Todos los que saben
algo de psicoanálisis, que han leído al Dr. Freud y quizá también al Dr. Lacan
(¡y me parece que son muchos en la Argentina!), o quienes tan solo han oído
hablar de ellos, habrán entendido a qué alude mi título. La famosa aseveración
de Jacques Lacan “La mujer no existe” significa, por supuesto, que se oponía a
la idea de una esencia de la femineidad: las mujeres existen cada una en su
singularidad y son irreductibles unas a otras. Esta idea se opone a la del
“eterno femenino” promovida por el Romanticismo, así como a la búsqueda de la
mujer ideal a la que se dedicaban algunos de sus contemporáneos surrealistas.
Pensemos en el mito de la musa en André Breton, por ejemplo.
Lacan propone esta
idea a comienzos de los años ‘70, en pleno período de efervescencia de los
movimientos feministas.
Hace poco, vimos
surgir un nuevo feminismo. Y, paradójicamente, este neofeminismo hace renacer
un vocabulario viejo: en él aparece mucho, por ejemplo, la “sororidad”. La
sororidad significa la unión necesaria de mujeres entre sí, una solidaridad que
se apoyaría en una misma condición. En enero pasado, algunas amigas y yo
escribimos una solicitada con el título “Las mujeres liberan otra palabra”,
para criticar los excesos del movimiento #Metoo. Cuando se publicó en el
diario Le Monde, acompañada por cientos de firmas, entre las que
estaba la de la actriz Catherine Deneuve, se nos acusó de haber traicionado
esa sororidad. Además, me enteré más tarde de que nuestro texto había
suscitado encendidos debates en el seno de la redacción del diario y que
algunas jóvenes periodistas en particular se habían opuesto a que fuera
publicado. Aunque el movimiento #Metoo tenía como lema “la palabra de las
mujeres por fin liberada”, algunas, paradójicamente, quisieron prohibirnos la
palabra a nosotras, es decir, censurarnos…
El concepto de
sororidad es, en mi opinión, muy problemático. Más allá de que yo pueda
experimentar tanta solidaridad y compasión por un hombre que sufre como por una
mujer, esa palabra está demasiado ligada al vocabulario religioso para que
pueda apropiármela.
En la Edad Media,
esta palabra se usaba para las comunidades religiosas femeninas. Además, decimos
siempre “hermana” cuando nos dirigimos a una monja (en francés, tenemos incluso
la expresión “buena hermana”; pero no estoy segura de que todas las “hermanas”
del neofeminismo sean siempre “buenas”…).
Hoy, en Europa, son
sobre todo los musulmanes practicantes los que se dirigen unos a otros
utilizando las palabras “hermano” y “hermana”, para marcar su pertenencia a una
misma religión. Se trata, lamentablemente, de la expresión de un comunitarismo.
Por último, mi
reserva también tiene que ver con que una gran parte de lo que las mujeres han
conquistado en nuestras sociedades a partir de los movimientos feministas
pioneros de fines del siglo xix está relacionado con lo que algunas
expresaron de modo absolutamente personal, singular, sin preocuparse por
saber si reflejaban una imagen de la mujer que representaría a todas las
mujeres. Desde luego que el derecho al voto se conquistó gracias a la
militancia de aquellas a las que llamaron sufragistas y que desfilaron
multitudinariamente por las calles. Pero otras libertades, que pertenecen a la
esfera de lo íntimo, como la libertad sexual y la libertad de tener hijos o no,
fueron reivindicadas por mujeres que se expresaron o actuaron en nombre propio:
en 1971, en Francia, 343 mujeres, algunas famosas (Catherine Deneuve entre
ellas), otras no tanto, tuvieron la valentía de declarar públicamente que
habían abortado en forma clandestina, porque aun estaba prohibido por la ley
(por lo tanto, se expusieron a procesos penales). Habían firmado una solicitada
que hoy se conoce con el nombre de Manifiesto de las 343 zorras. La
ley sobre la despenalización del aborto se sancionó cuatro años más tarde y esa
ley le debe mucho a la lucha de una mujer, la entonces ministra de salud Simone
Veil, que en esa ocasión tuvo que soportar los peores ataques y los peores
insultos, incluso en el recinto de la Asamblea Nacional.
