martes

EL TALLER DE LA VIDA / confesiones (2)


HUGO GIOVANETTI VIOLA

Primera edición: Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada: Horacio Herrera.


4 / EL PESEBRE

Más o menos a los tres años empecé a pintar al óleo y a ir a la cancha de Belvedere con mi padre. Pero el recuerdo de las camisetas negriazules apareciendo en el oro del pasto y la gritería que trepaba hasta el gigantesco ombú que coronaba la tarde y los enloquecidos festejos de los goles marcan el comienzo de mi primera adicción compulsiva. Y terminé formando parte durante décadas de aquel rebaño de rotos de espíritu que dependían del triunfo del glorioso Liverpool para que el domingo se transformara en una pobre misa. Mi padre también se dejaba robar un poco la alegría, pero en el caserón esperaba la costilla con lomo y los dos huevos fritos a caballo que despachaba la clase media uruguaya como si tal cosa y el tinto peleador que compartía con el viejo y la nobleza del perfume a aguarrás del altillo-trinchera: a pintar escuchando el Sodre y vade retro el fútbol. Torres García predicó durante dieciséis años que había que vivir en lo eterno y hasta los plásticos comunistas que, según el dogma soviético podían creer en la palabra espiritual pero no en la palabra espíritu, aunque parezca un chiste, se sumergían en la mística de la pintura implantada por don Joaquín y el dragón del bajón se ovillaba atrás del caballete.

En los años ochenta le puse letra a una obra de José Pierri Sapere que grabaron Washington Carrasco y Cristina Fernández, recordando la calle Valentín Gómez: Viejas canciones / viejos rincones / donde se amansa mi soledad. / Viejas veredas / entre humaredas / que perfumaban la luz / al pie de un atardecer / donde nos vimos nacer. / Viejas tonadas / iluminadas / por el paisaje / de la humildad. / Y un viejo altillo / y un amarillo / recuerdo de la niñez / amanecido en la paz / de algún domingo fugaz. / Hoy quiero revivir / y respirar y compartir / aquellas viejas canciones / para que nazcan / nuevas visiones / de los amores / y los dolores / que pueblo adentro estarán / como al aroma que subió / del rosedal donde llovió.

Álvaro Pierri es la única persona que siempre me echa en cara, con disimulada y cariñosa saturación, mi sentido trágico de la vida. Y creo que si quisiera buscarle una postal emblemática a ese agonismo habría que fotografiar el rosedal del Prado estropeado por mi llanto. Hubo un momento en que mi padre dejó de llevarme a Belvedere porque Liverpool siempre fue un cuadro más torturado que Unamuno y la hinchada genera un fundamentalismo incurablemente soñador de copas que te roban cuando ya estás por brindar y los chiquilines de mi cuadra encontraban diversión circense en el Huguito berreando cuando le preguntaban cómo había salido su cuadrito. Yo esperaba debajo de la gigantesca palmera de Agraciada que todavía resiste a que mi padre bajara del ómnibus en la esquina donde en 1972 serían asesinados los ocho camaradas y cuando veía bambolearse los bigotes que advertían por millonésima vez Hay que saber perder empezaba el desastre.

La segunda mujer de Dostoievski escribió que su marido había dejado de jugarse hasta el alma en la ruleta el día que aceptó que no podía vencer al mundo. Lo que debería agregarse es que la desesperante necesidad dostoievskiana de ser un Hombre Nuevo le venía de haber nacido con un corazón sobrevolado por un altillo lleno de tonadas doradas y que demoró mucho en entender que la suerte no existe y que nadie podía regalarle una escalera para apoyarle a ese cielo. Hay camiones que se empujan con la mano y lo único que sirve es seguir comiendo estiércol y tenerse fe.

Y seguramente aquel fin de año mi padre empezó a armar sus pesebres épicos en el comedor y aquello nos consolaba desde Navidad hasta Reyes como el mítico bordecito de plata de la nube negra. En Canción de Tardebuena, una letra sin música, lo sinteticé así: Noches del Paso Molino / con el balcón a la calle: / jamás habrá otro pesebre / como el que armaba mi padre. / Trabajo de Tardebuena / con el comedor vaciado / y entre nosotros la luz / de aquel postigo entornado. / Mi rostro se iba azulando / con las sombras del zaguán y aquel pesebre creciendo / como una invasión de paz. / Cuando llegaba la noche / se abría una luz a la calle / y el barrio entero rodeaba / la Navidad de mi padre. / Hoy que lo veo de tan lejos / y el silencio es tan profundo / recién lo siento pelear / por la belleza del mundo.

La arena y los piedrones que rodeaban el establo eran acarreados junto con el viejo desde la quinta del Prado, y a mi madre se le ocurrió poner un ciervito blanco de plástico que corría sobre las cumbres igual que si trepara hacia la Anunciación. Y es a ella que le debo la visión de mi animalidad necesitada de echar alas para poder escaparse por el balcón estrellado que dejábamos abierto y tratar de ser un niño digno del Niño.


