En la historia lo que triunfa no son las masas de millones de hombres ni
las fuerzas materiales, que parecen tan fuertes e irresistibles, ni el dinero
ni la espada ni el poder, sino el pensamiento, casi imperceptible al inicio, de
un hombre que frecuentemente parece privado de importancia.
Fiodor Dostoievski
Mucho se hablado, aunque a mi juicio
equivocadamente, de que Pobres gentes, la
primera novela escrita y publicada por Fiodor Dostoievski, supone poco más que
un mero divertimento literario en el que el lector, aunque no quedará
defraudado, no encontrará sin embargo el meollo «filosófico» del autor ruso.
Queda así clasificada –y casi condenada–, automáticamente, como una «obra
menor», en absoluto comparable con títulos como Los
hermanos Karamazov, Crimen y castigo o Los demonios.
A pesar de la brevedad de esta novela
–que su autor comenzó a redactar en el cuerpo de Ingenieros del ejército (al
que estuvo destinado tras finalizar sus estudios), que abandonó tras explicar
que la disciplina militar sólo conviene a gentes que «desean ser
mandadas»–en Pobres gentes encontramos –a
veces en germen, a veces desarrolladas– todas aquellas ideas que, más
tarde, Dostoievski pondrá en juego tanto en sus novelas más largas como en sus
artículos y documentos más íntimos (como Diario de un escritor).
Cuando hablamos de «ideas» en un
literato como Dostoievski, no debemos entender meramente un constructo
conceptual a través del que queda trenzado un argumento más o menos original.
Pues, como él mismo explica, «las ideas descienden a las almas de los
hombres y se propagan por contagio». Una idea, así, parece convertirse en
Dostoievski en una suerte de daimon que
dirige nuestra vida y que, de alguna forma, nos determina a ser como somos y a
actuar como de hecho actuamos. En Diario de un escritor explicaba
nuestro protagonista que «acaece a veces que una idea, que parece accesible
sólo para una inteligencia culta y elevada, logra de repente impresionar a una
persona burda, inculta e inteligente». Como apunta Luigi Pareyson
en su imprescindible estudio sobre el autor ruso, «las novelas
de Dostoievski son planteamientos de problemas y contrastes de ideas. Sus
héroes constituyen verdadera y propiamente “ideas personificadas”. La palabra
“idea” es, sin duda, la más usada en las obras de Dostoievski […]. La idea es
aquello de lo cual un hombre vive y que considera como “su secreto”. […] Las
personalidades son ideas encarnadas».
En Pobres gentes son numerosas las ideas que, en este sentido, Dostoievski desea reivindicar. En la historia, bien conocida, asistimos al intercambio epistolar entre una joven (Varvara Aleksiéyevna) y un hombre ya entrado en años (Makar Aleksiéyevich), cuyas cuitas podrán en ocasiones sobrellevar precisamente gracias al bálsamo que les procura la palabra: la propia literatura se convierte en una herramienta metatextual que ayuda a los personajes a salvar el malhadado peso de sus respectivas existencias. En un doble e ingenioso juego literario, Dostoievski justifica la necesidad de escribir para aliviar y dar salida a nuestros más oscuros secretos, mientras que, por otro lado, no son pocos los fragmentos de Pobres gentes en los que la novela, como género, queda reducida a un puro entretenimiento (al más puro estilo kantiano): «Todos sabemos, Várinka, que un hombre pobre es peor que un pingajo y que, dígase lo que se quiera, no puede merecerle a nadie la menor estimación. Porque, por más que escriban esos literatuelos, un pobre siempre será un pobre con todas sus consecuencias».
En Pobres gentes son numerosas las ideas que, en este sentido, Dostoievski desea reivindicar. En la historia, bien conocida, asistimos al intercambio epistolar entre una joven (Varvara Aleksiéyevna) y un hombre ya entrado en años (Makar Aleksiéyevich), cuyas cuitas podrán en ocasiones sobrellevar precisamente gracias al bálsamo que les procura la palabra: la propia literatura se convierte en una herramienta metatextual que ayuda a los personajes a salvar el malhadado peso de sus respectivas existencias. En un doble e ingenioso juego literario, Dostoievski justifica la necesidad de escribir para aliviar y dar salida a nuestros más oscuros secretos, mientras que, por otro lado, no son pocos los fragmentos de Pobres gentes en los que la novela, como género, queda reducida a un puro entretenimiento (al más puro estilo kantiano): «Todos sabemos, Várinka, que un hombre pobre es peor que un pingajo y que, dígase lo que se quiera, no puede merecerle a nadie la menor estimación. Porque, por más que escriban esos literatuelos, un pobre siempre será un pobre con todas sus consecuencias».
Se hace así efectiva, y explícita, la
oposición entre el contenido que encontramos en las novelas (superfluo, a
menudo indecoroso) y la vida práctica, a través de una crítica irónicamente
velada de Dostoievski hacia el ruido mundanal que sólo se ocupa del dinero, la
fama y la gloria… a cualquier precio. Pero, en paralelo, y es esta quizás la
nota más característica de Pobres gentes,
permanece implícita (y en tantas ocasiones olvidada), la conflictiva relación
entre dos estratos sociales bien diferenciados, entre aquellos pocos que,
inmersos en la abundancia y la riqueza, no tienen oídos para escuchar las
demandas de un pueblo que muere de hambre y de frío en las gélidas calles de
San Petersburgo.
