EL CASO MAIAKOVSKI (1)
En una reunión de escritores
bolcheviques, Kolvasieff me había dicho, en Leningrado:
-No es Maiakovski, como
se cree en el extranjero, el más grande poeta soviético, ni mucho menos.
Maiakovski no pasa de un histrión de la hipérbole. Antes que él están
Pasternak, Biedny, Sayanof y muchos otros…
Yo conocí la labor de
Maiacovski, y mi opinión concordaba absolutamente con la de Kolvasieff. Y
cuando, unos días después, hablé en Moscú con el autor de “150’000,000”, la
conversación que tuve con él confirmó para siempre la sentencia de Kolvasieff.
No es, en realidad, Maiakovski el mejor poeta del Soviet. Es solamente el más
difundido. Si se leyese más a Pasternak, a Kaziin, Gastev, Sayanov,
Viesimiensky, el nombre de Maiakovski perdería muchas ondas sonoras en el mundo.
Pero ¿por qué había de
ser mi conversación con Maiakovski la clave definitiva de su obra? ¿Hasta qué
punto puede una conversación definir el espíritu y, más aun, el valor estético
de un artista? La respuesta, en este caso, depende del método de pensamiento
crítico. Si partimos del método superrealista, freudiano, bergsoniano o de
cualquier otro reaccionario, no podemos, ciertamente, basarnos en un simple
diálogo con un artista para fijar la trascendencia de su obra. Según estos
diversos métodos espiritualistas, el artista es un instintivo, o, para
expresarnos en léxico más ortodoxo, un intuitivo. Su obra le sale natural,
inconsciente, subconscientemente. Si se le pregunta lo que él opina del arte y de
su arte, responderá, seguramente, banalidades y muchas veces, todo lo contrario
de lo que hace y practica. Un genio, según esto, se desmiente, se contradice o
pierde casi siempre en sus conversaciones. Atenerse a estas, como fundamento
crítico, resulta, por eso, falso, absurdo. Mas no sucede lo propio si partimos
del método del materialismo histórico, caso precisamente a Maiakovski y a sus
amigos comunistas. Marx no concibe la vida sino como una vasta experiencia
científica, en la que nada es inconsciente ni ciego, sino reflexivo,
consciente, técnico. El artista, según Marx, para que su obra repercuta
dialécticamente en la Historia, debe proceder con riguroso método científico y
en pleno conocimiento de sus medios. De aquí que no hay exégeta mejor de la
obra de un poeta como el poeta mismo. Lo que él piensa y dice de su obra, es o
debe ser más certero que cualquier opinión extraña. Maiakovski, en las
declaraciones que me hiciera, designó, pues, mejor que ningún crítico el
sentido y monto verdaderos de su obra.
Maiakovski me hablaba con
un acento visiblemente penoso y amargo. Contrariamente a lo que dicen de él
todos sus críticos, Maiakovski sufría, en el fondo, una crisis moral aguda. La
revolución le había llegado a mitad de su juventud, cuando las formas de su
espíritu estaban ya cuajadas y hasta consolidadas. El esfuerzo para voltearse
de golpe y como un guante a la nueva vida, le quebró el espinazo y le hizo
perder el centro de gravedad, convirtiéndole en un “desaxé”, como a Essenin y a
Sobol. Tal ha sido el destino de esta generación. Ella ha sufrido en plena
aorta individual las consecuencias psíquicas de la revolución social. Situada
entre la generación pre-revolucionaria y la post-revolucionaria, la generación de
Maiacovski, Essenin y Sobol se ha visto literalmente crucificada entre las dos
caras del gran acontecimiento. Dentro de esta misma generación, el calvario ha
sido mayor para quienes fueron tomados progresivamente por la revolución, para
los desheredados de toda tradición o iniciación revolucionaria. La tragedia de
transmutación psicológica personal ha sido entonces brutal, y de ella han
logrado escapar solamente los indiferentes con máscara revolucionaria, los
insensibles con “pose” bolchevique. Cuanto más sensible y cordial fuera el individuo
para permearse en los acontecimientos sociales, más hondos han tenido que ser
los trastornos de su ser personal, derivados de la convulsión política, y más
exacerbado el “pathos” de su íntima e individual revisión de la Historia. El
juicio final ha sido entonces terrible, y el suicidio, material o moral,
resultaba fatal, inevitable, como única solución de la tragedia. Al contrario,
para los otros, para los insensibles, indiferentes “bolcheviques”, fácil ha
sido y nada arriesgado dar gritos “revolucionarios, ya que respecto de ellos la
revolución se quedaba fuera, como fenómeno o espectáculo de Estado, y no
llegaba a hacerse revolución personal, íntima, psicológica. No había entonces
dificultad ni peligro en asociarse a la corriente de los otros. Esto ha hecho y
hace la mayoría de los escritores de Rusia y otros países. ¿Que escritores
vayan hasta hacerse matar por la “sagrada causa”? ¿Y bien?... Ello no prueba
nada. Muchos han sido los que se han hecho matar más barato en la Historia.
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