, chaval. Antes de subir un par de semanas a Francia hice
contactos para tratar de ganarme la vida con la guitarra en Madrid y le dejé los
ataúdes con mango a un amigo español de Saúl y me llevé la mitad de las cosas
en una valija potable que me prestó Álvaro Castillo y nunca llegué a
devolverle. Tampoco lo vi más, aunque leí sus tres primeros libros editados en
España: una novela larga prologada por Onetti, una nouvelle y una colección de
cuentos. Y el único comentario que quiero hacer sobre este narrador es que
teniendo los dos veinticinco años y siendo ya aparentemente muy amigos, cuando
nos tomábamos los últimos cognacs me acarició cancheramente un hombro y
murmuró: Mirá que vos también te vas a
pudrir, Huguito. Como todos.
Es era la clase de pose onettiana que sobreactuaba alguna
gente que frecuentó el templo de Gonzalo Ramírez y menefrego, Tata Brausen. Vos
no ponías a prueba pero siempre adoraste
la pureza.
En París nos quedamos en
el uruguayísimo hotel Saint-Michel. Llegamos de noche y enseguida bajamos hasta
el Sena entre la devoradora magia de los plátanos del Boul Mich y al vichar el
cirquete de reventados y tragafuegos que mangueaban en la rue de la Huchette pensé:
Me quedo aquí. Yo me quedo a vivir aquí. Y
en la esquina del quai el flaco me
tapó los ojos y me ordenó con una clarividencia que jamás terminaré de
agradecerle: Ahora mirá a tu derecha.
Y allí estaba el remoto
aterciopelamiento de Notre Dame incrustado en el envoltorio hecho para
nosotros. Hecho para las alas de aquel ciervito blanco que tenía que escaparse
por el gran ventanal que quedó siempre abierto.
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