La creación de los
cuentos
¿Cómo nacieron los
cuentos? (3) Ah, los cuentos vinieron al mundo porque Dios se sentía solo.
¿Que Dios se
sentía solo? Pues sí, veréis, el vacío en el principio de los tiempos era muy oscuro.
Él vacío era
oscuro porque estaba tan abarrotado de cuentos que ni siquiera uno solo de ellos sobresalía
entre los demás.
Los cuentos, por
lo tanto, no tenían forma, y el rostro de Dios se desplazaba sobre el abismo, buscando y
buscando... un cuento. Y la soledad de Dios era muy grande.
Al final, surgió
una gran idea, y Dios murmuró: «Hágase la luz.»
Y se hizo una luz
tan grande que Dios pudo entonces adentrarse en el vacío y separar los cuentos
oscuros de los cuentos de la luz. Como consecuencia de ello, nacieron los
claros cuentos del
amanecer y también los hermosos cuentos del atardecer. Y Dios vio que eso era bueno.
Ahora Dios estaba
ya más animado y, a continuación, separó los cuentos celestiales de los cuentos
terrenales, y éstos de los cuentos sobre el agua. Después Dios se complació en crear
los árboles pequeños y los grandes y las semillas y plantas de brillantes
colores, para que también pudiera haber cuentos acerca de los árboles y las semillas
y las plantas.
Dios se rio con
satisfacción y su risa hizo que las estrellas y el cielo se colocaran en su sitio.
Dios puso en el cielo la luz dorada, el sol, para que gobernara el día, y la
luz plateada, la luna, para que gobernara la noche. Y Dios creó todo eso para
que hubiera cuentos de las estrellas y la luna, cuentos acerca del sol y
cuentos sobre todos los misterios de la noche.
Tan satisfecho
estaba Dios de lo que había hecho que se dedicó a crear los pájaros, los monstruos
marinos y todas las criaturas vivientes que se mueven, todos los peces y las
plantas que hay bajo el mar, y todas las criaturas aladas, todo el ganado y las
cosas que se arrastran, y todas las bestias de la tierra según su especie. Y de
todo ello surgieron cuentos sobre los mensajeros alados de Dios, y cuentos de
fantasmas y monstruos, y cuentos de ballenas y peces, y otras historias sobre
la vida antes de que la vida supiera de sí misma, sobre todo lo que ahora tiene
vida y todo lo que algún día cobrará vida.
Y, sin embargo, a
pesar de todas estas prodigiosas criaturas y todos estos soberbios cuentos y de
todos los placeres de la creación, Dios seguía sintiéndose solo.
Entonces Dios se
echó a andar y a pensar, a pensar y a andar y, ¡por fin!, a nuestro gran Creador
se le ocurrió la idea. «Ya está. Hagamos a los seres humanos a nuestra imagen y semejanza. Dejemos
que cuiden de todas las criaturas de los mares y del aire y de la tierra, y que
éstas cuiden a su vez de ellos.»
Así pues, Dios
creó a los seres humanos a partir del polvo de la tierra y les insufló el aliento
de la vida, y los seres humanos se convirtieron en almas vivientes: Dios los
creó hombre y mujer. Y, en cuanto los hubo creado, cobraron vida de repente
todos los cuentos relativos a la
existencia humana, millones y millones de cuentos. Y Dios los bendijo a todos y
los puso en un jardín llamado Edén.
Ahora Dios paseaba
por los cielos todo sonrisas, porque ya no estaba solo.
No eran cuentos lo
que faltaba en la creación, sino más bien, y muy especialmente, los seres
humanos emotivos que pudieran contarlos.
Y no cabe duda de
que, entre los seres humanos más emotivos jamás creados, en particular aquellos
a los que les encantan los cuentos, el trabajo duro y el simple hecho de vivir,
figuraban los insensatos bailarines, los prudentes y viejos charlatanes, los
sabios cascarrabias y los «casi santos» que eran los ancianos de nuestra
familia.
Entre ellos se
encontraba mi tío, el cual, siempre que yo contaba «La creación de los cuentos»,
solía gritar: «Escuchad, amigos míos, lo que acaba de decir esta niña. ¿Acaso
no creemos en un Dios que ama los cuentos? ¡Por eso precisamente, si no fuera
por nosotros, Dios se sentiría solo! No debemos defraudar a Dios... Así pues,
¡ahora hay que contar un cuento, otro cuento!» Y nosotros seguíamos trabajando
y contándonos cuentos; a veces a lo largo de todo el día y hasta bien entrada
la noche.
