Este
dizque era un hombre que se llamaba Peralta. Vivía en un pajarate muy grande y
muy viejo, en el propio camino real y afuerita de un pueblo donde vivía el Rey.
No era casao y vivía con una hermana soltera, algo viejona y muy aburrida.
No
había en el pueblo quién no conociera á Peralta por sus muchas caridades: él
lavaba los llaguientos; él asistía á los enfermos; él enterraba á los muertos;
se quitaba el pan de la boca y los trapitos del cuerpo para dárselos á los
pobres; y por eso era que estaba en la pura inopia; y á la hermana se la
llevaba el diablo con todos los limosneros y leprosos que Peralta mantenía en
la casa. "¿Qué te ganás, hombre de Dios -le decía la hermana-, con
trabajar como un macho, si todo lo que conseguís lo botás jartando y vistiendo
á tanto perezoso y holgazán? Casáte, hombre; casáte pa que tengás hijos á quién
mantener". "Cálle la boca, hermanita, y no diga disparates. Yo no
necesito de hijos, ni de mujer ni de nadie, porque tengo mi prójimo á quién
servir. Mi familia son los prójimos". "¡Tus prójimos! ¡Será por tanto
que te lo agradecen; será por tanto que ti han dao! ¡Ai te veo siempre más
hilachento y más infeliz que los limosneros que socorrés! Bien podías comprarte
una muda y comprármela á yo, que harto la necesitamos; o tan siquiera traer
comida alguna vez pa que llenáramos, ya que pasamos tantos hambres. Pero vos no
te afanás por lo tuyo: tenés sangre de gusano".
Esta
era siempre la cantaleta de la hermana; pero como si predicara en desierto
frío. Peralta seguía más pior; siempre hilachento y zarrapastroso, y el bolsico
lámparo lámparo; con el fogoncito encendido tal cual vez, la despensa en las
puras tablas y una pobrecía, señor, regada por aquella casa desde el chiquero
hasta el corredor de afuera. Figúrese que no eran tan solamente los Peraltas,
sino todos los lisiaos y leprosos, que se habían apoderao de los cuartos y de
los corredores de la casa "convidaos por el sangre de gusano", como
decía la hermana.
Una
ocasioncita estaba Peralta muy fatigao de las afugias del día, cuando, á tiempo
de largarse un aguacero, arriman dos pelegrinos á los portales de la casa y
piden posada: "Con todo corazón se las doy, buenos señores -les dijo
Peralta muy atencioso-; pero lo van á pasar muy mal, porqu'en esta casa no hay
ni un grano de sal ni una tabla de cacao con qué hacerles una comidita. Pero
prosigan pa dentro, que la buena voluntá es lo que vale".
Dentraron
los pelegrinos; trajo la hermana de Peralta el candil, y pudo desaminarlos á
como quiso. Parecían mismamente el taita y el hijo. El uno era un viejito con
los cachetes muy sumidos, ojitriste él, de barbitas rucias y cabecipelón. El
otro era muchachón, muy buen mozo, medio mono, algo zarco y con una mata de
pelo en cachumbos que le caían hasta media espalda. Le lucía mucho la saya y la
capita de pelegrino. Todos dos tenían sombreritos de caña, y unos bordones muy
gruesos, y albarcas. Se sentaron en una banca, muy cansaos, y se pusieron á
hablar una jerigonza tan bonita, que los Peraltas, sin entender jota, no se
cansaban di oirla. No sabían por qué sería, pero bien veían que el viejo
respetaba más al muchacho que el muchacho al viejo; ni por qué sentían una
alegría muy sabrosa por dentro; ni mucho menos de dónde salía un olor que
trascendía toda la casa: aquello parecía de flores de naranjo, de albahaca y de
romero de Castilla; parecía de incensio y del sahumerio de alhucema que le
echan á la ropita de los niños; era un olor que los Peraltas no habían sentido
ni en el monte, ni en las jardineras, ni en el santo templo de Dios.
Manque
estaba muy embelesao, le dijo Peralta á la hermana: "Hija, date una
asomaíta por la despensa; desculcá por la cocina, á ver si encontrás alguito
que darles á estos señores. Mirálos qué cansaos están; se les ve la
fatiga". La hermana, sin saberse cómo, salió muy cambiada de genio y se
fué derechito á la cocina. No halló más que media arepa tiesa y requemada, por
allá en el asiento di una cuyabra. Confundida con la poquedá, determinó que
alguna gallina forastera tal vez si había colao por un güeco del bahareque y
había puesto en algún zurrón viejo di una montonera qui había en la despensa;
que lo qu'era corotos y porquerías viejas sí había en la dichosa despensa hasta
pa tirar pa lo alto; pero de comida, ni hebra. Abrió la puerta, y se quedó
beleña y paralela: en aquel despensón, por los aparadores, por la escusa, por
el granero, por los zurrones, por el suelo, había de cuanto Dios crió pa que
coman sus criaturas. Del palo largo colgaban los tasajos de solomo y de falda,
el tocino y la empella; de los garabatos colgaban las costillas de vaca y de
cuchino; las longanizas y los chorizos se gulunguiaban y s'enroscaban que ni
culebras; en la escusa había por docenas los quesitos, y las bolas de
mantequilla, y las tutumadas de cacao molido con jamaica, y las hojaldras y las
carisecas; los zurrones estaban rebosaos de frijol cargamanto, de papas, y de
revuelto di una y otra laya; cocos de güevos había por toítas partes; en un
rincón había un cerro de capachos de sal de Guaca; y por allá, junto al
granero, había sobre una horqueta un bongo di arepas di arroz, tan blancas, tan
esponjadas, y tan bien asaítas, que no parecían hechas de mano de cocinera
d'este mundo; y muy sí señor un tercio de dulce que parecía la mismita azúcar.
"Por fin le surtió á Peralta -pensó la hermana-. Esto es mi Dios pa
premiale sus buenas obras. ¡Hasta ai víver! Pues, aprovechémonos".
Y
dicho y hecho: trajo el cuchillo cocinero y echó á cortar por lo redondo; trajo
la batea grande y la c.olmó; y al momentico echó á chirriar la cazuela y á
regase por toda la casa aquella güelentina tan sabrosa. Como Dios li ayudó les
puso el comistraje. Y nada desganao qu'era el viejito; el mozo sí no comió
cosa. A Peralta ya no le quedó ni hebra de duda que aquello era un milagro
patente; y con todito aquel contento que le bailaba en el cuerpo sargentió por
todas partes, y con lo menos roto y menos sucio de la casa les arregló las
camitas en las dos puntas de la tarima. Se dieron las buenas noches y cada cual
si acostó.
