domingo

EL TALLER DE LA VIDA / confesiones (7)


HUGO GIOVANETTI VIOLA

Primera edición: Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada: Horacio Herrera.


19 / LA SOBERBIA

Después de la segunda crisis de horror a la nada me quedaron tatuados dos episodios que tienen una interconexión fácilmente descifrable.

Una tarde entró Guillermo Fernández al taller y le anunció a mi viejo: Gordo, acabo de tomar la comunión. Y podrá parecer mentira, pero nosotros, dos cristianos de toda la vida, nos miramos como si hubiera caído una bomba de olor. Así nos presionaba la ultraprejuiciosa resequedad sesentista uruguaya.

Guillermo, que no era exactamente un calculador aunque jamás actuaba sin medir las posibilidades de iluminar al que tenía adelante, confesó que después de su divorcio había bajado una noche a la rambla con tantas ganas de irse del todo que terminó por aceptar la fe que venía acorralándolo desde la adolescencia. Entonces se acodó en el banco de carpintero y agarró el mate de mi padre y se lo puso enfrente. Era así, explicó: Desde que largué la abogacía y me fui a vivir al conventillo de la aduana Dios se me ponía adelante y yo lo volvía a colocar atrás mío. Y escondió el porongo ahuevando una celestísima felicidad y sonrió con la boca muy cerrada, como siempre: Hasta que al final o tuve que agarrar.

Y de golpe mi padre, que nunca estuvo contra ninguna iglesia, le preguntó si no era mejor el protestantismo y Guillermo chistó con autoridad: Para mí la iglesia de Cristo es una sola.

Y también fue ese día que lo escuché ironizar por primera vez con el tema de los tarados ilustres, porque yo acababa de devorarme Crimen y castigo y él cabeceó: Qué genio. Y pensar que era tarado. Y sondeó mi desconcierto y remató: Claro, ¿no te das cuenta que Dostoievski era tarado? Igual que Dante y Fra Angélico y Velázquez y Cervantes y Bach y Mozart y Cézanne y todos esos muchachos. No tuvieron la suerte de que los sabios de la modernidad les explicaran que el asunto de Dios era todo una farsa.

Y una tarde que caí a visitarlo a la casa de Acevedo Díaz, donde ahora había una cruz hecha con dos palitos colgando arriba de la cama, encontré a un celebérrimo esteta especializado en Torres García y mi extraversión de kamikatze me hizo comentarle que en los últimos tiempos me sentía cada vez más religioso y el pintún seductor siempre tostado empalmó eufóricamente un cigarrillo que no llegó a chupar más de dos veces y nos encerramos en el dormitorio de Guillermo y se dedicó a explicarme, durante un par de horas muy neblinosas, el euaggelion según Marx y Lenin y la gloriosa avanzada revolucionaria  y científica que nos ofrecía el primer panorama filosófico coherente de la historia.

En la casa-taller siempre había bastante gente en la vuelta y mientras el esteta trituraba mi escasísima fe verborragiando con tanta fruición que los cigarrillos se agusanaban intactos y el cenicero se iba volviendo una especie de urnita, Guillermo entró y salió un par de veces del cuarto sin chistar y yo pensaba: ¿Por qué no me defiende?

Claro que con el celebérrimo pope de Humanidades siempre fueron amigos íntimos y yo ya tenía veinte años y la fe es como la felicidad: nadie te la puede dar ni defender del todo. Uno tiene que elegir creerle a la verdad cósmica o a cualquier supermancito capaz de asesinar palomas para lustrarse el ego.

Los soberbios, Walt Whitman, los soberbios. Aquella horrible noche, además, me sirvió para pre-conceptualizar que cualquier homo sapiens activo es hipnotizador o seductor: o te encandila para que veas tu tesoro o te entelaraña para transformarse en tu ídolo. Los políticos-divos y las Yocastas saben mejor que nadie masticar de a poquito los corazones que la falta de una cultura completa o simplemente la cobardía nos hacen colocar sobre las brasas de sus altares.

Necesité diez años más para que la intemperie de París, la tercera crisis de horror a la nada, el nacimiento de mi hija, la comprensión global de Kierkegaaard y la muerte de mi padre me hicieran aceptar que la palabra Dios ya iba a permanecer abrigada hasta el final por mi manzana de Adán, como en un relicario.

Y sin embargo mi crecimiento fue tan destartalado que seguí pedaleando en el partido del esteta hasta 1990, cuando la perestroika en la que él creía conmovedoramente suicidió al Homúnculo Nuevo made in el Kremlin.

El seductor sigue tostándose y cuando escribe sobre el misticismo platonizante de Torres García disimula la burla y lo trata nada más que de utopista. Pero a mí últimamente el Señor me empezó a regalar esa calvicie maravillosa que es la caída del odio y apenas sonrío recordando a Guillermo, que en enero se fue de este infierno tan querido: ¿Pero no te das cuenta, Huguito, que Torres también era tarado?