El que pedía otro
cuento como quien pide otra jarra de cerveza negra era mi tío, a quien yo
llamaba Zovár,(4) pues siempre que conseguía reunir unas monedas se compraba un
enorme cigarro liado de cualquier manera. Experimentaba un inmenso placer
tratando de apurarlo al máximo
antes de que se le apagara por enésima vez.
Mi tío formaba
parte de mi familia adoptiva. Era un viejo granjero que un anochecer, en Hungría, durante
la Segunda Guerra Mundial,había sido sacado a rastras de su pequeña alquería y,
de algún modo, había logrado conservar la vida -«gracias a una fuerza divina
que nadie comprende», según confesaba él mismo-, tras haber sido conducido a un
campo de trabajos forzados situado en la frontera con Rusia, donde lo mataban
de hambre y le hacían trabajar hasta la extenuación. Recuerdo que cuando yo era
una adolescente, cada vez que alguien decía -como solía oírse en la radio y a
los desconocidos con lo que se cruzaba en la calle- «la Alemania nazi hizo tal
cosa, los alemanes hicieron tal otra», mi tío siempre respondía:
«Estáis equivocados.
Los nazis y sus colaboradores no eran de Alemania. Gyáva népnek nincs hazája.
Los cobardes no son de ningún país. Aquellos demonios procedían del
infierno.»
Después de mucho
tiempo, la virulencia de la guerra en Europa amainó.' Mi padre adoptivo, con la
ayuda de la Cruz Roja y los miembros de la resistencia, buscó en los campos de
refugiados y localizó finalmente a nuestro tío y, más tarde, a varios otros
parientes ancianos.
Mi padre adoptivo
contribuyó a que todos ellos fueran puestos en libertad de los campos en los
que se encontraban retenidos. Pero para encontrar un puerto donde embarcar, los
refugiados tuvieron que cruzar Europa en todas direcciones, a pie, montados en
carros y en camiones hasta que, tras muchas inspecciones de documentos y muchas
temerosas esperas, pudieron recorrer la pasarela que les conduciría al vientre
de un enorme barco rumbo a «Ahmer-i-kha»: América.
No había teléfono
en ninguna de las dos orillas del gran océano, no había manera de saber dónde ni cuándo
encontrar a alguien. El destino de todos estaba en manos de desconocidos: campesinos
y familias que vivían junto a las carreteras, santos varones de la resistencia,
valerosas monjas y enfermeras que prestaban ayuda en minúsculas avanzadas... En
nuestra familia nos seguimos refiriendo a todos ellos como «los benditos».
Tras permanecer
tres semanas en la oscuridad, mi tío llegó al otro lado del océano. Una vez
allí y en medio de un sofocante verano, recorrió media frontera septentrional
de Estados Unidos a bordo de un tren abarrotado de gente, donde el aire ardía
de día y asfixiaba de noche.
Al final,
recibimos la noticia de la llegada del tío gracias a un telegrama en el que no figuraba
ningún mensaje.
Las organizaciones
de ayuda a los refugiados, que andaban muy escasas de recursos, se habían
inventado el sistema del envío de telegramas en blanco la víspera del día de la
llegada del refugiado al punto indicado. Por consiguiente, sabíamos que el tío
llegaría en algún momento del día siguiente al lugar denominado la «Estación de
los Refugiados», la gran estación ferroviaria de Chicago, a más de ciento
sesenta kilómetros al oeste de nuestra aldea.
Yo tenía cinco
años el día en que subimos al tren para ir a buscar a nuestro tío. El viaje hacia
el oeste duró tres horas. El tren se detenía en todos los huertos y las
plataformas de cajas de madera que encontraba a su paso.
Recogimos a
suficientes miembros de la familia como para crear con ellos una pequeña nación
soberana e independiente. Llevábamos tanto pan y tanto queso, bolsas, cajas y
botellas de agua, cerveza y vino de cosecha propia, y tanta gaseosa caliente
que no sólo habríamos podido comer y beber nosotros sino también otras
cincuenta familias, de haberse presentado la ocasión.
Apretujados todos
como ciruelas enlatadas en un tarro de vidrio de medio kilo, viajamos en aquel
insoportable y asfixiante tren hasta llegar a Chicago. Y, sin embargo,
volvíamos a sentirnos rebosantes de anhelo, esperanza y emoción ante la
perspectiva de reunirnos con aquel miembro de nuestra devastada familia y
llevarlo finalmente a casa con nosotros.
Notas
3. Este cuento está formado por una
selección de fragmentos de un cuento literario más largo original de la autora,
«The Creation of Stories», copyright @ 1970, C. P. Estés.
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