Voy más lejos: una
parte muy importante de la producción de las mujeres en el terreno del arte y
de la literatura revela, expone, describe, experiencias absolutamente
singulares, sus propias vidas, su intimidad, y todo ello en forma directa. ¡Y
qué le vamos a hacer si ahora me contradigo y hago una concesión a una suerte
de “especificidad femenina” que exige, quizá, el momento de nuestra historia!
Desde hace ya más de un siglo, las mujeres se empeñan en hacer surgir la parte
oculta de esta historia. La cultura, en su gran mayoría (¡pero tampoco exclusivamente!)
moldeada por obras producidas por los hombres, no representa a las mujeres más
que a través de los ojos de esos hombres. (Aquí hay, sin embrago, que rendir
homenaje a algunos –pienso en particular en James Joyce y D. H. Lawrence– que,
con una agudeza extraordinaria, supieron transcribir los deseos y una
sensibilidad de las mujeres). Sin embargo, son sobre todo mujeres, claro, las
que se encargaron de decir o mostrar cómo era de verdad esa parte oculta, desde
su punto de vista. La tarea es inmensa. Ellas no terminaron aún de sacar
a la luz esa parte sustraída a la experiencia y a la memoria de la
humanidad, ni terminaron de ponerse al día con el arte y la
literatura.
En 1966, durante una
conferencia, Simone de Beauvoir señalaba que la mayoría de los manuscritos que
le enviaban para pedir su opinión o su ayuda eran autobiografías. Y precisaba:
“Las mujeres cuentan sobre todo sus vidas”. ¡Lo menos que podemos decir
es que nunca fue desmentida! En efecto, las mujeres narran sobre todo sus vidas.
En Francia, sobre todo, donde lo que denominamos “autoficción” ha tenido un
desarrollo importante. Hay que reconocerlo: frente al lugar común que querría
que las mujeres tuvieran más pudor que los hombres, esas mujeres revelan
aspectos extremadamente íntimos de sus vidas en libros, películas, fotos,
pinturas… Y hablando de generalidades, lo hacen muy a menudo con gran atención
al detalle, con un realismo que puede ser radical. Es una mujer, Marguerite
Duras, la que escribió un libro titulado simplemente La vida material,
libro en el que habla con mucha franqueza de su alcoholismo… Esta atención a lo
real, a la cruda verdad, se explica quizá por la amplitud de la tarea: no había
tiempo para pasar por los símbolos o las metáforas. Beauvoir misma produjo una
obra autobiográfica inmensa, comenzando por sus Memorias, cuyo
primer tomo apareció en 1958. Esas Memorias están escritas de
una manera extremadamente escrupulosa; sin preocuparse por idealizar, la autora
no filtra nada ni de su entorno ni de ella misma.
En simultáneo con los
movimientos feministas, la literatura femenina tuvo el impulso que
conocemos en el pasaje del siglo xix al xx. Poetas y novelistas se inscribieron
en la historia literaria. Más allá de Simone de Beauvoir, muchas mujeres
eligieron los géneros literarios de las memorias o del diario íntimo, de la
autobiografía o, incluso, como ya señalé, de la autoficción, para confrontar a
los lectores con una realidad a la que, hasta entonces, habían sido poco
expuestos. A veces se ha señalado que los amores sáficos fueron evocados más
discretamente que la homosexualidad masculina (salvo quizá por Colette, que
ofreció un panorama importante en Lo puro y lo impuro). Sin
embargo, Violette Leduc, a la que Simone de Beauvoir apoyó mucho, nos ha dejado
grandes libros sobre el amor lésbico y, en un género literario más
experimental, hay que citar también a Monique Wittig. Se abordaron otras
experiencias propias de las mujeres, más tabú todavía, a veces más
dolorosas, incluso dramáticas: la del incesto (Anaïs Nin, Christine Angot), la
del aborto (Anaïs Nin, de nuevo), la de la prostitución narrada por fin por
quienes la practican (Albertine Sarrazin, Griselidis Réal, Nelly Arcan,
Virginie Despentes), la pérdida de un hijo (Camille Laurens, Laure Adler).
