domingo

EL TALLER DE LA VIDA / confesiones (5)


HUGO GIOVANETTI VIOLA

Primera edición: Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada: Horacio Herrera.


13 /VALLEJO

Al empezar el liceo dejé la poesía y me puse a preparar cada materia con una compulsividad tan lastimosa que el inolvidable profesor Héctor Rey me paró un día por la calle para pedirme que no estudiara tanto. Otro récord mundial.

Pero en enero de 1963 fui a un cumpleaños de quince en el Club del Banco Comercial y bailé una sola pieza con una chiquilina y esa noche no pude dormir y mientras amanecía le escribí un poema a las facciones que encarnaron la primera visión de mi ánima, como define Carl Gustav Jung a esa especie de costilla complementadora interior que tarde o temprano debe sustituir, si queremos entrar en una adultez sana, a la femineidad materna que los varones cargamos constitutivamente.

Durante ese verano tuve un pre-romance de bicicleteos y charlas playeras con una chiquilina del barrio, pero no llegué al toque en absoluto. Y cuando empecé cuarto de liceo me tocó sentarme al lado de Albita, la generadora del poema post-baile, y ella me espejismó tanto que la única respuesta posible fue boxear estéticamente contra la desesperación para poder tatuarle al mundo el resplandor de mi alma. Y nunca más dejó de ser así.

La primera muleta estilística fue Bécquer por lo desahogante y cantador, pero al mostrarle las primeras cosas a mi padre noté que se frotaba el bigote como si pensara: Carajo, este muchacho se taró de golpe.

Y enseguida me compró los Veinte poemas de amor y una canción desesperada y no tuve problemas para ponerme a rueda del siglo y en poco tiempo ya engrampé un librito y lo empecé a mostrar, porque para el 34 oriental no encandilar al público era algo inconcebible.

Entonces la Programación Divina mandó rápidamente a Guillermo Fernández, que era amigo íntimo de mi padre pero venía poco a casa, y el hombre de calva luminosa y contemplación celeste parecido a Mel Ferrer me contó que a él le habían recomendado llevarle sus primeras caricaturas a un viejito famoso que tenía un Taller en el Ateneo y que el mismísimo Torres García las vichó con infinita piedad y lo mandó a estudiar dibujo con Alpuy. Y después me sondeó sonriendo y sugirió: Mirá, hay un poeta peruano que murió en París en los años treinta que es interesantísimo: César Vallejo. Te convendría leerlo.

Y se ofreció a prestarme los poetas completos que compiló Losada en un tomo que no tiene la prolijidad cronológica y ortográfica de la edición cubana dirigida por Fernández Retamar, aunque figura el extraordinario colofón que los camaradas suprimieron por considerarlo apócrifo: Cualquier causa que tenga que defender ante Dios más allá de la muerte, tengo un defensor: Dios.

En el segundo capítulo de estas confesiones escribí que me dejé devorar por el poeta de los jamases igual que si me largaran a correr por la espiral de una montaña rusa más abismalmente estrellada que el rostro de una muchacha, y ahora agrego que la lectura precoz y fanática del Cholo fue la lección de arte más importante que recibí en mi vida y además se transformó en un código secreto de comunión con mi padre, que también se apoderó de aquel maná con el olfato de los elegidos. Porque el arte se come. O más. Y aquí es bueno recordar lo que escribió Joaquín Sabina en la canción que le dedicó a Joan Manuel Serrat: Detrás está la gente que necesita / su música bendita / más que comer

Dos domingos antes de morir mi padre almorzó por última vez con la familia en la cocina y después que mi madre sirvió un pollo medio quemado me hizo erizar con un esmerilamiento horrendo y murmuró: ¡qué hacer!

Y yo le contesté igual que si me hubiesen apretado un botón en la garganta: ¿Y qué dejar de hacer, que es lo peor? / Sino vivir, sino llegar / a ser lo que uno es entre millones / de panes, / entre miles de vinos, entre cientos de bocas / entre el sol y su rayo que es de luna / y entre la misa, el pan, el vino y mi alma. Y él cabeceó sonriendo: Es verdad.

Y la mañana que decidimos internarlo y lo sacaron cargado del dormitorio entre mi madre y mi hermano como si fuera el pellejo de Miguel Ángel en el Juicio Final yo estaba en la puerta de mi cuarto y no hubiera podido tener pan en los ojos, como escribió indeleblemente Juan Carlos Macedo, si no me hubiese animado a decirle de golpe: Y pensándolo en oro, eres de acero.

Porque César Vallejo inventó uno de los pocos lenguajes que conozco que es tan inclasificablemente abarcador como la vida misma. Y el hombre-masa snob que se llena la boca con Neruda no sabe digerirlo.