Peralta
se levantó, escuro, escuro, y no topó ni rastros de los güéspedes; pero sí topó
una muchila muy grande requintada di onzas del Rey, en la propia cabecera del
mocito. Corrió muy asustao á contarle á la hermana, que al momento se levantó de
muy buen humor á hacer harto cacao; corrió á contarle á los llaguientos y á los
tullidos, y los topó buenos y sanos y caminando y andando, como si en su vida
no hubieran tenido achaque. Salió como loco en busca de los güéspedes pa
entregarles la muchila di onzas del Rey. Echó á andar y á andar, cuesta arriba,
porque puallí dizque era qui habían cogido los pelegrinos. Con tamaña lengua á
fuera se sentó un momentico á la sombra di un árbol, cuando los divisó por allá
muy arriba, casi á punto de trastornar el alto. Casi no podía gañir el
pobrecito de puro cansao qu'estaba, pero ai como pudo les gritó: "¡Hola,
señores; espéremen que les trae cuenta!". Y alzaba la muchila pa que la
vieran. Los pelegrinos se contuvieron á las voces que les dió Peralta. Al
ratico estuvo cerca d'ellos, y desde abajo les decía: "Bueno, señores,
aquí está su plata". Bajaron ellos al tope y se sentaron en un plancito, y
entonces Peralta les dijo: "¡Caramba qu'el pobre siempre jiede! Miren que
dejar este oral por el afán de venirse de mi casa. Cuenten y verán que no les
falta ni un medio!".
El
mocito lo voltió á ver con tan buen ojo, tan sumamente bueno, que Peralta,
anqu'estaba muy cansao, volvió á sentir por dentro la cosa sabrosa qui había
sentido por la noche; y el mocito le dijo: "Sentáte, amigo Peralta, en esa
piedra, que tengo que hablarte". Y Peralta se sentó. "Nosotros -dijo
el mocito con una calma y una cosa allá muy preciosa- no somos tales
pelegrinos; no lo creás. Este -y señaló al viejo- es Pedro mi discípulo, el que
maneja las llaves del cielo; y yo soy Jesús de Nazareno. No hemos venido á la
tierra más que á probarte, y en verdá te digo, Peralta, que te lucites en la
prueba. Otro que no fuera tan cristiano como vos, se guarda las onzas y si
había quedao muy orondo. Voy á premiarte: los dineros son tuyos: llevátelos; y
voy á darte de encima las cinco cosas que me querás pedir. ¡Conque, pedí por
esa boca!".
Peralta,
como era un hombre tan desentendido pa todas las cosas y tan parejo, no le dió
mal ni se quedó pasmao, sino que muy tranquilo se puso á pensar á ver qué
pedía. Todos tres se quedaron callaos como en misa, y á un rato dice San Pedro:
"Hombre, Peralta, fijáte bien en lo que vas á pedir, no vas á salir con
una buena bobada". "En eso estoy pensando, Su Mercé", contestó Peralta,
sin nadita de susto. "Es que si pedís cosa mala, va y el Maestro te la
concede; y, una vez concedida, te amolaste, porque la palabra del Maestro no
puede faltar". "Déjeme pensar bien la cosa, Su Mercé"; y seguía
pensando, con la cara pa otro lao y metiéndole uña á una barranquita. San Pedro
le tosía, le aclariaba, y el tal Peralta no lo voltiaba á ver. A un ratísimo
voltea á ver al Señor y le dice: "Bueno, Su
Divina Majestá; lo primerito que le pido es que yo gane al juego siempre que me
dé la gana". "Concedido", dijo el Señor. "Lo segundo
-siguió Peralta- es que cuando me vaya á morir me mande la Muerte por delante y
no á la traición". "Concedido", dijo el Señor. Peralta seguía
haciendo la cuenta en los dedos, y á San Pedro se lo llevaba Judas con las
bobadas de ese hombre: él se rascaba la calva, él tosía, él le mataba el ojo,
él alzaba el brazo y, con el dedito parao, le señalaba á Peralta el cielo; pero
Peralta no se daba por notificao. Después de mucho pensar, dice Peralta:
"Pues, bueno, Su Divina Majestá; lo tercero que mi ha de conceder es que
yo pueda detener al que quiera en el puesto que yo le señale y por el tiempo
qui á yo me parezca". "Rara es tu petición, amigo Peralta -dice el
Señor, poniendo en él aquellos ojos tan zarcos y tan lindos que parecía que
limpiaban el alma de todo pecao mortal, con solamente fijarlos en los
cristianos-. En verdá te digo que una petición como la tuya, jamás había oído;
pero que sea lo que vos querás". A esto dió un gruñido San Pedro, y,
acercándose á Peralta, lo tiró con disimulo de la ruana, y le dijo al oído, muy
sofocao: "¡El cielo, hombre! ¡Pedí el cielo! ¡No sias bestia!". Ni an
por eso: Peralta no aflojó un pite; y el Señor dijo: "Concedido".
"La cuarta cosa -dijo Peralta sumamente fresco- es que Su Divina Majestá
me dé la virtú di achiquitame á como á yo me dé la gana, hasta volveme tan
chirringo com'una hormiga". Dicen los ejemplos y el misal que el Señor no
se rió ni una merita vez; pero aquí sí li agarró la risa, y le dijo á Peralta:
"Hombre, Peralta; ¡otro como vos no nace, y si nace, no se cría! Todos me
piden grandor y vos, con ser un recorte di hombre, me pedís pequeñez. Pues,
bueno...". San Pedro le arrebató la palabra á su Maestro, y le dijo en
tonito bravo: "¿Pero no ve qu'esti hombre está loco?". "Pues no
me arrepiento de lo pedido -dijo Peralta muy resuelto-. Lo dicho, dicho".