Y no limitaré mis
ejemplos al dominio literario: ¿quién se atrevió a pintar un aborto espontáneo
antes de Frida Kahlo? Respecto de Marlène Dumas, ella representó a mujeres
masturbándose, a mujeres embarazadas desnudas…
Por último, ¿no había
un tema aun más reprimido que todos estos: el de la insatisfacción sexual de
las mujeres? Lean textos eróticos, la mayoría escritos por hombres: ¡el héroe
siempre tiene el poder de llevar a su compañera al séptimo cielo! O si eso no
ocurre, es porque la mujer es frígida. En La ingenua libertina,
Colette ofreció otro testimonio: a veces es largo y difícil para una mujer
alcanzar el placer, encontrar a un hombre que sepa proporcionárselo…
Me gustaría ahora
mostrarles una imagen. Se trata de un cuadro de Paula Rego, un tríptico
titulado Aborto, de hecho. Pertenece a
una serie realizada por la artista en 1998. Paula Rego es una portuguesa que
vive en Londres. Ese año, se organizó un referéndum en Portugal para saber si
la interrupción voluntaria del embarazo debía ser autorizada o no. Una mayoría
muy estrecha votó en contra. No les voy a describir a ustedes la inmensa
decepción que causó esa ocasión fallida (la ley fue finalmente sancionada en
2007). La obra de Paula Rego nos hace comprender toda la soledad de la mujer
obligada a abortar en forma clandestina. Pero quisiera, en especial, llamar la
atención sobre la mirada de esta mujer. A pesar del dolor que se lee en los
rasgos de su rostro, de la posición humillante en la que se encuentra, nos mira
directo a los ojos, casi provocativa, desafiando a los que quisieron prohibirle
lo que está por hacer. Víctima de la ley que no le permite abortar en
condiciones sanitarias y morales correctas, esta mujer toma las riendas de su
destino. Paula Rego ha producido varias obras, pinturas y dibujos sobre este
tema. Todas las mujeres representadas son diferentes, muy individualizadas; se
las muestra en posiciones más o menos dolorosas, pero cuando les vemos los
ojos, aunque la expresión varíe un poco, todas tienen esa mirada directa. La
artista ha dicho que se inspiró en su propia experiencia y en la de mujeres que
ha conocido, y declaró asumir plenamente el naturalismo de sus obras. La lucha
por el derecho al aborto es una lucha colectiva, pero a la elección de abortar
cada una la vive -y diré incluso cada uno, porque, después de todo, hay hombres
que sostienen a la mujer en esta circunstancia- de forma absolutamente
singular.
Un hombre, el gran
historiador Robert Hughes, ha destacado que Paula Rego fue la primera pintora
de la historia en abordar este tema. Agregó que ella no tenía ninguna intención
de mostrar a las mujeres obligadas al aborto clandestino “como criaturas
patéticas o víctimas. Tuvieron que hacer una elección demasiado dura, pero
libre desde un punto de vista existencial. Ningún sacerdote ni ningún político
pudo imponerles lo que ellos querían”. El historiador puntualizaba: “No hay
ninguna amargura, tampoco acusación o perdón en la forma en que nos miran, sino
más bien triunfo”.
Hughes concluía que
esas obras eran las obras políticas mejor logradas de las últimas décadas,
porque “rechazando la ‘teoría’, insisten en el hecho de que, en toda
argumentación moral, la experiencia siempre debe imponerse”. Y lo que llamamos
experiencia es propio de cada individuo.
Regreso ahora a
Simone de Beauvoir, otra figura ejemplar de mujer libre. Disculpas por
expresarme así: tengo mucha simpatía por Simone de Beauvoir; menos por la
militante de figura austera y de declaraciones a menudo categóricas, que por la
mujer y por los escritos que la reflejan. Beauvoir es infinitamente más
compleja que la figura a la que los movimientos feministas a veces la han
reducido. Así, la publicación de la correspondencia con su amante Nelson Algren
reveló a la enamorada, a la enamorada sumisa ante la incertidumbre de los
sentimientos. En esa correspondencia vemos que fue una lectora del seductor más
empedernido de toda la historia, Giacomo Casanova. ¡Ella recomienda su lectura!
