Diálogos
con Guillermo Boido
PRIMERA ENTREGA
Es
posible que ciertos episodios o experiencias particulares de su vida nos
permitan indagar desde otra perspectiva el sentido de la poesía y, en especial,
el de la que usted ha escrito. No es mucho lo que se conoce de su biografía.
¿Acaso ha querido ocultar al poeta detrás de la poesía?
Cada vez que me
interrogan sobre circunstancias concretas de mi vida me siento un poco
desconcertado. No me parece importante para los demás mi biografía, aunque pueda
serlo o no para mí. Por eso nunca me he preocupado por transmitir datos o
hechos acerca de mi historia personal. Ha de haber otras razones, y esto no es
pura paradoja: vivo mucho más hacia el
presente o hacia el futuro que hacia el pasado.
Es más: alguna vez he
creído que el olvido, en mí, era una especie de salud del espíritu. Yo no puedo
vivir pendiente de experiencias del pasado y lo cierto es que no recuerdo demasiados
detalles, aunque desde luego siempre perduran ciertos destellos o relámpagos
en la memoria. Tal vez estos
alimenten también a la poesía, pues todo la alimenta, pero creo que aquello que
en lo esencial la nutre es más profundo, más secreto, más indecible. Por otra
parte, siento que las indagaciones sobre mí vida constituyen una interferencia innecesaria.
La poesía no se explica por circunstancias exteriores, aunque estas puedan satisfacer
más o menos la curiosidad o el exhibicionismo de ciertas personas.
Mucho más que las vinculaciones
entre poesía y biografía interesa la relación entre la poesía y la vida
interior. Más allá de la biografía, la biología, la psicología y la historia,
habría que cultivar un saber de la profundidad y el abismo humanos, no con la
pretensión de explicar totalmente al hombre, sino con la humilde ambición de
comprender un poco mejor sus fundamentos, su hondura, sus alcances, sus
misterios de fondo. Creo que entonces terminaríamos por comprender que toda
vida, si se la vive en profundidad, puede desembocar en la poesía.
Pero
al menos podrá referir algunas experiencias claves, en especial las que sirvan
para aproximarnos al nacimiento de su quehacer poético. Cuando usted publicó su
primer libro tenía treinta y tres años. ¿Qué hubo antes?
Tal vez podría
mencionarle algunas cosas que recuerdo más. En los años anteriores a aquel en
que publiqué mi primer libro, yo había vivido, digamos por inclinación, por
estructura vital, un alto grado de soledad. De soledad positiva, de
reconcentración en aquello que a mí me seducía en cuanto a poesía, a creación,
a arte, a meditación y contemplación. Quizá ello aclare algunas cosas.
Sospecho que sin una
contemplación lo más profunda posible de la poesía que se ha hecho, de la
poesía anterior, es muy difícil atreverse a escribir una línea y pretender que
esa línea tenga alguna validez. Otra cosa muy distinta es escribir por simple
desahogo o por la sospecha de que escribir es importante y puede reportar
alguna forma no muy habitual de consideración o prestigio. ¿Qué otro detalle
puede ser significativo en esa prehistoria? Bueno, tal vez que pasé mi primera infancia
lejos de la ciudad, y seguramente esa circunstancia me habrá enseñado a ver
mejor los seres y las cosas. Y algo más: la dimensión religiosa que acompañó a
mi niñez y que de algún modo debe haberme marcado, aunque luego me apartara de
sus aspectos exteriores.
¿Cómo
caracterizaría la actividad del poeta? ¿Un oficio? ¿Un destino?
He creído siempre que la
poesía no es un oficio o una profesión, sino una forma de vida. ¿Un destino?
Sí, es un destino. No sé si es pretencioso decir que uno asume un destino, pero
supongo que hay formas conscientes e inconscientes de elección y asunción de
eso que llamamos un destino.
¿Qué es un destino?
Supongo que debe ser una necesidad, la necesidad profunda de vivir de
determinada manera y no de otra, de hacer esto y no aquello, de sentir que
cuando uno no hace lo que está dentro de esa concepción de la vida o de lo que
debe ser la propia vida, está afuera de lo que es de uno. No entiendo, por
supuesto, el destino como una especie de predeterminación, sino más bien de una
determinación, pero de una determinación que debe ser asumible, que de alguna
manera admite la libertad de decisión. Recuerdo aquel pensamiento de Demócrito
de que todas las cosas están hechas de azar y necesidad. Es decir: de algo
imprevisible, aparentemente casual, y al mismo tiempo imprescindible y
determinado. Pero yo pienso que, cuando hablamos de destino en relación con la
poesía y la creación, es preciso agregar ese otro elemento fundamentalmente
humano que es la libertad.
La poesía es destino o no
es. Pero es destino si el destino comprende azar, necesidad y también libertad,
lo cual es señalar de alguna manera que no hay destino en la poesía sin creación.