"Concedido", dijo el Señor. San Pedro se rascaba la saya muslo
arriba, se ventiaba con el sombrero, y veía chiquito á Peralta. No pudo
contenerse y le dijo: "Mirá, hombre, que no has pedido lo principal y no
te falta sino una sola cosa". "Por eso lo'stoy pensando; no si apure
Su Mercé". Y se volvió á quedar callao otro rato. Por allá, á las mil y
quinientas, salió Peralta con esto: "Bueno, Su Divina Majestá; antes de
pedile lo último, le quiero preguntar una cosa, y usté me dispense, Su Divina
Majestá, por si fuere mal preguntao; pero eso sí: ¡mi ha de dar una contesta
bien clara y bien patente!". "¡Loco di amarrar! -gritó San Pedro
juntando las manos y voltiando á ver al cielo como el que reza el Bendito-. Va
á salir con un disparate gordo. ¡Padre mío, ilumínalo!". El Señor, que
volvió á ponerse muy sereno, le dijo: "Preguntá, hijo, lo que querás, que
todo te lo contestaré á tu gusto". "Dios se lo pague, Su Divina
Majestá... Yo quería saber si el Patas es el que manda en el alma de los
condenaos, go es vusté, go el Padre Eterno". "Yo, y mi Padre y el
Espíritu Santo juntos y por separao, mandamos en todas partes; pero al Diablo
l'hemos largao el mando del Infierno: él es amo de sus condenaos y manda en sus
almas, como mandás vos en las onzas que te he dao". "Pues bueno, Su
Divina Majestá -dijo Peralta muy contento-. Si asina es, voy á hacerle el
último pido: yo quiero, ultimadamente, que Su Divina Majestá me conceda la
gracia de que el Patas no mi haga trampa en el juego".
"Concedido", dijo el Señor. Y El y el viejito se volvieron humo en la
región.
Peralta
se quedó otro rato sentao en su piedra; sacó yesquero, encendió su tabaco, y se
puso á bombiar muy satisfecho. ¡Valientes cosas las que iba á hacer con aquel
platal! No iba á quedar pobre sin su mudita nueva, ni vieja hambrienta sin su
buena pulsetilla de chocolate de canela. ¡Allá verían los del sitio quién era
Peralta! Se metió las onzas debajo del brazo; se cantió la ruanita, y echó
falda abajo. Parecía mismamente un limosnero: tan chiquito y tan entumido; con
aquella carita tan fea, sin pizca de barba, y con aquel ojo tan grande y
aquellas pestañonas que parecían de ternero.
Al
otro día se fué p'al pueblo, y puso monte. ¡Cómo sería la angurria que se li
abrió á tanto logrero cuando vieron en aquella mesa aquella montonera di onzas
del Rey! "¿Onde te sacates ese entierro, hombre Peralta?, le decía uno.
"Este se robó el correo", decían otros en secreto; y Peralta se
quedaba muy desentendido. Se pusieron á jugar. La noticia del platal corrió por
todo el pueblo, y aquella sala se llenó de todo el ladronicio y todos los
perdidos. Pero eso sí; no les quedó ni un chimbo partido por la mitá; por más
trampas qui hacían, por más que cambiaban baraja, por más que la señalaban con
la uña, les dió capote, con ser que en el juego estaban toditos los caimanes
d'esos laos. "Con ésta no nos quedamos -dijo el más caliente-. A nosotros
no nos come este... -y ai mentó unas palabras muy feas-. ¡Voy á idiar unas
suertes, y mañana no le queda ni liendra á este sinvergüenza!". Y ai salió
del garito, echando por esa boca unos reniegos y unos dichos qui aquello
parecía un condenao.
Al
otro día, desdi antes di almorzar, emprendieron el monte. Hubo cuchillo, hubo
barbera; pero Peralta tampoco les dejó un medio. Como no era ningún bobo, se
dejaba ganar en ocasiones pa empecinarlos más. Determinaron jugar dao, y
montedao, y bisbís, y cachimona y roleta, á ver si con el cambio de juegos se
caía Peralta; pero si se caía á raticos, era pa seguir más violento echando por
lo negro y acertando en unos y en otros juegos.
Lo
más particular era que Peralta con tantísimo caudal como iba consiguiendo no se
daba nadita d'importancia, ni en la ropita, ni en la comida ni en nada: con su
misma ruanita pastusa de listas azules, con sus mismitos calzones
fundillirrotos se quedó el hombre, y con su mismita chácara de ratón di agua,
pelada y hecha un cochambre.
Pero
eso sí: lo qu'era limosnas ni el Rey las daba tan grandes. Su casa parecía
siempre publicación de bulas, con toda la pobrecía y todos los lambisquiones
del pueblo plañendo á toda hora; y no tan solamente los del pueblo, sino que
también echó á venir cuanto avistrujo había en todos los pueblos de por ai y en
otros del cabo del mundo. ¡Hasta de Jamaica y de Jerusalén venían los
pedigüeños! Pero Peralta no reparaba: á todos les metía su peseta en la mano; y
la cocina era un fogueo parejo que ni cocina de minas. Consiguió un montón de
molenderas, y todo el día se lo pasaba repartiendo tutumadas de mazamorra, los
plataos de frijol y las arepas de maíz sancochao. Y mantenía una maletada de
plata, la mismita que vaciaba al día.
Siguió
siempre lavando sus leprosos, asistiendo sus enfermos, y siempre con su sangre
de gusano, como si fuera el más pobrecito y el más arrastrao de la tierra.
Pero
lo que no canta el carro lo canta la carreta: ¡la Peraltona sí supo darse
orgullo y meterse á señora de media y zapato! Con todo el platal que le sacó al
hermano, compró casa de balcón en el pueblo, y consiguió serviciala y compró
ropa muy buena y de usos muy bonitos. Cada rato se ponía en el balcón, y apenas
veía gente, gritaba: "¡Maruchenga, tréme el pañuelo de tripilla, que voy á
visitar á la Reina! ¡Maruchenga, tréme los frascos de perjume pa ruciar por
aquí qu'está jediendo!". Y si veía pasar alguna señora, decía: "¡No
pueden ver á uno de peinetón ni con usos nuevos, porqui al momento la imitan
estas ñapangas asomadas!". Cuando salía á la calle, era un puro gesto y un
puro melindre; y auque era tan pánfila y tan feróstica caminaba muy repechada y
muy menudito, como sintiéndose muy muchachita y muy preciosa. "Maruchenga,
dáca la sombrilla qui hace sol; Maruchenga, sacame la crizneja; Maruchenga,
componeme el esponje, que se me tuerce"; y no dejaba en paz á la pobre
Maruchenga, con tanto orgullo y tanta jullería.
