domingo

EL TALLER DE LA VIDA / confesiones (11)


HUGO GIOVANETTI VIOLA

Primera edición: Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada: Horacio Herrera.

31 / LA PIÑATA

Dije que ese primer verano alcohólico del 72 empecé a escribir en serio, sin embargo, porque ya sentía que odiaba tanto a El ángel como a La rabia triste y aunque seguía emperrado en construir mi ciudad mítica esteña, Villamar, a la que un critiquito ovárico llego a llamar con grandes titulares Santa Yoknapacondo en un pasquín nocturno donde ya andaba metido el actual rey-gángster de la prensa masónico-progresista, me apareció una necesidad de soñar más a fondo el diseño estructural antes de escribir.

Además ahora convivíamos, todavía enamoradamente, con mi ex-esposa, y Yocasta no estaba, lo que me adultizó y me hizo aterrizar enseguida en el socavón de los mineros vallejianos, los constructores templarios de la profundidad, y sentí que había llegado el momento de elegir para siempre entre literatura y literatosis y que en eso no iba a errarle. Aunque hubiera que trabajar con el caballo de San Jorge, entre las llamaradas de la bestia.

Todavía no entendía que después el caballo se tenía que transformar en San Jorge, lo que incluía la peregrinación a la mismísima Notre Dame que cada uno tiene que salvar si quiere si se quiere incrustar en los vitrales de la Más Dimensión, pero para eso había treinta o cuarenta años más de tiempo. Y como soy un retardado crónico, ni siquiera se me ocurrió que matar al dragón era una misión muchísimo más complicada que escribir muy bien. Estoy collageando este capítulo el Día de los Muertos de 2007. Y hace exactamente veintiocho años, sentado en el jardín de mis actuales suegros, suspendí una lectura de Paradiso de Lezama Lima para contemplar un sol postormentoso que se aterciopelaba contra los eucaliptos de la vereda y supe que la gripe de pecho que tenía mi padre era cáncer y lo acepté. Es así, Padre. Es la fe la que aprende y no nosotros. Y el envoltorio que le destinaste a este planeta azul es tu fe en nosotros, Y que no se diga más, Monsieur Céline and. Co.

Una noche mi ex-esposa Peti, que tomaba muy poco alcohol, llegó del supermercado con una botella de gin que compró por su cuenta, y mientras fritaba hígado con cebolla nos preparamos unos destornilladores y al final ella no comió y empezó a contar que una vez, cuando tenía siete años, fue al cine con el abuelo y volvieron riéndose en el ómnibus y de repente corrió a tirarse en la cama y murmuraba llorando boca arriba: No quiero cumplir años. Quiero ser siempre yo.

Cuando recién nos ennoviamos yo la acompañaba a La Teja a ponerle flores al abuelo materno, que creo que fue, junto con un compañero de liceo que murió fulminantemente de cáncer, una de las dos personas que Peti adoró hasta que cumplió los veintiún años, por lo menos. Porque los cumplía al otro día. Y yo esa anoche me quedé nada más que perdiendo la conciencia con gin frente a aquella abismal cara de la desgracia.

Y en abril Armonía Somers nos invitó a pasar la Semana Santa en Pinamar y me llevé un cuento recién empezado y el viernes me desperté temprano y salí a caminar por la playa y sentía una especie de explosión resplandeciente en el estómago y supe que era mi arte, y que si podía sacar para afuera el cincuenta por ciento de aquello ya iba a ser digno de seguir trabajando para siempre en el socavón templario de Vallejo.

Me salió bien. La historia se basaba en la oscurísima noche del gin y pretendía por lo menos peinar las desesperaciones de dos muchachos que pueden haber sentido el duro deseo de durar eluardiano pero eligieron extirpar el tesoro común.

Y cuando Onetti dictaminó con la trompa muy humeante que por fin le llevaba literatura y no literatosis ya no había ningún resoñado gol para gritar: yo había visto la pelota estrellada en la red apenas terminé el cuento.

Nunca lo publiqué y no es nada del otro mundo, pero le hizo sangrar belleza a la piñata. Integraba una serie unitaria que fue mencionada en un concurso de Marcha. El único texto que se editó en la antología de los cinco premiado fue La infanta y el borracho.

En el jurado estaban Onetti, Mercedes Rein y Ruffinelli, que cuando escribió sobre los ganadores me señaló nada más que las debilidades. Hasta que un día fui al semanario de los famosos y me acordé del Negro Jefe trancando a Bigode y ladré: ¿No ves que el que pasás vergüenza sos vos? Premiás a alguien y lo relajás.

Y en el prólogo de Narradores ’72 se tuvo que bajar del caballo y poner que yo recogía y vivía el desafío de tratar de recobrar el ilusorio paraíso perdido de la infancia. Y era porque en el cuento antologado había una niña. ¿Mi infancia un paraíso? No: el desafío era encontrar el cielo del Hombre Nuevo, garrapata de la guerrilla.