20 / ZITARROSA

Los mitos son referentes históricos cohesionadores y vitalizadores más o menos impuestos a la comunidad tanto por las variables vidrieras propagandísticas del sistema como por el emperramiento de la cultura matrera o de catacumba.

Muy pocas veces, lamentablemente, un verdadero artista es capaz de imponer su trabajo desde el arranque y en todos los terrenos, como pasó con Zitarrosa. Su primer larga duración llegó a venderse más que el disco en boga de los Beatles, por ejemplo, y en un arrabal del mundo ese escándalo se vuelve arcoíricamente milagroso y ayuda a resucitar a cualquiera.

En mi caso, aquel trovar poético me fanatizó y enseguida formé un dúo paralelo a Los Hammers junto con el futuro gran novelista Hugo Bervejillo, y nos revolvíamos bastante bien y en poco tiempo llegamos a compartir escenarios de universidad o de cantina nada menos que con Tabaré Etcheverry y Eustaquio Sosa. Nos llamábamos Los Matreros y duramos muy poco y la vida demostró que en realidad habíamos nacido para ser revoltosos literarios, pero fue refrescante. Y no al estilo Coca-Cola, ese mito embobador que nos impuso el Tío Sam desde antes de que naciéramos.

En aquel tiempo yo había empezado a estudiar abogacía, y antes de enterrarme en las torturantes memorizaciones de los códigos tomaba mate de madrugada escuchando al nuevo Mago que al principio, cuando copó la radio, creíamos que era argentino, porque no podíamos concebir que un uruguayo primereara en el dial. Y eso que ya existían discos de Amalia de la Vega, Osiris Rodríguez Castillos, Los Olimareños, Aníbal Sampayo y Daniel Viglietti. Pero el folklore que se difundía masivamente era argentino, y hasta que Roche me hizo conocer El payador perseguido, a mí nunca me enganchó.

La gran magia ya empezaba con las guitarras. El taller de mi padre tenía un gigantesco ventanal de vidrios fijos que daba al sur, para poder pintar con la misma luz durante todo el día, y cuando las estrellas desaparecían entre avalanchas lilas y el pajarerío izaba su himno infalible Alfredo milongueaba sobre el trenzado de aquellas introducciones de estirpe grelera y amanecía de veras.

Y recién al aparecer los Archivos Z, donde editaron ensayos de la época pre-exilio, nos dimos cuenta que él mismo intervenía tarareando o chiflando en el tejido contrapuntístico y daba el visto bueno final. Un arreglador nato, aunque eso nunca figurara en la ficha técnica del disco.

Y algo que me emocionó fue enterarme que Alfredo había conocido esas guitarras cuando era niño y se abismaba con las actuaciones radiales de Amalia de la Vega. O sea: el programa preferido de mi abuelo el albañil. Y mientras mi madre y mi abuela se reían a escondidas de Amalia de la Vega el viejo se tomaba una cañita y se internaba en las praderas satinadas por la gracia de platería barroca española, Lezama Lima dixit, que fermentó debajo de nuestros cielazos. Mirá qué albañil gil.

Pero de lo que se habla poco es del papel de verdadero Capitán del Vuelo que cumplió Zitarrosa durante un año en el Canal 5, con un programa que dio vuelta la taba hasta comerse el rating de las nueve de la noche, nada menos, y donde introdujo a toda una generación de cantores uruguayos de catacumba. Allí escuché volar a mi hermano Tabaré Etcheverry por primera vez. ¿Cómo vas a olvidarte?

Tabaré llegó a cantar hasta el amanecer en el taller de casa y en el primer homenaje periodístico que le hicimos en la revista Nueva Viola, Alfredo opinó que fue la voz más grande que tuvimos en el último medio siglo. Había muerto en el 79, a los treintaiún años, y la mayoría de sus grabaciones, entre las que sobresalen nítidamente las que compuso con Julián Murguía en homenaje a Artigas, son eternas.

Y muy poco tiempo después, un cuartetito posmo que ahora está nominado para el Grammy y todo, escarbó en la caverna de los mitos y decidió burlarse al barrer de la voz de mi hermano y del indio trolo del dignísimo Juan Zorrilla de San Martín. Y ojo, porque escarbar con cabeza propia en la caverna de los mitos para descategorizarlos o reafirmarlos es realmente muy sano. El problema es que el cuartetito posmo no hace arte, hace caca ingeniosa, y lo único que quiere es fama. Y money, of course.

Y el escándalo que más los promocionó, enseguida de parodizar a Tabaré Etcheverry, fue enchastrar a José Gervasio Artigas. Casi logran que los lleven presos y todo. Y actualmente uno de los integrantes es asesor del Ministerio de Cultura.

Los trepadores, Walt Whitman, los trepadores. Alfredo no llegó a escuchar la canción donde se habla del pedo azul que se agarró el caudillo de los humildes, pero creo que estaría de acuerdo en sugerirles a estos ya no-muchachos que se rebautizaran como el Cuarteto del Orto. A lo mejor con esa audacia les darían hasta el Grammy.