La
caridá de Peralta fué creciendo tanto que tuvo que conseguir casas pa recoger
los enfermos y los lisiaos; y él mismo pagaba las medecinas, y él mismo con su
misma mano se las daba á los enfermos.
Esto
llegó á oídos de su Saca Rial y lo mandó llamar. Los amigos de Peralta y la
Peraltona le decían que se mudara y se engalanara hartísimo pa ir á cas del
Rey; pero Peralta no hizo caso, sino que tuvo cara de presentársele con su
mismito vestido y á pata limpia, lo mismo qui un montañero. El Rey y la Reina
estaban tomando chocolate con bizcochuelos y quesito fresco, y pusieron á
Peralta en medio de los dos, y le sirvieron vino en la copa del Rey qu'era di
oro, y l'echaron un brinde con palabras tan bonitas, qui aquello parecía lo
mismo que si fuera con el obispo Gómez Plata.
Peralta
recorrió muchos pueblos, y en todas partes ganaba, y en todas partes socorría á
los pobres; pero como en este mundo hay tanta gente mala y tan caudilla echaron
á levantale testimonios. Unos decían qu'era ayudao; otros, qui ofendía á mi
Dios, en secreto, con pecaos muy horribles; otros, qu'era duende y que volaba
de noche por los tejaos, y qu'escupía la imagen de mi Amito y Señor. Toíto esto
fué corruto en el pueblo, y los mismos qu'él protegía, los mismitos que mataron
la hambre con su comida, prencipiaron á mormurar. Tan solamente el curita del
pueblo lo defendía; pero nadie le creyó, como si fuera algún embustero.
Toditico lo sabía Peralta, y nadita que se le daba, sino que seguía el mismito:
siempre tan humilde la criatura de mi Dios. El cura le decía que compusiera la
casa que se le estaba cayendo con las goteras y con los ratones y animales que
si habían apoderao d'ella; y Peralta decía: "¿Pa qué, señor? La plata
qu'he de gastar en eso, la gasto en mis pobres: yo no soy el Rey pa tener
palacio".
Estaba
un día Peralta solo en grima en dichosa la casa, haciendo los montoncitos de
plata pa repartir, cuando, ¡tun, tun! en la puerta. Fué á abrir, y... ¡mi amo
de mi vida! ¡Qué escarramán tan horrible! Era la Muerte, que venía por él.
Traía la güesamenta muy lavada, y en la mano derecha la desjarretadera encabada
en un palo negro muy largo, y tan brillosa y cortadora que s'enfriaba uno hasta
el cuajo de ver aquéllo! Traía en la otra mano un manojito de pelos que
parecían hebritas de bayeta, para probar el filo de la herramienta. Cada rato
sacaba un pelo y lo cortaba en el aire. "Vengo por vos", le dijo á
Peralta. "¡Bueno! -le contestó éste-. Pero me tenés que dar un placito pa
confesame y hacer el testamento". "Con tal que no sea mucho -contestó
la Muerte, de mal humor- porqui ando di afán". "Date por ai una
güeltecita -le dijo Peralta-, mientras yo mi arreglo; go, si te parece,
entretenéte aquí viendo el pueblo, que tiene muy bonita divisa. Mirá aquel
aguacatillo tan alto; trepáte á él pa que divisés á tu gusto".
La
Muerte, que es muy ágil, dió un brinco y se montó en una horqueta del
aguacatillo; se echó la desjarretadera al hombro y se puso á divisar.
"¡Dáte descanso, viejita, hasta qui á yo me dé la gana -le dijo Peralta-
que ni Cristo, con toda su pionada, te baja d'es'horqueta!".
Peralta
cerró su puerta, y tomó el tole de siempre. Pasaban las semanas y pasaban los
meses y pasó un año. Vinieron las virgüelas castellanas; vino el sarampión y la
tos ferina; vino la culebrilla, y el dolor de costao, y el descenso, y el
tabardillo, y nadie se moría. Vinieron las pestes en toítos los animales; pues
tampoco se murieron.
Al
comienzo de la cosa echaron mucha bambolla los dotores con todo lo que sabían;
pero luego la gente fue colando en malicia qu'eso no pendía de los dotores sino
di algotra cosa. El cura, el sacristán y el sepolturero pasaron hambres á lo
perro, porque ni un entierrito, ni la abierta di una sola sepoltura güelieron
en esos días. Los hijos de taitas viejos y ricos se los comía la incomodidá de
ver á los viejorros comiendo arepa, y que no les entraba la muerte por ningún
lao. Lo mismito les sucedía á los sobrinos con los tíos solteros y acaudalaos;
y los maridos casaos con mujer vieja y fea se revestían di una enjuria, viendo
la viejorra tan morocha, ¡habiendo por ai mozas tan bonitas con qué reponerlas!
De todas partes venían correos á preguntar si en el pueblo se morían los
cristianos. Aquello se volvió una batajola y una confundición tan horrible,
como si al mundo li hubiera entrao algún trastorno. Al fin determinaron todos
qu'era que la Muerte si había muerto, y ninguno volvió á misa ni á encomendarse
á mi Dios.
Mientras
tanto, en el Cielo y en el Infierno estaban ofuscaos y confundidos, sin saber
qué sería aquello tan particular. Ni un alma asomaba las narices por esos laos:
aquello era la desocupez más triste. El Diablo determinó ponese en cura de la
rasquiña que padece, pa ver si mataba el tiempo en algo. San Pedro se moría de
la pura aburrición en la puerta del Cielo; se lo pasaba por ai sentaíto en un
banco, dormido, bosteciando y rezando á raticos en un rosario bendecido en
Jerusalén.
Pero
viendo que la molienda seguía, cerró la puerta, se coló al Cielo y le dijo al
Señor: "Maestro; toda la vida l'he servido con mucho gusto; pero ai
l'entrego el destino; ¡esto sí no lo aguanto yo! ¡Póngame algotro oficio
qui'hacer o saque algún recurso!". Cristico y San Pedro se fueron por allá
á un rincón á palabriase. Después de mucho secreteo, le dijo el Señor:
"Pues eso tiene que ser; no hay otra causa. Volvé vos al mundo y tratá á
esi'hombre con harta mañita, pa ver si nos presta la muerte, porque si no nos
embromamos".
