martes

VENECIA SE RECONCILIA CON TINTORETTO TRAS 500 AÑOS DE CELOS, INTRIGAS Y JUEGO SUCIO



por Irene Hernández Velasco


El Palacio Ducal acoge la primera retrospectiva del artista en más de 80 años, desde la que protagonizó en 1937

Será la gran apuesta para celebrar el 500 aniversario del nacimiento del artista, una de las figuras esenciales del arte italiano del siglo XVI

Bajo una lápida triste, desnuda y arrinconada, situada en la penumbra de una iglesia alejada de los circuitos turísticos multitudinarios de Venecia, la magnífica Madonna dell'Orto, descansan desde 1594 los restos mortales de uno de los más grandes artistas que haya visto el mundo: Jacopo Comin, al que en su juventud llamaron Jacopo Robusti, y siempre más conocido como Tintoretto.

Esa tumba pobre y olvidada, tan alejada del suntuoso y opulento monumento funerario levantado para mayor gloria de su rival Tiziano en la vecina Iglesia de Santa Maria dei Frari, cuenta una historia. Revela la compleja relación que la ciudad de los canales ha mantenido siempre con Tintoretto, probablemente el más veneciano de todos los pintores venecianos. Porque Tintoretto no sólo nació en 1518 en la mismísima ciudad de Venecia (a diferencia por ejemplo de Giorgione, Tiziano o Veronese, que lo hicieron en terraferma, en la Venecia continental) sino que durante sus 75 años de vida tan sólo la abandonó una vez, ya sexagenario, para viajar a la vecina Mantua. Y sin embargo Venecia, que cuenta nada menos que con 21 iglesias con obras de Tintoretto y con muchísimas otras piezas suyas repartidas por toda la ciudad, con frecuencia ha tratado a ese artista no sólo con desdén sino con abierta antipatía y evidente rencor. Por no decir odio.

Sólo ahora, cuando se cumplen 500 años del nacimiento de Tintoretto, Venecia trata de hacer las paces de una vez por todas con el pintor. A partir del 7 de septiembre la ciudad le va a dedicar en el Palacio Ducal una gran exposición, la primera tras casi 80 años de la única y solitaria retrospectiva que en 1937 Venecia consagró a Tintoretto. Una prueba más de la hostilidad que durante siglos ha suscitado Jacopo Robusti y que ha sido tan enconada que hasta se granjeó el interés de Jean-Paul Sartre.

«La historia de Tintoretto, retrato del artista pintado en vida por su ciudad natal, deja transparentar una animadversión que no cede. La Ciudad de los Dogos nos hace saber que siente tirria por el más célebre de sus hijos. No es que lo diga: lo desliza, lo sugiere, lo transmite», asegura el filósofo francés en el delicioso ensayo que en 1957 consagró a Tintoretto y que en España ha publicado la editorial Gadir bajo el título Venecia, Tintoretto. «Más que una aversión declarada, es una frialdad, un descontento, la insidiosa diseminación de un rechazo», sentencia Sartre.

La historia de Tintoretto, y por ende de la inquina veneciana contra él, se vislumbra recorriendo la ciudad de los canales. Empezando por la Iglesia de San Cassiano, donde no sólo se pueden admirar tres obras suyas sino que se supone que allí fue donde fue bautizado Jacopo Robusti, conocido como Tintoretto porque su padre, Battista Robusti, era tintorero.

Extravagante, caprichoso, rápido y resuelto. El cerebro más terrible que haya tenido la pintura 

Cuentan que ya desde niño le apasionaba la pintura y que se dedicaba a dibujar con colores las paredes de la tintorería de su padre. Así que éste, un día de 1530, decidió llevarlo al taller de Tiziano, el gran artista de la época, donde el joven entró como aprendiz con tan sólo 12 años. Pero nada más ver el primer dibujo salido de sus manos Tiziano ordenó a Girolamo, uno de sus más fieles colaboradores, que pusiera a Tintoretto de patitas en la calle. Eso es al menos lo que sostiene el pintor y escritor Carlo Ridolfi en la biografía sobre Tintoretto que publicó en 1642, y en la que asegura que el maestro decidió expulsar de su taller al joven Jacopo Robusti al ver lo condenadamente bueno que era y temiendo que en el futuro pudiera convertirse en un peligroso rival.

