1º edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2018
Interludio de magnates
Los días felices como hoy él siempre amanece un poco más tarde. Hoy no
tenía preocupaciones laborales ni familiares: hoy era el día semanal del
ajedrez.
El bronce del pomo había girado, la puerta rechinado y el perchero carísimo
hacía un rato que sostenía dos sacones todavía más caros. Más allá, dos tipos
jugaban a sentirse comunes arruinando la vida de un barrio.
Hace veinte años, el hombre que hoy se levantó feliz (y que en aquel
momento todavía era un tipo común) pasó la tarde en una feria de ciencias:
“Convivencia Armoniosa con el Ambiente”, financiada por un poderoso banco
lavaculpas del norte.
Después de escuchar durante horas a jóvenes de ideas y peinados muy
variados, llegó al stand de un olvidado liceo público. Un pibe de no más de 16
(con media cara escondida detrás del pelo) contaba lleno de desmedida humildad
su pequeño proyecto de almacenamiento parcial de la energía de los rayos de la
tormenta. “Cuando el rayo cae sobre el pararrayos en uno de los extremos de la
piscina llena con agua de mar, borbotea hidrógeno (producto de la reducción de
los protones del agua) y se almacena en un dispositivo como este. El rayo
continúa y hace tierra del otro lado donde se desprende oxígeno que también es
almacenado para su uso. Una simple electrólisis del agua con una descarga de
hasta 300.000 voltios.”
El hombre se endeudó hasta el apellido para invertir en esta genialidad
adolescente. Un par de años después nació la primera planta “Rayo de Vida” en
las costas del estuario. Hoy ese tipo conversa con su amigo de ochenta y pico y
su riqueza jamás volvió a caber en sus bolsillos. (Es responsable de 300
kilómetros de costa y del 40 % de la matriz energética del país.)
Ya era la tercera vez que se juntaban pero la partida llevaba varios días.
Estaba siendo miserablemente más rápida de lo que esperaban. El enérgico
inversionista ambiental había jaqueado atropelladamente al viejo, le comió un
pobre peón y un alfil (ya tenía la partida en el bolsillo). El viejo de mirada
arrugada, por otra parte, sólo había logrado comer un peón como consuelo a la
pérdida de su osado alfil. Pero él ganaba casi siempre y este pequeño cambio de
reglas no afectaba la situación.
-Estás comiendo piezas como desesperado. Te recuerdo que este es un juego
de paciencia. ¿De qué te reís?
-Me río porque ya te dije: vos tenés la calma del que nace rico. Yo me la
tengo que rebuscar para meterme en tu mundo.
-Vos siempre una víctima, ¿no?
-Te la jugaste demasiado por el policía ese que elegiste. Resultó ser un
cagón.
-Sí. Suerte que tengo dos alfiles. El segundo está por caer. Es un loquito
que ya fue reasignado.
-Ah. Mirá qué bien.
El viejito dejó la culpa y se puso a jugar.
-Es que me quiero llevar la flor. Ya que me estoy quejando, sigo: ¿y tu rey
para cuándo? A mí no me molesta darte ventaja pero tu rey no ha aparecido.
-Vos porque creés que el tuyo es inmortal. Pero ya vas a ver cómo se asusta
cuando vea su sangre (como le pasa a todo el mundo).
-Dale. Mové que ya se me está acalambrando la paciencia de verte así de
quieto.
DEL BARRIO 1
Diego: siempre pensé que era el nombre perfecto para él. Porque tiene dos
egos, uno pálido (como ajeno) pero otro puntiagudo latente, potencialmente
nocivo. Igual a una pobre mamushka de sólo dos piezas.
-El problema de Pinocho no es la nariz: es la boca. Si no aprendemos a
detectar bien los problemas es imposible.