Se
puso San Pedro la muda de pelegrino, se chantó las albarcas y el sombrero y
cogió el bordón. Había caminao muy poquito, cuando s'encontró con un atisba que
mandaba el Diablo pa que vigiara por los laos del Cielo, á ver si era que todas
las almas s'estaban salvando. "¡Qué salvación ni qué demontres! -le dijo
San Pedro-. ¡Si esto s'está acabando!".
Esa
misma noche, casi al amanecer, llovía agua á Dios misericordia, y Peralta
dormía quieto y sosegao en su cama. De presto se recordó, y oyó que le gritaban
desdi afuera: "¡Abríme, Peraltica, por la Virgen, qu'es de mucha
necesidá!". Se levantó Peralta, y al abrir la puerta se topó mano á mano
con el viejito, que le dijo: "Hombre; no vengo á que me des posada tan
solamente; ¡vengo mandao por el Maestro á que nos largués la muerte unos días,
porque vos la tenés de pata y mano en algún encierro!". "Lo que
menos, su Mercé -dijo Peralta-. La tengo muy bien asegurada, pero no encerrada;
y se la presto con mucho gusto, con la condición de qui á yo no mi'haga
nada". "¡Contá conmigo!" -le dijo San Pedro-.
Apenitas
aclarió salieron los dos á descolgar á la Muerte. Estaba lastimosa la
pobrecita: flacuchenta, flacuchenta; los güesos los tenía toítos mogosos y
verdes, con tantos soles y aguaceros comu'había padecido; el telarañero se
l'enredaba por todas partes, qui aquello parecía vestido di andrajos; la pelona
la tenía llena di hojas y de porquería di animal, que daba asco; la herramienta
parecía desenterrada de puro lo tomaíta qu'estaba. Pero lo que más enjuria le
daba á San Pedro era que parecía tuerta, porqui'un demontres diavispa había
determinao hacer la casa en la cuenca del lao zurdo. Estaba la pobrecita balda,
casi tullida d'estar horquetiada tantísimo tiempo. De Dios y su santa ayuda
necesitaron Peralta y San Pedro pa descolgala del palo. Agarraron después una
escoba y unos trapos; le sacaron el avispero, y ello más bien quedó medio
decente. Apenas se vio andando recobró fuerza, y en un instantico volvió á
amolar la desjarretadera... y tomó el mundo. ¡Cómo estaría di hambrienta con el
ayuno! En un tris acaba con los cristianos en una semana. Los dijuntos parecían
gusanos de cosecha, y ni an los enterraban, sino que los hacían una montonera,
y ai medio los tapaban con tierra. En las mangas rumbaba la mortecina, porque
ni toda la gallinazada del mundo alcanzaba á comérsela. Peralta sí era verdá
que parecía ahora un duende, di aquí pa'cá, en una y en otra casa, amortajando
los dijuntos y consolando y socorriendo á los vivos.
La
Muerte si aplacó un poquito; los contaítos cristianos que quedaron volvieron á
su oficio; y como los vivos heredaron tanto caudal, y el vicio del juego volvió
á agarrarlos á todos, consiguió Peralta más plata en esos días que la qui había
conseguido en tanto tiempo. ¡Hijue pucha si'staba ricachón! ¡Ya no tenía ondi
acomodala!
Pero
cátatelo ai qui un día amanece con una pata hinchada, y le coló una discípula
de la mala. Al momentico pidió cura y arregló los corotos, porque se puso á
pensar qui harto había vivido y disfrutao, y que lo mismo era morise hoy que
mañana go el otro día. Mandó en su testamento que su mortaja fuera de limosna,
que le hicieran bolsico, y que precisadamente le metieran en él la baraja y los
daos; y comu'era tan humilde quiso que lo enterraran sin ataúl, en la propia
puerta del cementerio onde todos lo pisaran harto. Asina fué qui apenitas se le
presentó la Pelona cerró el ojo, estiró la pata y le dijo: "¡Matáme pues!".
¡Poquito sería lo duro que li asestó el golpe, con el rincor que le tenía!
Peralta
s'encontró en un paraje muy feíto, parecido á una plaza. Voltió á ver por todas
partes, y por allá, muy allá, descubrió un caminito muy angosto y muy lóbrego
casi cerrao por las zarzas y los charrascales. "Ya sé aonde se va por ese
camino -pensó Peralta-. ¡El mismito que mentaba el cura en las prédicas! ¡Cojo
pu'el otro lao!". Y cogió. Y se fué topando con mucha gente muy blanca y
di agarre, que parecían fefes o mandones, y con señoras muy bonitas y ricas que
parecían principesas. Como nunca fué amigo de metese entre la gente grande, se
fué por un laíto del camino, que se iba anchando y poniéndose plano como las
palmas de la mano. ¡María Madre si había qué ver en aquel camino! ¡Parecía
mismamente una jardinera, con tánta rosa y tánta clavellina y con aquel pasto
tan bonito! Pero eso sí: ni un afrecherito, ni una chapola de col ni un
abejorro se veía por ninguna parte ni pa remedio. Aquellas flores tan preciosas
no güelían, sino que parecían flores muertas.
Peralta
seguía á la resolana, con el desentendimiento de toda su vida. Por allá, en la
mitá di un llano, alcanzó á divisar una cosa muy grande, muy grandísima; mucho
más que las iglesias, mucho más que la Piedra del Peñol. Aquello blanquiaba
com'un avispero; y como toda la gente se iba colando á la cosa, Peralta se coló
también. Comprendió qu'era el Infierno, por el jumero que salía de p'arriba y
el candelón que salía de p'abajo. Por ai andaba mucha gente del mundo en conversas
y tratos con los agregaos y piones del Infierno.
El
se dentró por una gulunera muy escura y muy medrosa que parecía un socavón, y
fué á repuntar por allá á unas californias ondi había muchas escaleras que
ganar, y unos zanjones muy horrendos por onde corrían unas aguas muy mugrientas
y asquerosas. A tiempo que pasaba por una puertecita oyó un chillido como de
cuchinito cuando lo'stán degollando, y si asomó por una rendija. ¡Virgen! ¡Qué
cosa tan horrenda! No era cuchino: era una señora de mantellina y saya de
merinito algo mono, que la tenían con la lengua tendida en el yunque, con la
punta cogida con unas tenazonas muy grandes; y un par de diablos herreros muy
macuencos y cachipandos li alzaban macho á toda gana. ¡Hijue la cosa tan dura
es la carne de condenao! ¡Aquella lengua ni se machucaba, ni se partía, ni
saltaba en pedazos: ai se quedaba intauta! Y á cada golpe le gritaban los
diablos á la señora: "¡Esto es pa que levantés testimonios, vieja maldita!