21 / HEMINGWAY

A los dieciocho leí Adiós a las armas, Fiesta y París era una fiesta, además de una selección de los primeros cuentos del más importante geometrizador narrativo del siglo veinte. Pero lo que me entusiasmó de verdad fue la atmósfera de París era una fiesta, porque en ese último libro de memorias Hemingway poetiza un verdadero réquiem por la pureza de alma que traicionó y perdió a los treinta años.

Y lo más importante de esas confesiones fue que me hicieron concebir mi propio viaje a lo alto de mis alas, y si este mamotreto de cien capítulos que titulé El taller de la vida pudiera empujar hacia el gran salto a un solo muchacho o muchacha, ya estaría justificado.

En mi caso, se precisaba ir a escribir a París igual que el joven Hemingway. Siempre lo supe, y no me equivoqué. Me equivoqué cuando quise imitar las condiciones. Viajar con mi primera esposa, por ejemplo. Tuve que ir divorciado.

Más allá de la terrible libertad que te da la intemperie y la pelea por el morfe y el boxeo con las gárgolas, lo que importa es llegar a sentir el cielo entre los dientes y elegir qué se hace para no dejarse devorar por el hambre de eternidad terrestre.

Hemingway, que siempre fue alcohólico y comilón, cuenta muy bien cómo salía a escribir de mañana a los boliches por calles que esquivaban la tentación de los sabrosísimos olores y volvía de tarde nada más que con un café con leche arriba y engrupía a la mujer diciéndole que lo habían invitado a almorzar en la casa de un amigo. Y eso suena muy heroico y hasta un poco místico, pero es una postal literaria que al principio te encandila el snobismo y punto. Puro verso, Papá.

Lo que te despeina forever es un capítulo donde agarra unos francos vendiéndole un cuento a una revista alemana o en el hipódromo, ya no me acuerdo, y salen a cenar con la extraordinaria Hadley y adoran la ciudad-tesoro desde los puentes y después de hacer el amor en el dormitorio-bohardilla de La Contrescarpe no se puede dormir y se queda contemplando el maná de la luna. Y el hambre de absoluto sigue allí, fosforeciéndole en la desnudez hasta desesperarlo.

Yo viví cerca de un año en un hotel cucarachero de la rue Monsiuer-le-Prince, el Stella, y empecé a vivir tanto que la novela que apuré al llegar se me inflacionó como una valija muy mal hecha y tuve que reengancharme desde cero con la poesía que había dejado a los dieciocho años. Nada mejor. Ahí me empecé a pelear de veras con mi frase, milimétricamente y a muerte y sin que no le importara a nadie más que a mí. Como tiene que ser.

Tenía dos libros éditos que ni siquiera eran malos y aunque en el 72 había escrito y publicado un cuento que estaba bien de verdad, decidí que casarme con una nueva estética era la única salida. Y una noche empezó a brillar un poema de tres páginas y al amanecer bajé a corregirla a l’Escholier, un boliche de la place de La Sorbonne, y me tomé un ron Saint-James, que era el que le gustaba a Hemingway, y al volver me zampé unos huevos con jamón y medio litro de tinto en la esquina del hotel y sentí que ahora ya vivía en el reino de Notre Dame y que había que tenerse fe pasara lo que pasara.

Y recién este año, en el otoño de 2007, leyendo la célebre biografía de Enid Starkie supe que Rimbaud había vivido en un hotelucho de la misma calle y que de madrugada salía a dar la misma vueltita, y entonces me imaginé la avidez azulísima del ángel comunero que se sintió alquimista y quiso cambiar la vida y entendí que yo me había salvado por tener fe nada más que en la heredad de Cristo. Lástima que no sea verdad tanta belleza, escribió tentadoramente uno de los Argensola y como epígrafe del tango Maquillaje queda fenómeno. Pero es una de las afirmaciones más peligrosas que existen y puede compararse con el agujero de ozono que le cavó la modernidad al sagrado envoltorio terrestre.

Porque la belleza eterna es una verdad que se respira y no se toca, Papá. Pero tanto vos como Rimbaud quisieron vivir adentro del espejismo y un sencillísimo análisis junguiano muestra que en Fiesta Lady Brett ya representa a tu alma emputecida y que en Adiós a las armas Catherine es tu alma muerta. Por más gran novelista precoz que hayas sido. Primero engañaste a Hadley y después te engañaste a vos mismo y seguiste escribiendo pour la galerie y pedaleando jolivudescamente hasta el Nobel y al diablo la pureza de La Contrescarpe. Al final te suicidaste porque era insoportable darse cuenta qué quisiste contar en París era una fiesta.

Pero lo que lograste demostrar fue que los magos negros que no renuncian a su hambre de paraíso terrestre terminan por morfarse el mismísimo infierno.

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