Afirmar que, por un lado, Pobres gentes inaugura la «novela social» en la
literatura y que, después, se ciñe a poner sobre la mesa este aspecto implícito
del que hablo es, en mi opinión, una perogrullada. Al margen de las intenciones
de Dostoievski, que en ningún caso podremos descifrar, lo que sí se manifiesta
inequívocamente en Pobres gentes es
el análisis literario que el autor lleva a cabo sobre el origen, instauración y
desarrollo del mal como un dispositivo eminentemente social. El contacto
directo de Dostoievski con los estratos más desfavorecidos de su tiempo, con
los que llegó a convivir bajo el único amparo de un agonizante fuego, aleja aun
a Fiodor de elucubraciones teológicas y asienta la firme creencia de que la desigualdad y la
injusticia provienen de un ahínco constatable y enraizado en la condición
social del ser humano. En uno de los momentos culminantes de Pobres gentes, Makar escribe a Varvara:
¿Por qué están arregladas las cosas de este mundo en forma que un hombre de bien haya de vivir pobre y miserable, en tanto a otros la felicidad se les entra ella sola por las puertas? Ya sé, ya sé, hijita, que no está bien pensar así; eso se llama librepensamiento. Pero, hablando honradamente y con franqueza, cuando reflexionamos sobre la justicia de las cosas… ¿por qué, sí, por qué unos están destinados a ser felices ya desde el vientre mismo de su madre para toda la vida, mientras que otros pasan de la Inclusa al mundo de Dios? Y, sin embargo, así es la vida.
Y es que para Dostoievski, todo en la
naturaleza es perfecto e inocente… excepto el hombre, en quien anida el
auténtico principio del mal. En una obra poco conocida, de esas mal catalogadas
como «menores» (El príncipe idiota), Fiodor pone en
boca de sus personajes, que discuten acaloradamente, las siguientes palabras:
-La ley normal de la humanidad es precisamente el instinto de conservación.
-¿Quién le ha dicho eso? Es una ley, sin duda, pero una ley que es, ni
más ni menos, la ley de la destrucción, y aun de la destrucción personal […].
-Sí, la ley de la conservación personal y la de la destrucción son
igualmente poderosas en el mundo. El diablo conservará aún su poderío sobre la
humanidad por un periodo de tiempo desconocido por nosotros. ¿Se ríe usted?
¿Acaso no cree en el diablo? […] ¿Sabe usted quién es el diablo? ¿Sabe cómo se
llama? ¡Y sin saber quién es, ni cómo se llama, se atreve usted a burlarse de
su forma a ejemplo de Voltaire; se ríe de sus puntiagudos pies, de su cola y de
sus cuernos, todo lo cual es producto de su imaginación! El diablo, en
realidad, es un grande y terrible espíritu; carece de cola, cuernos, pies; son
ustedes mismos los que le han dotado de esos atributos.
El demonio no es un ser fantástico;
el demonio son las acciones del hombre, el mal que éste inaugura y expande
sobre el mundo. Existe en nosotros, junto a la perseverancia en la existencia,
una fuerza que nos impele a cometer destrucción, a acabar con todo atisbo de
armonía. Nuestra libertad queda desde el principio abortada, no sólo porque
hemos de vivir, sino porque hemos de luchar unos contra otros para hacerlo:
«¡Bah, la honra! ¿Qué importa la honra, padrecito, cuando no hay qué comer?
¡Dinero, padrecito, dinero; eso es lo principal! ¡Por el dinero, por eso es por
lo que debe usted darle gracias a Dios!», aduce uno de los personajes de Pobres gentes. Aparece así, y se consolida en esta
novela de Dostoievski, el funesto reino de la Necesidad, de la ananké, auténtica idea-personaje de esta temprana
novela.
Toda la obra de Dostoievski constituye la solución de un gran problema de ideas. […] Todos sus héroes se encuentran literalmente absorbidos por la idea: están ebrios de ella […]. Todo gira en torno a estas «malditas cuestiones eternas». Esto no quiere decir que Dostoievski haya escrito novelas como tesis, para propagandear esta o aquella idea. Las ideas son inmanentes a su arte: él descubre su existencia de un modo puramente artístico. Dostoievski concibe las ideas originales, pero las concibe siempre en movimiento, dinámicamente, en su trágico destino.
Berdiaev, La concezione di Dostoievskij
Como en el caso de la Atenas invadida
por la peste, de la que tan elocuentemente nos da Tucídides noticia, todo en el
mundo humano queda permitido en virtud de una peligrosa indefinición que nos
conduce a buscar el mayor beneficio a pesar de la conciencia, de Dios o del
prójimo. De esta manera, puede ocurrir lo que en el caso de Marmeladov,
personaje de Crimen y castigo, que no duda en
asegurar que «en la miseria, yo soy el primero que estoy dispuesto a
agraviarme a mí mismo».
Es terrible que la belleza no sólo sea algo espantoso, sino, además, un misterio. Aquí lucha el diablo contra Dios, y el campo de batalla es el corazón del hombre.
Dostoievski, Los hermanos Karamazov
(El vuelo de la lechuza / 21-3-2016)
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