¡Esto es pa que metás tus mentiras, vieja lambona! ¡Esto es pa qu'enredés á las
personas, vieja culebrona!". Y á Peralta le dio tanta lástima que salió de
güída.
De
presto se zampó por una puerta muy anchona; y cuando menos acató, se topó en un
salón muy grandote y muy altísimo que tenía hornos en todas las paredes, muy
pegaos y muy junticos, como los roticos de las colmenas onde se meten las
abejas. No había nadie en el salón; pero por allá en la mitá se veía un trapo
colgao á moda de tolda di arriero. Peralta si asomó con mucha mañita, y ai
estaba el Enemigo Malo acostao en un colchón, dormido y como enfermoso y
aburridón él. De presto se recordó; se enderezó, y á lo que vió á Peralta le
dijo muy fanfarrón y arrogante: "¿Qué venís hacer aquí, culichupao? Vos no
sos di aquí; ¡rumbati al momento!". "Pues, como nadie mi atajó, yo me
fuí colando, sin saber que me iba á topar con Su Mercé", contestó Peralta
con mucha moderación. "¿Quién sos vos?", le dijo el Diablo. "Yo
soy un pobrecito del mundo qui ando puaquí embolatao. Me dijeron qu'estaba en
carrera de salvación, pero á yo no mi han recebido indagatoria ni nadie si ha
metido con yo".
Al
momento le comprendió el Diablo qu'era alma del Purgatorio o del Cielo.
¡Figúresen, no entenderlo él, con toda la marrulla que tiene! Pero como los
buenos modos sacan los cimarrones del monte, y la humildá agrada hasta al mismo
Diablo, con ser tan soberbio, resultó que Peralta más bien le cayó en gracia,
más bien le pareció sabrosito y querido. "¿Su Mercé está como
enfermoso?", le preguntó Peralta. "Sí, hombre -contestó Lucifer como
muy aplacao-. Se mi han alborotao en estos días los achaques; y lo pior es que
nadie viene á hacerme compañía, porqu'el mayordomo, los agregaos y toda la
pionada no tienen tiempo ni de comer, con todo el trabajo que nos ha caído en
estos días". "Pues, si yo le puedo servir di algo á su Mercé -dijo
Peralta haciéndose el lambón-, mándeme lo que quiera, qu'el gusto mío es
servile á las personas".
Y
ai se fueron enredando en una conversa muy rasgada, hasta qu'el Diablo dijo que
quería entretenerse en algo. "Pues, si su Mercé quiere que juguemos alguna
cosita -dijo Peralta muy disimulao-, yo sé jugar toda laya de juegos; y en
prueba d'ello es que mantengo mis útiles en el bolsico". Y sacó la baraja
y los daos. "Hombre, Peralta -dijo el Diablo-, lo malo es que vos no tenés
qué ganarte, y yo no juego vicio". "¿Cómo nu he de tener -dijo
Peralta-, si yo tengo un alma como la de todos? Yo la juego con su Mercé, pues
también soy muy vicioso. La juego contra cualquiera otra alma de la gente de su
Mercé". El Enemigo Malo, que ya le tenía ganas á esa almita de Peralta,
tan linda y tan buenita, li aparó la caña al momentico.
Determinaron
jugar tute, y le tocó dar al Diablo. Barajó muy ligero y con modos muy bonitos;
alzó Peralta y principiaron á jugar. Iba el Diablo haciendo bazas muy
satisfecho, cuando Peralta tiende sus cartas, y dice: "¡Cuarenta, as y
tres! ¡No la perderés por mal que la jugués!". "¡Así será! -dijo el
Diablo bastante picao-. Pero sigamos á ver qué resulta". Pues, ¿qué había
de resultar? Que Peralta se fué de sobra. Se puso el Diablo como la ira mala, y
le dijo á Peralta, con un tonito muy maluco: "¿Vos sos culebra echada go
qué demonios?". "¡Tanté, culebra! Lo que menos, su Mercé -le contestó
Peralta con su humildá tan grande-. Antes en el mundo decían que yo dizque era
un gusano de puro arrastrao y miserable. Pero sigamos, su Mercé, que se
desquita". Siguieron; á la otra mano salió Peralta con tute de reyes.
"¡Doblo!", gritó Lucifer con un vozachón que retumbó por todo el
Infierno. La cola se le paró; los cachos se le abrían y se le cerraban como los
di un alacrán; los ojos le bailaban, que ni un trompo zangarria, de lo más
bizcornetos y horrendos; ¡y por la boca echaba aquella babaza y aquel chispero!
"Doblemos", dijo Peralta muy convenido. Ganó Peralta.
"¡Doblo!", gritó el Diablo.
Y
doblando, doblando, jugaron diecisiete tutes. Hasta que el Patas dijo:
"¡Ya no más!". Estaba tan sumamente medroso, daba unos bramidos tan
espantosos, que toitica la gente del Infierno acudió á ver. ¡Cómo se quedarían
de suspensos cuando vieron á su Amo y Señor llorando á moco tendido! Y aquellas
lagrimonas se iban cuajando, cuajando, cachete abajo, que ni granizo. En el
suelo iba blanquiando la montonera, y toda la cama del Diablo quedó tapadita.
Un diablito muy metido y muy chocante que parecía recién adotorao, dijo con
tonito llorón: "¡Nunca me figuré que á mi Señor le diera pataleta!".
"¿Pero por qué no seguimos, su Mercé? -dijo Peralta como suplicando-. Es
cierto que le he ganao más de treinta y tres mil millones de almas; pero yo veo
qu'el Infierno está sin tocar". "¡Cierto! -dijo el Enemigo Malo
haciendo pucheros-. Pero esas almas no las arriesgo yo: son mis almas queridas;
¡son mi familia, porque son las que más se parecen á yo!". Siguió moquiando,
y á un ratico le dijo á uno de sus edecanes: "¡ Andá, hombre, sacále á
este calzonsingente sus ganancias, y que se largue di aquí".
Como
lo mandó el Patas, asina mismo se cumplió. Mientras qui'una vieja ñata se
persina, fueron echando toditas las puertas del Infierno la churreta di almas.