El viejo Tiziano desde luego tenía ojo: aquel chaval resultó ser un genio. Y también un precursor, un rebelde, un osado que pintaba de un modo desconocido hasta entonces. La prueba está en El milagro de San Marcos, más conocido como El milagro del esclavo, la tela que pintó en 1548 y que desató un enorme revuelo. Porque en lugar de hacer del santo el gran protagonista del cuadro, como se esperaba dado que la obra le había sido encargada por la Scuola di San Marco en honor de su protector, Tintoretto optó por representarlo en lo alto de la escena, con el rostro en penumbra, y hacer del esclavo la pieza central de esa pintura. Una pintura que no sólo era revolucionaria por su composición sino también por su ejecución, por las pinceladas con las que Tintoretto había conseguido convertir ese cuadro en luminiscente.

La originalidad de esa obra (que en la actualidad se encuentra en la Academia de Venecia) aturdió a los contemporáneos de Tintoretto, los escandalizó. El pintor se ganó de ese modo detractores enconados. Y, arrinconado, se metamorfoseó. «Jacopo se transformó en sí mismo, se volvió aquel proscrito frenético y acosado: el Tintoretto», sentencia a propósito Jean-Paul Sartre. «La obstinación se volvió rabia: quería producir, producir sin cesar, vender, aplastar a sus rivales por el número y las dimensiones de sus lienzos».

Nadie sabe a ciencia cierta cuántos cuadros pintó Tintoretto. Hay quien dice que suman 468, quien asegura que fueron 420, quien sostiene que andan por los 300. Suyo es, por ejemplo, el óleo más grande del mundo: una tela de siete metros de altura por 22 de ancho (hablamos en total de una superficie de 154 metros cuadrados, más grande que la mayoría de las viviendas) en la suntuosa sala del Consejo Mayor del Palacio Ducal y que representa el Paraíso. Lo que está claro es que Tintoretto pintó más que cualquiera de los otros artistas de su tiempo, más incluso de lo que parece humanamente posible, con tal ahínco e insistencia que se ganó el apodo de El Furioso.

El pintor Federico Zuccaro, por ejemplo, le acusaba públicamente de haber llevado a la pintura a la decadencia por culpa de su frenesí y su furor a la hora de crear. Y Giorgio Vasari, en su famoso libro de 1568 sobre los más importantes artistas italianos del siglo XVI, despreciaba la forma de pintar de Tintoretto tan «distinta a la de los otros pintores» y le echaba en cara que no terminara sus cuadros como Dios manda.

Pero Tintoretto no sólo escandalizaba por su peculiar técnica pictórica o su frenético modo de producir cuadros sin parar. También desataba estupor por los métodos que empleaba para conseguir encargos, por no respetar las jerarquías establecidas. Era un tipo que simplemente no cumplía las reglas, en una época en que las reglas estaban fuertemente codificadas. Durante sus primeros 15 años como pintor había aprendido que los concursos no los ganaban los mejores, sino los que contaban con más apoyos. Así que empezó a jugar sucio, a recurrir a métodos tramposos para conseguir encargos.

El ejemplo más clamoroso se encuentra en la Scuola Grande de San Rocco, una antigua confraternidad dedicada a la beneficencia. El 31 de mayo de 1594, la presidencia de esa cofradía decidió embellecer su sala de reuniones con un lienzo en el óvalo central de su techo. Se convocó un concurso en el que participaron Veronese, Schaivone, Salviati y Zuccaro, entre otros. Pero Tintoretto sobornó a unos empleados de la Scuola Grande de San Rocco, se hizo con las medidas exactas del óvalo y mientras los demás presentaban bocetos, él mostró la obra ya terminada y colocada en su lugar.