14 / ELLA

A mitad de 1963 formamos un grupo de viaje y en una función a beneficio que organizamos en el cine Maracaná supe que Albita tenía un novio de veintidós años. El tipo era un galán coleccionista de bomboncitos y yo tenía quince años y medía uno sesenta y usaba ortodoncia.

Fue un invierno bravísimo y sobreviví adorando y boxeando: le dejaba un poema nuevo por día a mi padre en la mesa de luz y llegué a entusiasmarlo con dos versos escritos después del velorio de la abuela de Albita: Cuando volvimos / las calles conducían hacia ninguna parte.

Y la vida premia con mucha puntualidad al amor desinteresado. La única fuente de ingresos que nos quedaba era una rifa y en setiembre organizamos un baile en el Oceanía y al otro día fuimos a retirar la bebida que había sobrado y me tomé un cajón de chopitos sin comer y acompañé caminando a la pobre muchacha hasta su casa de Nuevo Malvín y sé que cuando volví la llamé por teléfono para pedirle disculpas por todo lo que le había dicho y me di cuenta que no estaba enojada en absoluto. Lo terrible de la hiperlabia es que uno jamás puede acordarse bien de lo que dice. Con alcohol o sin alcohol.

De lo que me acuerdo bien es que en un mediodía muy dorado mi madre me dejó ponerme el pulóver de ban-lon para ir al liceo y cuando me lo estiró en la puerta comentó con las mejores intenciones del mundo, posiblemente: Quisiera ser ella.

Entonces Susana Pavan, una compañera de clase, me pidió que le prestara mis poemas y se los mostró en secreto a Albita y al final de un picnic que hicimos en Solymar los pinos se amilagraron de golpe y salimos a caminar solos con ella y fue como si respiráramos la magia del soneto de Leopoldo Lugones: Al promediar la tarde de aquel día / cuando iba mj habitual adiós a darte / fue una vaga congoja de dejarte / lo que me hizo saber que te quería. / Tu alma, sin comprenderlo, ya sabía. / Con su rubor me iluminó al hablarte / y al separarnos te pusiste aparte / del grupo, amedrentada todavía. / Fue silencio y temblor nuestra sorpresa / mas ya la plenitud de la promesa / nos infundía un júbilo tan blando / que nuestros labios suspiraron quedos. / Y tu alma estremecíase en tus dedos / como si se estuviera deshojando.

Pero nadie, y mucho menos nosotros mismos, pudo entender la verdadera trama del enganche que nos obligó a caminar y charlar en pareja durante todas las excursiones rambleras que hacía el grupo hasta la Plaza Virgilio. Para eso hay que leer a C. G. Jung. Y cada vez que Albita se acordaba de la abuela y decía Dios mío, yo la corregía con mucho más ternura que un borracho de Paco Espínola: Dios no es tuyo. No es tuyo. Dios es de todos. En un cuento titulado Festejen reproduje casi con total literalidad el viaje que hicimos a Porto Alegre en enero del 64 aunque no lo expliqué, por supuesto. La mayoría de las historias básicas de este libro ya fueron reinventadas en relatos más o menos eficaces y la summa pretende complementarlos con repeticiones captadas por otro tipo de montaje.

Lo que nadie llegó a entender en el Brasil fue por qué Albita permitió que yo le agarrara la cintura durante toda una semana cada vez que cruzábamos una calle o las veredas se ponían densas. Ahí el toque era doble. Ella siempre dejó muy claro que yo no le gustaba para novio y la madre, que viajó con nosotros, me odiaba peor que a un mal partido para la nena. Yo pude verla desnudarse, además, desde un cuarto a otro del hotel por un descuido en el cierre de las persianas y, aunque vivía erecto y usaba suspensor para que no se me notara, di vuelta la cabeza. Pero lo cierto es que aunque no hubiera hambre de la que muerde, aquel brazo en la cintura espesaba el amor de cada uno por su otro. Y que, como en el Cantar de los cantares, la espiritualidad generaba una unión sobrehumanamente erótica.

El jueves aullé durante horas agarrotado por un cólico estomacal seguramente histérico y el viernes me le declaré y el sábado dijo que sí y escandalizamos al grupo nada más que tres días, porque Albita me dejó apenas volvimos a Montevideo argumentando que me había aceptado por piedad. Yo velé mi espejismo llorando hasta el retorcimiento, pero con el tiempo miraba a mis amigos y no podía entender cómo podían vivir sin haberla enamorado boxeando contra el mundo. A Ella.

Cuando el ómnibus salió de Porto Alegre era de noche y los muchachos se confabularon para que nos sentáramos juntos y de repente Albita me dio la mano como una verdadera novia y me sentí en el cielo. No habrá durado más de diez minutos, pero en aquel viaje fuimos dos peces aprendiendo a volar para siempre en el aire del otro.