Aquello era churretiar y churretiar, y no si acababa. Lo qui á Peralta le
parecía más particular era que, á conforme iban saliendo, s'iban poniendo más
negras, más jediondas y más enjunecidas. Parecía como si á todos los cristianos
del mundo les estuvieran sacando las muelas á la vez, según los bramidos y la
chillería. Sin nadie mandárselos aquellas almas endemoniadas fueron haciendo en
el aire un caracol que ni un remolino. Los aires se fueron escureciendo,
escureciendo, con aquella gallinazada, hasta que todo quedó en la pura
tiniebla.
Peralta,
tan desentendido como si no hubiera hecho nada, se fué yendo muy despacio,
hasta que s'encontró con los tuneros del caminito del Cielo. ¡Aquello era
caminar y caminar, y no llegaba! El tuvo que pasar por puentes di un pelo que
tenían muchas leguas; él tuvo que pasar la hilacha de la eternidá, que tan
solamente Nuestro Señor, ¡por ser quien es, la ha podido medir! Pero á Peralta
no le dió váguido, sino que siguió serenito, serenito, y muy resuelto, hasta
que se topó en las puertas del Cielo. Estaba eso bastante solo, y por allá
divisó á San Pedro recostao en su banco. Apenitas lo vió San Pedro, se le vino
á la carrera, se le encaró y le dijo, midiéndole puño: "¡Quitá di aquí, so
vagamundo! ¿Te parece que ti has portao muy bien y nos tenés muy contentos? ¡Si
allá en la tierra no ti amasé fue porque no pude, pero aquí sí chupás!".
"¡No se fije en yo, viejito; fíjese en lo que viene por aquel lao! Vaya á
ver cómo acomoda esa gentecita, y déjese de nojase". Voltió á ver San
Pedro, estiró bien la gaita y se puso la manito sobre las cejas, como pa vigiar
mejor; y apenas entendió el enredo, pegó patas; abrió la puerta, la golvió á
cerrar á la carrera y la trancó por dentro. Ni por ésas si agallinó Peralta, ni
le coló cobardía, ni cavilosió qu'en el Cielo le fueran á meter machorrucio.
No
bien se sintió San Pedro de puertas pa dentro corrió muy trabucao, y le hizo
una señita al Señor. Bajó el Señor de su trono, y se toparon como en la mitá
del Cielo, y agarraron á conversar en un secreto tan larguísimo que á toda la
gente de la Corte Celestial le pañó la curiosidá. Bien comprendían toditos, por
lo que manotiaba San Pedro y por lo desencajao qu'estaba, que la conversa era
sobre cosa gorda, ¡pero muy gorda! Las santas, qui anque sea en el Cielo
siempre son mujeres, pusieron los antiojos de larga vista pa ver qué sacaban en
limpio. ¡Pero ni lo negro e'l'uña! El Señor, qui había estao muy sereno
oyéndole las cosas á San Pedro, le dijo muy pasito á lo último: "¡En buena
nos ha metido este Peralta! Pero eso no se puede de ninguna manera: los
condenaos, condenaos se tienen que quedar por toda la eternidá. Andáte á tu
puesto, que yo iré á ver cómo arreglamos esto. No abrás la puerta; los que
vayan viniendo los entrás por el postigo chiquito".
Se
volvió el Señor pa su trono, y á un ratico le hizo señas á un santo, apersonao
él, vestido de curita, y con un bonetón muy lindo. El santo se le vino muy
respetoso, y hablaron dos palabras en secreto. Y bastante susto que le dio: se
le veía, porque de presto se puso descolorido y principió á meniase el bonete.
A ésas le hizo el Señor otra seña á una santica qu'estaba por allá muy lejos,
ojo con él; y la santica se vino muy modosa y muy contenta al llamao, y entró
en conversa con Cristico y el otro santo. Estaba vestida de carmelitana;
también tenía bonete que le lucía mucho, y en la una mano una pluma de ganso
muy grandota.
¡Esto
sí fue lo que más embelecó á las otras santas! Por todos los balcones empezó á
oise una bullita y unos mormullos, que la Virgen tuvo que tocar la campanita pa
que se callaran. ¡Pero nada que les valió! Figúrese qu'en ese momento salió un
ángel muy grande con un atril muy lindo, y más detrás un angelito de los
guitarristas, con la guitarrita colgada á un lao como carriel, y que llevaba en
las dos manitos un tinterón di oro y piedras preciosas; y después salieron dos
santicos negros con dos tabretes de plata; y los cuatro arreglaron por allá en
un campito de lo más bueno un puesto como d'escribano. El cura y la monjita se
fueron derecho á los tabretes, y cada cual se sentó. El angelito se quedó muy
formal teniendo el tintero.
¡Valientes
criaturas las de mi Dios! En esti angelito sí s'esmeró El: tenía la cabecita
com'una piña di oro; era de lo más gordito y achapao, con los ojos azulitos,
azulitos, que ni dos flores de linaza, y sus alitas de garza eran más blancas
qui una bretaña. Casi estaba en cueritos: tan solamente llevaba de la cinta
p'abajo un faldellín coposo di un jeme di ancho, di un trapo qui unas veces era
di oro y otras veces era de plata, flequiao de por abajo y con unos caracoles y
unas figuras de la pura perlería. Pero lo más lindo de todo, lo que más le
lucía al demontres del angelito, era la cargadera de la vigüelita, qu'era
todita de topacios y esmeraldas; la guitarrita también era muy linda, toda
laboriada y con clavijitas y cuerdas di oro. Dizque era el ángel de la guarda
de la monjita, y por eso 'staba tan confianzudo con ella.
La
santica entró como en un alegato con el cura; pero á lo último, él se puso á
relatar y ella á jalar pluma. ¡Esa sí era escribana! ¡Se le veía todo lo
baquiana qu'era en esas cosas d'escribanía! Acomodada en su tabrete, iba
escribiendo, escribiendo, sobre el atril; y á conforme escribía, iba colgando
por detrás de los trimotriles ésos, un papelón muy tieso ya escrito, que se iba
enrollando, enrollando. Sólo mi Dios sabe el tiempo que gastó escribiendo,
porque en el Cielo nu'hay reló. Por allá al mucho rato la monja echó una
plumada muy larga, y le hizo seña al Señor de que ya había acabao.