5 / EL CRISTO

En 1953 nació mi hermano Sergio y yo fui unas semanas al Jardín de Infantes pionero de la escuela Enrique Compte y Riqué porque en la Berro no me aceptaban hasta que cumpliera los cinco años. Lo único que me acuerdo del Jardín de Arroyo Seco es que en una de aquellas mesas colectivas le expliqué a un chiquilín que no había que usar un lápiz celeste porque no era un color puro: tenía que mezclar el azul con el blanco como yo hacía con los pomos. Quiere decir que ya era dogmático y pintaba unos cuadros tan pasmosamente desrealizados y entonados por la intuición amniótica que la gente del taller se los cambiaba a mi padre por cuadros de ellos. Collell todavía tiene colgado uno. Y dos años después, en Punta Gorda, pasé de golpe a la poesía y a la música y se me taró para siempre la expresión plástica directa, más allá de que sigo diseñando con fruición las portadas de mis libros. Lo que nunca varió, por supuesto, fue el dogmatismo, a la hora de defender la unidad universal. O definido por Vallejo: y del olfato físico con que oro / y del instinto de inmovilidad con que ando / me honraré mientras vida -hay que decirlo.

En la Jardinera de la escuela Berro debo haber batido un récord digno de figurar en el Guiness: lloré todos los días del año incluida la fiesta de fin de cursos, porque perdí a mi madre entre el gentío y se me desbocó el horror y empecé a zigzaguear igual que una ambulancia con moña azul, aunque ya no me daba pelota ni yo mismo. Tengo fotos que me sacaba mi padre pataleando en el pasadizo emparrado para que me acordara de lo que fui: una especie de resonancia magnética de la neurosis y el testimonio de la rendición de un hombre que tenía que dejarme diez horas diarias entre el canibalismo pollerudo.

Pero aquel año hubo dos hermosos rostros-muletas que me aliviaron la minusvalidez arcangélicamente: el de una chiquilina que se llamaba Adriana y yo adoraba todos los días en la clase muerto de ganas de coserme una entretela rubia y el de mi hermano recién nacido, que era una especie de espejito manso.

Nunca entendí muy bien por qué se complicó tanto la convivencia en el barrio, pero me acuerdo que las mujeres no aguantaban un conventillo de negros que había en la calle Lozano y sobre todo a una chinonga gorda que vivía en la casilla de enfrente y según ellas era muy puta. La xenofóbica expresión chinonga fue utilizada toda la vida por mi madre para definir rasgos que nos emparentaban con la familia de su madre, donde los ojos-rajas torcidos levemente hacia abajo delatan una indiscutible transfusión del criollaje aindiado. Aunque todos muy blancos, eso sí.

Valentín Gómez no tenía tránsito porque se cortaba en el bajío de la quinta y nos pasábamos en la calle con el hijo de la vecina puta, que era menor que yo pero más alto y gordo y con mocos perpetuos. Mi obsesión principal era dibujar y recitar, y la del Walter jugar a las procesiones cantando Los cielos la tierra con una rama en la mano. Las mujeres decían que era tarado, pero cuando canto en la misa Los cielos la tierra medio siglo después me acuerdo de mi amigo.

En el 52 mi padre y Collell se presentaron a un concurso de vitrales organizado por una iglesia del litoral y conservo un cartón-maqueta sin firma y fechado en el reverso: es la mítica imagen del Señor de la Paciencia traído de España en el 800, con las curvas del halo y el manto y los brazos incrustados serenísimamente en una estructura torresgarciana de colores puros.

Lo que también conservo en la pared de mi dormitorio es el Cristo que copié de la estampita en el verano del 53, cuando tenía cuatro años. Está pintado al óleo y aunque usé la línea negra tradicional no hay ningún rigor geométrico, y la paleta donde triunfa el casamiento del amarillo y el lacre-pozzuoli definen el esplendor que siempre le entreví a la verdadera vida. Lo supe en 1974 en Saint-Tropez durante mi vagabundaje de cantor pasaplatos, cuando salí a caminar un amanecer asmatizado y fumado de haschich y sentí que los tejados medievales del puerto irradiaban esa perfecta espesura y ebriedad levitante de la tierra. Y recién en 2002, escribiendo una nouvelle titulada Casa del ciervo, entendí que mi cuadro fundaba la salvación del animal de plástico que coronaba mamarrachescamente el pesebre. Leonel Roche, otro maestro de vida, nunca pudo perdonarme que inventara una trama tan siniestra, porque en el relato yo soy el ciervo y mi madre me extirpa costillas en secreto para poner de contrabando en la parrilla y curarle el reuma a la vieja. Y un día el niño-monstruo echa alas por las cicatrices y se escapa del todo hacia la Anunciación. Pero lo peor es que en otra novela descubrí que mi padre lo sabía y se callaba para no separar a la pareja que Dios unió en Atlántida.