15 / EL TABOR

Al otro año me prestaron una guitarra brasilera de tapa azul y empecé a estudiar con Leonel Roche, un vecino que había sido alumno de Olga Pierri. No me quiso cobrar las clases porque nosotros conocíamos mucho a Chichita, su esposa, una visitadora social que también daba inyecciones a domicilio y a veces traía a casa a sus tres hijas: Amalia, Julia Elena y Liliana.

Mi profesor de guitarra andaba por los treinta y pico y ya era un hombre completo. Su madre, la legendaria Julia Arévalo de Roche, fue la primera diputada comunista del Uruguay, y Leonel siempre dice que lo mismo pudo haber terminado como monja misionera en la China. Pero era una heroína-loba de formación stalinista que desde que vivían en el campo caía presa a cada rato y según el hijo se hubiera animado a morderle las venas a los caballos de los milicos en las manifestaciones.

En los desfiles patrios no lo dejaba comprar la banderita uruguaya, sin embargo. Porque para ella la gran patria era otra. Leonel militó espartanamente hasta pasados los veinte años, aunque nunca pudo gritar Viva el Partido Comunista en ningún acto y una vez que un prominente camarada le trajo un busto de Stalin de la URSS lo regaló enseguida.

Yo aprendí rapidísimo a leer algunas obras clásicas y a cantar lo que llamábamos folklore, que en aquel tiempo venía de la Argentina. Y a los diecinueve años, después que tenía la banda beatlera y sacaba solo las canciones Leonel me pasó unas clases en una guardería porque no daba abasto y me salvó la vida laboral hasta hoy. Llevo cuarenta años ganando un sueldo digno con este trabajo paradisíaco.

Y sin embargo mi propio profesor tuvo que reengancharse con su primer oficio, el de carpintero y lustrador, porque en las clases se quedaba tanto tiempo charlando con los alumnos o las madres, que pasó de ser un docente musical a un enamorador de la perfección humana a domicilio y se le volvió imposible cumplir con la agenda.

Lo que nunca dejó de hacer fue organizar campamentos en la Sierra de las Ánimas o el Arequita o el salto del Penitente con cuidadosísima ciencia, y lo que se generaba en esas peregrinaciones donde convivía gente de muy distintas edades era una especie de transfiguración grupal realmente meteórica. Yo fui unas cuantas veces lidiando con mis miedos y malacrianzas y nunca disfruté del todo de la comunión con el verdor salvaje y los pozos azules y los cielazos que transformaron al mismísimo Artigas en un Hombre Nuevo capaz de diseñar una comunidad digna de la mejor historia del planeta, pero cuando la espiral ascendente nos transportaba a todos a una Más Dimensión como la que respiraron Jesús y Pedro y Juan y Santiago en el Tabor entendía que la fe en el trasluz misterioso de lo que nos trasciende es absolutamente invencible.

Leonel tiene ochenta años y es posible que abandone este mundo sin poder aceptar conceptualmente su religiosidad. Pero desde que lo conozco asegura que él jamás se hubiese salvado si no lo hubiese protegido algo. Y esa es la única definición perfecta que yo conozco de religiosidad.

En mi caso, tuve que esperar a tener veinticinco años y vivir a la intemperie en París para sentir esa protección infalible, y mucho más exacta que la previsible causalidad física, que sobrevuela a la pureza hermética. Porque Teilhard de Chardin dixit, Dios no hace: hace hacer. Y cada uno de nosotros es el que elige hacer penetrar al Dueño en su Morada.

Las consignas que nos proponía Roche en los viajes eran No fallar, No quejarse y De lo bueno poco. Y un atardecer lo descubrí en el campamento observando con pobreza de espíritu la fotito de su segunda hija, Julia Elena, que sufría de una cardiopatía congénita y murió durante una operación cuando todavía iba a la escuela.

En aquellas peregrinaciones nunca nos salió mal nada.

Los que fueron lo saben. Y además nadie puede haber escuchado quejarse a Leonel Roche de las injusticias de la vida. Porque él nació sabiendo que el universo está bien hecho.

Lo que es capaz de desesperarlo casi hasta el desequilibrio, como al Seymour Glass de J. D. Salinger, es la bestialidad del hombre-masa. Y su cerrazón dogmática sobre el papel moralizante que debe cumplir el arte es más insoportable que la de Platón o la de Joaquín Torres García. Y aunque eso me enoje mucho, hay que reconocer que no está mal acompañado.

En París le pregunté a Atahualpa Yupanqui si se acordaba del hijo más chico de doña Julia Arévalo y el trovador con esqueleto de piedra sonrió: Claro. Aquel muchachito que me iluminaba desde un rincón con los ojazos mojados.

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