¿Acaso no le escribe a Algren: “¿Conces a Casanova? ¿Un tipo que sabía hacer el
amor -por lo menos así lo afirmaba-, pero no por ello menospreciaba a las
mujeres”? Ahora bien, hay que tener en mente ―esto me parece importante― que el
comienzo de la aventura con Nelson Algren es contemporáneo con la concepción de El
segundo sexo. Dicho de otro modo, la que militaba para que se
reconociera la igualdad de los hombres y las mujeres, la que rechazaba la
dependencia legal y económica que la sociedad todavía imponía a las mujeres,
aceptaba al mismo tiempo someterse a su deseo por un hombre. Tal era su
libertad de mujer en relación a la de la militante. Y libre fue al final de su
relación: cuando Algren la conmina a elegir entre Jean-Paul Sartre y él, a
pesar de lo que le costó, ella privilegió su relación con Sartre.
Podría dar otros
ejemplos de la manera desacomplejada en que concebía la sexualidad, como el
ensayo que le dedica en 1959 a la sex symbol por
excelencia, Brigitte Bardot. ¿Qué elogia en Bardot? Justamente su
libertad, su desprecio por las convenciones, el hecho de lograr “ser ella
misma” en el seno del arte supremo del simulacro, el cine, y en el corazón del
medio más artificial, el de la prensa del escándalo. (Destaco al pasar que una
de las mejores películas de Bardot, realizada por Louis Malle, Una vida
privada, está directamente calcada de la vida de la estrella, de quien se
puede decir que interpreta un papel autobiográfico). Beauvoir no se incomoda
por los prejuicios “feministas” según los cuales Bardot reuniría en su imagen
todos los clisés que los hombres esperarían de las mujeres. Bardot encarna dos
mitos contradictorios inventados por los hombres, que fueron muy explotados en
la literatura de comienzos del siglo xx: la mujer fatal y la mujer niña. Bardot
se los apropia para jugar con los hombres. Bajo la apariencia de la presa, ella
es una predadora (basta tratar de listar sus maridos y amantes…).
“La mujer no nace, se
hace”. Luego de haberme apoyado en el pensamiento de Simone de Beauvoir, quiero
ahora desviarme, o quizá desviarme de la interpretación más general. Desde
luego, se comprende que la potencia del ostracismo social con que se chocaban
las mujeres en Europa en los años que siguieron a la segunda Guerra Mundial,
haya requerido de parte de la escritora esta fórmula provocadora. Sin embargo,
no estoy segura de que ella hubiera seguido por completo a los y las que hoy,
aplicando la teoría de género en su versión más extrema, llegan a negar las
diferencias biológicas. Pero quisiera sobre todo comentar el “se hace”. Desde
luego, la educación, la organización de la sociedad, las tradiciones y los
atavismos que perduran, los lugares comunes vehiculizados por los medios,
el habitus, influyen en una parte muy grande de nuestra formación,
sobre todo, en la forma en la que cada uno de nosotros elabora su femineidad, o
su masculinidad, o una identidad situada entre esos dos polos. Pero,
justamente, se trata de una elaboración, de una construcción de la
personalidad. Si los órganos sexuales son un don de la naturaleza sobre el que
no podemos intervenir mucho (la ciencia todavía no ha descubierto la
posibilidad de hacer que un macho transexual tenga hijos), disponemos de libre
arbitrio en la forma en que nos afirmamos en tanto mujeres, en tanto hombres.
Heterosexual, homosexual, bisexual, transgénero, etc. Si el sexo que nos es
dado por nacimiento es una fatalidad, lo que “se hace” a continuación, lo
que hacemos en una negociación –si puedo decirlo– con los determinismos
sociales y educativos, quizá en la lucha contra esos determinismos, es parte de
nuestra responsabilidad. El “se hace” no implica una fatalidad, sino
una responsabilidad. Por lo tanto, no hay “sororidad” que valga. Las
mujeres del mundo occidental no comparten todas los mismos deseos ni la misma
condición, lo que también es válido en el interior de un país. Afirmo, por
ejemplo, que no es exacto pretender que Francia, por hablar del país que
conozco mejor, es en su conjunto una sociedad patriarcal. La situación de las
mujeres es diferente según el medio al que pertenecen: urbano, rural, laico,
religioso, musulmán, etc.… Sin embargo, en tanto una mujer haya elegido su
condición tan libremente como sea posible, debe ser respetada. Está la que
encuentra un equilibrio en su rol de madre y esposa, la que lo encuentra en el
nomadismo sexual y el placer de la seducción, la que lo encuentra en la
militancia política o feminista. Así, no tengo ninguna razón para sentirme
“hermana” de una actriz de cine que a esta altura, a instancias de Asia
Argento, toma conciencia de que ha sido víctima de abuso sexual por parte del
productor de cine Harvey Weinstein, ni de una periodista que acusa públicamente
a un colega de haberle pellizcado el culo en el pasillo. Yo también, durante mi
carrera, he estado frente a hombres de poder y a hombres groseros. Mi reacción
no fue la misma que la de ellas. Tengo derecho a decirlo. Además, a las
imprudentes que siguieron al productor de cine a su habitación de hotel, les
reprocho que no hayan tenido en cuenta la suerte de vivir en un país en el que
tienen garantizadas muchas otras libertades fundamentales, de las que está
privada la mayor parte del resto de la humanidad.