No
bien entendió el Señor, se paró en su trono, y dijo: "¡Toquen bando y que
entre Peralta!". Y principiaron á redoblar todas las tamboras del Cielo, y
á desgajarse á los trompicones toda la gente de su puesto, pa oir aquello nunca
oído en ese paraje: porque ni San Joaquín, el agüelito del Señor, había oído
nunca leyendas de gaceta en la plaza de la Corte Celestial. Cuando todos
estuvieron sosegaos en sus puestos y Peralta por allá en un rinconcito, mandó
Cristo que si asilenciaran los tamboreos, y dijo: "¡Pongan harto cuidao,
pa que vean que la Gloria Celestial nu'es cualquier cosa!". Y después se
voltió p'onde la monjita, y muy cariñoso, le dijo: "Leé vos el escrito,
hijita, que tenés tan linda pronuncia".
¡Caramba
si la tenía! Esu'era como cuando los mozos montañeros agarran á tocar el
capador; como cuando en las faldas echan á gotiar los rezumideros en los
charquitos insolvaos. La leyenda comenzaba d'esta laya: "Nós, Tomás di
Aquino y Teresa de Jesús, mayores d'edá, y del vecindario del Cielo, por
mandato de Nuestro Señor, hemos venido á resolver un punto muy
trabajoso..." tan trabajoso, tan sumamente trabajoso, que ni an siquiera
se puede contar bien patente las retajilas tan lindas y tan bien empatadas
escritas en la dichosa gaceta. ¡Hasta ai mecha la que tenían esos escribanos!
Ultimadamente
el documento quería decir qu'era muy cierto que Peralta li había ganao al
Enemigo Malo esa traquilada di almas con mucha legalidá y en juego muy limpio y
muy decente; pero que, mas sin embargo, esas almas no podían colar al Cielo ni
de chiripa, y que por eso tenían que quedasi afuera. Pero que, al mismo tiempo,
como todas las cosas de Dios tenían remedio, esta cosa se podía arreglar sin
que Peralta ni el Patas se llamaran á engaño. Y el arreglo era asina: que todas
las glorias que debían haber ganao esas almas redimidas por Peralta si
ajuntaran en una gloriona grande y se la metieran enterita á Peralta, qu'era el
que l'había ganao con su puño. Y que la cosa del Infierno si arreglaba d'esta
laya: qu'esos condenaos no volvían á las penas de las llamas sino á otro
infierno de nuevo uso que valía lo mismo qu'el de candela. Y era este Infierno
una indormia muy particular que sacaron de su cabeza el cura y la monjita. Esta
indormia dizqu'era d'esta moda: que mi Dios echaba al mundo treinta y tres mil millones
de cuerpos, y qu'esos cuerpos les metían adentro las almas que sacó Peralta de
los profundos infiernos; y qu'estas almas, manque los taitas de los cuerpos
creyeran qu'eran pal Cielo, ya'staban condenadas desde en vida; y que por eso
no les alcanzaba el santo bautismo, porque ya la gracia de mi Dios no les
valía, aunque el bautismo fuera de verdá; y que se morían los cuerpos, y
volvían las almas á otros, y después á otros, y seguía la misma fiesta hasta el
día del juicio; que di ai pendelante las ponían á voltiar en rueda en redondo
del Infierno por |secula seculorum amen.
Que
por todo esto quizqu'es qui hay en este mundo una gente tan canóniga y tan
mala, que goza tanto con el mal de los cristianos: porque ya son gente del
Patas; y por eso es que se mantienen tan enjunecidos y padeciendo tantísimos
tormentos sin candela. Estos quizque son los envidiosos. Y por eso quizque fue
qu'el Enemigo Malo no quiso arriesgar las almas aquellas del Infierno,
porqu'esas también eran d'envidiosos.
Peralta
entendió muy bien entendido el relate, y muy contento que se puso, y muy verdá
y muy buena que le pareció la inguandia. Pero este Peralta era tan sumamente
parejo, que ni con todo el alegrón que tenía por dentro se le vio mover las
pestañas de ternero: ai se quedó en su puesto como si no fuera con él. Pero de
golpe se vio solo en la plaza del Cielo. ¡Hast'ai placitas!
Aquello
era una cosa redonda, enladrillada con diamantes y piedras preciosas de toda
color, qui hacían unas labores como los dechaos de las maestras. En redondo
había una ringlera de pilas di oro que chorriaban agua florida y pachulí de la
gloria; y cada una d'estas pilitas tenía su jardinera de cuantas flores Dios ha
criao, pero toditas di oro y de plata. También era di oro y de plata el
balconerío de la plaza; y al mismito frente de l'entrada, estaba el trono de la
Santísima Trinidá. Era á modo de una custodia muy grandota, encaramada en unos
escalones muy altos. En el redondel de la custoria estaban el Padre y el Hijo,
y allá en la punta di arriba estaba prendido el Espíritu Santo, aliabierto y
con el piquito de p'abajo. De la punta del piquito le salía un vaho di una luz
mucho más alumbradora que la del sol, y esa luz se regaba y se desparpajaba por
arriba y por abajo, de frente y por todos los costaos del Cielo, y todo
relumbraba, y todo se ponía brilloso con aquella luminaria.
El
Padre Eterno, qu'en todas las bullas de Peralta nu'había hablao palabra, se
paró y dijo d'esta moda: "Peralta; escogé el puesto que querás. ¡Ninguno
lu'ha ganao tan alto como vos, porque vos sos la Humildá, porque vos sos la
Caridá! Allá abajo fuiste un gusano arrastrao por el suelo; aquí sos el alma
gloriosa que más ha ganao. Escogé el puesto. ¡No ti humillés más, que ya'stás
ensalzao!". Y entonaron todos los coros celestiales el trisagio d'Isaías,
y Peralta, que todavía nu'había usao la virtú di achiquitase, se fue
achiquitando, achiquitando, hasta volverse un Peraltica de tres pulgadas; y
derechito, con la agilidá que tienen los bienaventuraos, se brincó al mundo que
tiene el Padre en su diestra, si acomodó muy bien y si abrazó con la Cruz.
¡Allí está por toda l'Eternidá!
¡Botín
colorao, perdone lo malo qui hubiera'stao!
Revista El Montañés. Revista de Literatura, Artes y Ciencia., Año 1, número 1, Medellín, septiembre de 1897, p.22-44.
Colombia
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