32 / MARLOWE

En 1971 Tarik Carson, nuestro Lautréamont narrativo, me regaló La ventana siniestra de Raymond Chandler y encontré el arquetipo del héroe más importante de mi juventud: el detective Philip Marlowe.

Chandler ya era considerado hacía tiempo, junto con Dashiell Hammett, James Cain y Georges Simenon, un precursor de la transformación del pulp policial o negro en gran literatura aunque Onetti, un adicto a cualquier folletín son asesinatos y montaje de relojería, porfiaba que el sub-género seguía siendo un sub-género. Lo que pasa es que a ese Marlogüe le tomás una simpatía tremenda, chistó una vez, como si hablara de Gardel: Lástima que ahora me jodieron recomendándome a este coso, Ross Macdonald.

Fue recién en 1974, en Saint-Tropez, que un galardonado pero adocenadísimo écrivain noir que caía al piano-bar Chez Guislaine, me prestó un libro sobre Chandler donde el creador de Philip Marlowe, en ex-ejecutivo que empezó a publicar sus novelas después de los cuarenta años, especificaba que mi detective-guía fue concebido como el mejor de los hombres posibles para cualquier mundo posible.

Voilà. Y los marxistas lo podíamos admirar más que nadie, porque aquel solitario empedernido era capaz de darle la vida a un amigo y solidarizarse hasta las lágrimas con un pobre soplón envenenado como una rata por no vender a una muchacha, vivía en Los Ángeles y se cagaba olímpicamente en la justicia del establishment. Claro que se lo podía considerar un poco quijotesco, pero no tenía la posibilidad de soñar con las inminentes revoluciones que transformarían Latinoamérica en cuestión de pocos años. Tomás Moro era un poroto al lado nuestro.

Chandler reconocía, además, que ni él ni Hammett hubiesen existido sin la musculatura de los cuentos de Hemingway, pero el perfume de sus atmósferas humanas y sociales era casi lírico, y a pesar de que le costaba horrores armar tramas sin demasiada truculencia que los ladradores de siempre viven defenestrando, lograba la sofrosine aristotélica. Y su serenidad era de mi planeta.

En 1989, en el congreso finlandés de Lahti entrevisté al novelista norteamericano Robert Stone, que parecía un tipo macanudo aunque todavía no sé cómo escribe, y me dijo que para ellos leer a Chandler ahora era igual que comer bombones.

Me dio pereza tratar de entenderlo, pero ya que hablamos de posibles empalagamientos recomiendo que nadie olvide nunca lo que le retruca Marlowe en Palyback, la última novela completa del poco prolífico y torturado alcohólico Chandler, a una minita que le pregunta cómo un hombre puede ser tan duro y tan dulce al mismo tiempo: Es que si no hubiera sido duro no hubiera durado, y si no hubiera sido dulce no hubiera merecido durar. Sírvame una caja de esos bombones, please.

Apenas me separé de mi primera esposa las cosas se pusieron terribles porque un amigo del alma empezó a salir con ella aquel mismísimo sábado, y después de un par de meses de juego muy sucio a mi padre se le puso terrosa la fluvialidad y no pudo sonreír: ¿Para dónde vas, Hugo? Un par de semanitas. ¿A Buenos Aires?

Sí. El mismo viernes que supe que me habían premiado en Marcha nos fuimos con mi hermano vía Colonia y Sergio, que siempre fue un hermano de hueso, se quedó hasta el domingo a mediodía y después que lo despedí en el puerto pensé: Ahora me tiro a llorar un rato en la pensión.

Y no lloré un carajo. Como el teléfono de Chaparro no contestaba localicé a Ricardo Nolé, un músico que había vivido en Punta Gorda y nos fuimos caminando hasta Martínez y esa noche ya me contacté con el poeta riverense y a la semana cayeron los Pierri porque Álvaro concursaba en Morón y a veces también me invitaban los Pachos a cenar y al llegar borracho a la pensión me fumaba el último Simplex pensando: Hay que durar, viejo Marlowe.

Y la noche que volví en el tren después de no haber podido escuchar a Álvaro por un malentendido de horarios, supe que ahora iba a viajar solo a Europa y sentí que todo aquel Gran Buenos Aires titilaba empujándome.

Al otro día, además, tuve el honor de que Charito Pierri, una médica porteña que te encandilaba con un azabache estrellado congénitamente en Pan de Azúcar, se apiadara de un marido amurado y me invitara a comer tallarines en Pipo y a ver Pequeños asesinatos, aquella maravilla durísima y dulcísima donde a Elliot Gould se le moría la mujer en los brazos y aquello parecía La pietà de Miguel Ángel pero al revés.

Y a las dos semanas, cuando fui al apartamento de Gonzalo Ramírez Dolly me sondeó en la puerta y gritó: Mirá, Juan, estos nenes ya no sufren como se sufría antes.