«Un esbozo se presta a malentendidos; ya que estaba, he preferido ir hasta el final, pero, si no les gusta, señores, mi obra, se la regalo: no a ustedes, sino a San Roque, su patrón, que tantas muestras me ha dado de bondad», cuentan que argumentó. Con el detalle de que Tintoretto sabía muy bien que los estatutos de la cofradía prohibían explícitamente rechazar donaciones piadosas. El resultado es que entre 1564 y 1588 Tintoretto realizó la decoración completa de la Scuola Grande de San Rocco y de la iglesia adyacente, dedicada también a ese santo, creando en total 67 obras para ese lugar y transformándola en su particular Capilla Sixtina.

Y repitió la misma jugada en el Palacio Ducal. Cuando en 1571 el Dux organizó un concurso para crear una obra en conmemoración la batalla de Lepanto, en lugar de un boceto Tintoretto presentó el lienzo terminado y lo regaló.

Todos esos métodos tan poco ortodoxos le granjearon muchas críticas y enemistades. Es verdad que Tintoretto consiguió de ese modo hacerse con una posición social, contrajo matrimonio con una burguesa, dejó de lado a sus competidores, puso en pie un floreciente taller/empresa, se hizo famoso, se compró una bonita casa con vistas sobre un canal (en el número 3399 de Fondamenta dei Mori, donde una placa recuerda a los pocos turistas que se acercan que ahí estuvo su casa).

Pero aunque Venecia está repleta de obras de Tintoretto, aunque su ímpetu le llevó a pintar en cualquier iglesia, capilla, edificio, palacio, fachada, techo, sala de reuniones, altar o tribunal a su alcance, poseído por una especie de obsesión por dejar su sello en todos lados, lo cierto es que durante mucho tiempo Venecia se salió con la suya y Tintoretto cayó en el olvido.

«Hace 200 años nadie hablaba de Tintoretto. Se hablaba de Miguel Ángel, de Leonardo, de Tiziano... Pero no de Tintoretto, su nombre había sido borrado», nos cuenta Francisco Posocco, el actual gran guardián de la Escuela Grande de San Rocco. Un olvido motivado tanto por la aversión que a lo largo de los siglos ha despertado la figura de Tintoretto como por las dificultades que entraña su particular modo de pintar.

«Tintoretto es el pintor de los pintores. Es un pintor difícil, para entenderlo en su plenitud hay que ser pintor», sentencia Francisco Posocco. «Su pintura no es manierista, es una pintura de sentimientos, de interioridades. Tintoretto pinta la intimidad, sus retratos son radiografías del alma. Por eso y por sus escenografías, por su concepto del espacio, es el pintor que abre las puertas a la modernidad», subraya.

De hecho, Tintoretto siempre ha fascinado a otros pintores. Sólo hay que ver que cuando Felipe IV envió a Velázquez a Italia a comprar cuadros para su colección de arte, este regresó con alrededor de 110 lienzos, de las cuales nada menos que 40 eran de Tintoretto. Cinco de ellos, considerados obras maestras, se podrán contemplar a partir de septiembre en la gran retrospectiva que Venecia dedica por fin a su artista, y en la que también habrá obras suyas llegadas de Viena, Berlín, Londres, París, Praga, Lyon, Rotterdam, Dresde, Nueva York, Chicago, Washington... La exposición viajará posteriormente a la National Gallery de Washington.

Pero fue el escritor y crítico de arte británico John Ruskin el principal responsable del proceso de rehabilitación que ha resucitado a Tintoretto. El 23 de septiembre de 1845, durante un viaje a Venecia, Ruskin se queda «sobrecogido» ante la fuerza de la pintura de Jacopo Robusti, según le confesaba a su padre en una carta. Tan sobrecogido que en sus exitosos libros Pintores Modernos y Las piedras de Venecia (de este último se tiraron nada menos que 18 ediciones) Ruskin se ocupó con profusión de Tintoretto, contribuyendo así a establecer su fama internacional.

«Extravagante, caprichoso, rápido y resuelto. El cerebro más terrible que haya tenido nunca la pintura», describía Giorgo Vasari a Tintoretto en 1568. Y más ahora que por fin le ha ganado el pulso a Venecia.

(EL MUNDO / 29-8-2018)

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+