El payaso Carcajada le gritaba a un interlocutor lejanamente borracho que
ya no lo escuchaba. Quedó solo y callado. Las sonrisas están cada vez más
difíciles y ya no hay quien las compre (deben ser lo único que cuanto más se
necesita, menos se compra). Después de treinta años en esto, hoy se levantó decidido
a buscar algo más. Un trabajo nuevo. Uno de los que no te llenan el alma pero
al menos sí la panza.
Y tuvo que volver a maquillarse (culpa de las lágrimas). Quién puede ver
morir a un niño y no llorar en su respeto. Todo sucedió de forma escalofriantemente
natural y para colmo se tuvo que ir, no fue cosa que lo culparan a él. (por
pobre.)
Cada vez es más difícil y cada vez hace más frío en las noches de tripa
vacía. Sus ideales siguen intactos sí, pero el cuerpo joven que antes los
contenía no. Mirarse aparecer las costillas como la ladera de un acantilado
erosionado lo desmorona.
Peor estaba la niña del tembloroso vestido negro. Sus labios violetas le
sonrieron al pasar. El payaso practicaba unas payasadas y los saludó con el
gorro.
-Buscamos a Raúl: él nos puede salvar.
-No tengo ni idea de donde puede estar. Pero puedo ayudar a buscarlo.
-No, gracias. Muy amable. Es raro porque siempre anda por acá. Yo siempre
le traía manzanas. Vamos, Darío, Hasta luego.
-Hasta luego, mi niña. Chau amigo.
Pero ahora debían ser más de las doce porque la gente buena ya no andaba
por ahí. Bueno, tal vez uno fuera de los buenos. Era pelado y pálido (como la
luna) y llevaba uniforme azul y manchado (como el cielo). Caminaba con la
mirada perdida de un hurgador que entra a un museo de arte moderno: como quien
no sabe las reglas, como quien recién se muda de barrio.
Estaba parado al lado de la moto y se metía un par de pastillas rosadas en
la boca. El payaso no lo conocía pero yo sí: desde chico había sido
inteligente. Demasiado. Tanto como para poder esconderlo y así evitar que su
padre le pegara. (Es que nadie puede saber más que un padre así.)
Para evitarse moretones en las neuronas dejó de usarlas y acató: “vas a ser
policía como tu padre”. La madre, mujer de sumisión enjaulada, le preparó unas
comidas caseras y las puso en el bolsillo de la mochila antes de que su hijo se
fuera para no volver. Primer destino: la escuela de policía. Segundo: la calle.
Tercero: la muerte. Como madre de un soldado espartano, se suponía que la mujer
debía estar orgullosa. Pero la única muerte que rogaba en silencio era la de su
marido.
-Desde lejos y a oscuras igual se nota que no es del barrio, mi amigo.
-Buenas noches, señor.
-Buenas noches, oficial. Soy el payaso Carcajada para lo que precise.
-Mucho gusto. Oficial Diego Miranda.
-¿Y qué lo trae por esta amada bichera a la que llamamos hogar?
-Me mandaron desde la central, paree que las cosas no andan muy bien por
acá en la vuelta.
-La orden de algún viejo pituco con el culo arriba de un sillón de cuero,
¿eh? ¡Qué sabrá cómo andamos por acá!
-Discúlpeme si lo ofendí, señor.
-Vos no, pibe. ¿Qué vas a tener que ver vos con la mierda que anda por los
barrios ricos? Seguro tenés más cosas en común con este viejo ridículo que le
mendiga sonrisas a la noche que con algún bota-lustrada-a-lengua
de más allá del barrio. Igual no le digas nada pero estamos como sudor de
espalda: todo pal culo. ¿Querés calentarte la tripa con un buchecito?
-Estoy en servicio, señor. Le agradezco.
-Servicio. Servicio. Qué palabra de mierda ¿no?
Algún rayo de sol ya se le entreveraba a la noche: su turno se terminaba.
Encendió la poderosa moto y toda la mañana se dio contra su cara helada
mientras volvía a casa. Increíblemente, había sobrevivido prácticamente ileso a
la primera puñalada de realidad. Ahora sólo quería entibiarse la cara contra su
almohada.
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