De nuevo Beauvoir. La
autora de lo que estamos de acuerdo en denominar un libro de culto del
feminismo, no solo leía a Casanova, no solo se interesaba por Brigitte Bardot,
sino que también escribió uno de los estudios más sutiles sobre el marqués de
Sade. La obra y la vida del marqués le dieron la oportunidad de reflexionar
sobre la imposibilidad “de conciliar a los individuos en el seno de [lo que
ella denomina] su inmanencia”.
La Revolución
Francesa lo soñó: todos los hombres debían ser iguales ante la Nación,
mezclados en un mismo estado de hombre-ciudadano, disponiendo de los mismos
derechos. El proyecto fracasó convirtiéndose en una de las empresas más
asesinas de la historia de Francia: el Terror. Por más aristócrata que fuera,
Sade simpatizó con ciertos ideales de la Revolución. Trató de unirse, pero fue
excluido, ¡porque le reprocharon su “moderación”! En efecto, Sade condenaba la
pena de muerte, la guillotina que los instigadores del Terror hacían funcionar
sin parar. Él mismo escapó por poco, pero lo enviaron (¡una vez más!) a
prisión. He aquí la enseñanza de Simone de Beauvoir: “Al individuo que no
acepta renegar de su singularidad, la sociedad lo repudia. Pero si elegimos no
reconocer en cada sujeto la trascendencia que lo une concretamente a sus
semejantes, terminaremos por alienarlos a todos bajo nuevos ídolos […],
sacrificaremos la libertad de cada uno en pro de los logros colectivos. La
prisión, la guillotina, serán las consecuencias de esta renuncia. La
fraternidad mentirosa se alcanza a través de los crímenes”.
Por suerte, no
estamos allí. Haber “traicionado” a la sororidad que quería imponer el
neofeminismo no nos ha llevado al cadalso a las autoras y firmantes de la
solicitada en la que participé. Pero a falta de cortarnos la cabeza, a algunas
les habría gustado cortarnos la lengua. Torrentes de insultos intentaron
cristalizarnos en la imagen de mujeres altivas, indiferentes a las dificultades
y desgracias de otras.
Entre los reproches
que nos hicieron, estaba, obviamente, el de ser “privilegiadas” porque éramos
intelectuales, escritoras, artistas. Pero así como acabo de tratar de
explicárselo a ustedes, correspondía a nuestro rol de escritoras o artistas
expresarnos a título personal, a partir de la experiencia que cada una de
nosotras se ha forjado a lo largo de la vida, de mujer, de amante, para algunas
de nosotras de madre… Y que, al expresarnos así, íbamos al encuentro de cada
mujer –o de cada hombre– en particular, para que cada una, cada uno,
confrontara sus propias convicciones con las nuestras.
¡Hay demasiados
discursos políticos, estrategias de comunicación y mensajes publicitarios que
se dirigen a nosotras como grupo, o incluso como masa! En cambio, el arte, la
literatura, ofrecen la posibilidad del reencuentro con un ser singular en la
soledad de su escritura con otro ser singular en la soledad de su lectura o de
su contemplación. Cualesquiera sean las causas a las que adherimos o
defendemos, no nos privemos de estos tête-a-tête.
Traducción: Mónica Herrero
(Página 12 / 11-10-2018)
(Página 12 / 11-10-2018)
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