6 / LA MONTAÑA

La cosa fue que las mujeres no aguantaron más el chusmaje y en el 54 decidieron mudarse y mi padre se mandó la jugada de su vida: alquiló una casa en Punta Gorda que quedaba pegada a un boliche de mala muerte y un baldío de por medio del caserón de los Torres García, donde vivía la viuda con los hijos solteros. El barrio todavía era un arenal suburbano, pero estábamos a una cuadra y media de la playa y pudimos tener gallinero y parrillero y a mi padre le alcanzó el patio para construir un sucucho-taller más chico que el altillo.

El que nos alquilaba era el propio bolichero y el viejo iba a tomarse alguna caña a mediodía o antes de cenar, pero en un par de meses hubo hasta una balacera entre los borrachos y la vieja empezó a extrañar el Paso Molino y ahora las que lloraban todo el día eran ellas y yo empecé a acompañar a mi padre al caserón anarnjado y de medidas áureas donde había muerto don Joaquín en el 49.

Doña Manolita Piña de Torres García ya andaba por los setenta y tenía una tercera orilla de la boca que tintineaba inmaculadamente cada muy poco rato. Ella, Olga Pierri y Leonel Roche son las tres personas que conocí con mayor vocación de transformar el aire y prepararle montañas invisibles al prójimo a cualquier hora del día. Lo que le gustaba más a Manolita era trasnochar charlando y fumando y tomando café como se debe, según decía: Caliente, Amargo, Fuerte y Escaso. En aquel tiempo vivía con Ifigenia, la hija que nunca se casó, y Horacio, que todavía no se había casado. Pero siempre venían Olimpia y Augusto y una cantidad de gente vinculada al taller, y aquellos muebles hechos con tablas pintadas con colores puros que diseñó don Joaquín y los pisos y las rejas constructivas te daban la sensación de flotar en la Más Dimensión vertical del Hombre Nuevo.

Yo empecé a ir a la escuela 81, que funcionaba a media cuadra del Náutico, y el primer síntoma profundo de heroicidad fue no pedir para volver a casa un día que me cagué antes del recreo y bailar La firmeza con aquel barrial en el calzoncillo y hacerme el distraído cuando la maestra preguntaba si alguien precisara que lo ayudaran y volver en la bañadera más pálido que Schiaffino en Maracaná y llorar recién al ver a mi madre en la puerta.

Pero lamentablemente me daba miedo dormir solo en un pasadizo que daba a la cocina y terminaron armándome un sillón-cama en el cuarto de mis padres, donde también estaba la cuna de Sergio. Ese año compramos un tocadiscos y seguí pintando un poco en el tallercito aterciopelado por Corelli, Vivaldi, Bach, Beethoven, Dvorak y César Franck grabados por las orquestas y los solistas que le recomendaba Salsamendi a mi padre. Y un discazo de Charlo.

Y aquel año también empecé a salir abanderado en todas las fiestas con la invariable sensación, desde 1954 hasta 1963, cuando terminé el liceo, de no merecer algo que jamás me ganaba por amor y de que siempre había chiquilines más capaces y con mucho más gracia de humildad que yo, pero que no sufrían la torturante esclavitud de tener que cargar la cruz patria para dejar contenta a la madre.

En el sucucho-trinchera mi padre analizaba sonrientemente el sermón de la montaña en una Biblia que heredó de mi abuelo Hugo y releíamos a Herrera y Reissig, García Lorca y Guillén o jugábamos al ajedrez y después de cenar pasábamos frente al boliche donde se revolcaban los borrachos y cruzábamos el baldío y una vez escuchamos asombrados a Horacio y a Manolita tocando La primavera de Beethoven hasta que el Tito perdió la paciencia y bajó el violón rezongando: Madre, te apuras.

Me acuerdo que una noche no me podía dormir en el sillón-cama que tenía unos resortes muy pinchudos y pensé: Nunca voy a olvida de este momento aquí. Nunca más. Y después que me empezó el casi inmortal miedo al tiempo tuve que enfrentarme al único terrible defecto de mi padre: la hipocondría. Y entonces quedé a la intemperie, como tiene que ser. Y cuando cada muy pocos meses le aparecía una nueva sintomatología de cáncer o se moría algún pariente del corazón y él se masajeaba el pecho insoportablemente yo me iba preparando para la majestuosa soledad del final.

Y un día que veníamos caminando por Caramurú a la altura de Hernani me dijo: Vos sabés que yo pienso que el alma es inmortal. Y aquello pareció besarme el cerebelo y a lo mejor miré el tejado montañoso de los Torres y los cipreses que te hacían acordar a Grecia y no a los cementerios y recordé la estrofa más imponente del divino Julio: El aire es de terciopelo… / Por el camino violeta, / Cual a través de una grieta, / Se ve cómo piensa el cielo.

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