33 / EL VIAJE

En el verano del 73 Saúl Ibargoyen heredó una plata y decidieron invertirla en un recorrido de dos o tres meses por Europa con Lil Bidart, su recientísima esposa. Y, aunque haya gente que no pueda creerlo, me invitaron a hacer el primer tramo de mi resoñado viaje con ellos. Los hermanos son así.

A mi padre, que terminó por ordenarme eufemísticamente que me fuera de una vez, le alcanzó para pagarme un pasaje de ida y no fue ningún error largarme en esas condiciones. No hay adultez sin cruz.

Parecerá mentira, pero recién cuando nos bajamos del Cristóforo Colombo en Lisboa me di cuenta que era imposible seguir adelante con las dos valijas-ataúdes que me obligó a llevar mi madre, y le despaché una enseguida por tren al poeta Félix Grande, amigo de Onetti y de mi colega Álvaro Castillo, el hijo mayor de Guido Castillo, que también estaba en Madrid.

Saúl y Lil son dos grandes peregrinos, y además no incumplíamos con la acertadísima recomendación de Hemingway en París era una fiesta: nunca viajes con nadie a quien no ames.

Era una primavera espectacular, y nos hospedamos como alberguistas en Catalazete, a orillas del Tajo. Los hombres y las mujeres dormíamos por separado, y yo me fumaba el último Republicana Filtro soñando con mi futuro nuevo amor. Y creo que fue al otro día que al visitar la catedral de Sé, un fuerte de Dios románico de los que se burla el Nobel Saramago, encontramos una tumba medieval con una muchacha esculpida encima y sentí que el polvo quevediano que reverberaba en el atardecer me prometía encontrarme muy pronto con mi ella inmortal.

En España recorrimos primero Sevilla, Córdoba y Granada, y en La Alhambra me saqué una foto como Federico al lado del estanque, lo que inconscientemente significaba: ¡Qué bien sé yo la fonte que mana y corre / aunque es de noche! Todavía no conocía bien a San Juan de la Cruz ni me sentía religioso en un sentido conceptual, pero mi corazón ya había aceptado respetar su entretela.

En Madrid sacrifiqué mi excursión a Toledo por quedarme a tomar cognac y charlar sobre Onetti con Álvaro Castillo, pero ese día di un gigantesco paso artístico que compensó la burrada. Porque cuando pasamos a ver a Félix Grande, a quien nunca leí, él acababa de terminar Narradores ’72, donde Álvaro también estaba incluido, y me comentó con un asombro raro: Vaya que tu cuento tiene una ternura áspera. ¿Pero por qué escribes en verso? Touché. Era la primera persona que se había dado cuenta en años que toda mi prosa estaba redactada con octosílabos, endecasílabos y alejandrinos disimulados. Es que me sale así, contesté: No puedo no hacerlo así.

Y el poeta y guitarrista vicioso del flamenco sonrió: Pues es posible que eso esté escondiendo una gran necesidad de escribir poesía. Y en unos meses supe en París que tenía toda la razón del mundo y además de poemas empecé a escribir prosa en prosa. Pero mira por dónde te desfazen los entuertos, chaval. Antes de subir un par de semanas a Francia hice contactos para tratar de ganarme la vida con la guitarra en Madrid y le dejé los ataúdes con mango a un amigo español de Saúl y me llevé la mitad de las cosas en una valija potable que me prestó Álvaro Castillo y nunca llegué a devolverle. Tampoco lo vi más, aunque leí sus tres primeros libros editados en España: una novela larga prologada por Onetti, una nouvelle y una colección de cuentos. Y el único comentario que quiero hacer sobre este narrador es que teniendo los dos veinticinco años y siendo ya aparentemente muy amigos, cuando nos tomábamos los últimos cognacs me acarició cancheramente un hombro y murmuró: Mirá que vos también te vas a pudrir, Huguito. Como todos.

Es era la clase de pose onettiana que sobreactuaba alguna gente que frecuentó el templo de Gonzalo Ramírez y menefrego, Tata Brausen. Vos no ponías a prueba pero siempre adoraste la pureza.

En París nos quedamos en el uruguayísimo hotel Saint-Michel. Llegamos de noche y enseguida bajamos hasta el Sena entre la devoradora magia de los plátanos del Boul Mich y al vichar el cirquete de reventados y tragafuegos que mangueaban en la rue de la Huchette pensé: Me quedo aquí. Yo me quedo a vivir aquí. Y en la esquina del quai el flaco me tapó los ojos y me ordenó con una clarividencia que jamás terminaré de agradecerle: Ahora mirá a tu derecha.

Y allí estaba el remoto aterciopelamiento de Notre Dame incrustado en el envoltorio hecho para nosotros. Hecho para las alas de aquel ciervito blanco que tenía que escaparse por el gran ventanal que quedó siempre abierto.

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