Habría que preguntarse por qué, entonces, uno elige ser poeta, elige eso que se
le ha demostrado que es algo grave, como modo de vida. ¿Uno elige ser poeta? Es
duro decir que sí. Hay algo que viene de atrás aunque no sea una
predeterminación absoluta, que de alguna manera lo prepara o lo decide. ¿Qué sería
esa preparación? No lo sé, nunca he estado convencido de las cosas que explican
los psicólogos, los psicoanalistas, de que las primeras experiencias de la vida
deciden la vida, por ejemplo.
No sé cómo juega aquí la
herencia, no sé cómo juegan las experiencias infantiles, cómo juega el hecho de
haber estado más o menos solo, cómo juega lo temperamental, si se es más bien
retraído o expansivo. Pero supongo que sí, que un complejo de esas cosas o
condiciones deben colaborar previamente a esa especie de elección de eso que
parece un destino.
¿Por
qué la poesía?
Yo no he podido nunca
separar bien lo que es expresión de lo que es comunicación. Cuando leo esos
análisis por donde rondan la ensayística, la filosofía o la crítica literaria,
que manejan estos lugares ya demasiado comunes, no entiendo bien cómo puede
separarse el hecho de la identidad del hecho de la comunidad o integración con
una unidad superior. Yo sé, creo saber, que solo no soy nada, que aislado de
todo lo que constituye lo que entiendo por realidad no existo.
Esto me parece evidente.
Nada existe solo. Pero yo no puedo separar eso del hecho de lo que soy dentro
de esa totalidad, o sea, mi identidad. Encontré no hace mucho, en un trabajo bastante
conmovedor, la idea de que gran parte de la perturbación y la violencia
tremenda del momento que vivimos se debe a una crisis del sentimiento de
identidad, ya que la gente no puede reconocerse como lo que es o lo que podría
ser, no puede reconocerse como parte de una totalidad.
Supongo que en algunos
momentos de la historia debe haber existido ese sentimiento más que ahora,
porque en la actualidad hay una serie de condiciones o de interferencias que lo
perturban muy especialmente. Entre las interferencias posibles —hay miles— está
la lucha infernal por el éxito, el dinero, el poder y, además, ese factor
disolvente de la caridad humana que es la comunicación masiva, a través de los
medios que nos abruman cotidianamente.
La
soledad sería un deseo, en el fondo, de identidad. Pero entonces, ¿por qué
optar por la palabra y no por el silencio?
Voy a eso. Porque el
sentimiento de formar parte de algo mayor que uno es el sentimiento de formar
parte de la humanidad, de integrar con otros seres, en la misma situación y el
mismo destino, una aventura común. Y la comunicación con esos seres se da,
básicamente, a través de la palabra.
Es
decir, usted siente que allí la palabra no fracasa.
Exactamente. La poesía es
uno de esos pocos lugares donde la palabra no fracasa. O donde, al menos, puede
no fracasar.
¿Hay
otros lugares?
Yo diría que hay
solamente otros dos: el amor y la amistad.
¿Por
qué?
Porque también allí la palabra
es celebración y coincidencia.
En
algunos poemas suyos hay reminiscencias de aquella experiencia religiosa que
parece ser una clave importante para comprender su obra. Por ejemplo, cierta
afirmación de fe en la necesidad de la vida. Y también el rescate de un sentido
religioso de la vida que trasciende lo puramente formal o externo. ¿Es así?
Creo en la vida. Dicho
así parece muy general, pero no lo es. Amo entrañablemente la vida, y siento
que es tan rica y tan formidable, aunque sea un instante y no tenga
explicación, que tengo que afirmarla. No por obligación: la tengo que afirmar
porque estoy vivo. Ahora esa fe en la vida involucra algo más, que sí me ha
perturbado, me ha preocupado buenamente.
Además, ¿qué es un hombre
sin preocupación? No es nada. Voy a esto: es formidable la fe que no tiene un
objeto determinado, algo así como la fe en la fe. En algún poema lo he dicho. Yo
siento en este momento que la fe, aunque no sepa en qué, es la clave del
hombre, la clave de estar vivos. Por otra parte, no he perdido el sentido de lo
religioso, sino que lo mantengo intacto, creo que fortificado. Lo que he
perdido son los nombres. Lo que he perdido es cualquier sistematización de lo
religioso. Le diría más: he perdido ciertas confortables esperanzas o
compensaciones que da lo religioso. Pero a mi ver lo religioso no es eso, sino
algo que ya he mencionado reiteradamente: el sentir que uno forma parte de un
todo. Quisiera agregar que la poesía, para mí, ya no es salvación ni condena en
aquel sentido tradicional, sino simplemente destino. Y esto lo he puesto en un
poema:
El
cielo ya no es una esperanza,
sino
tan sólo una expectativa.
El
infierno ya no es una condena,
sino
tan sólo un vacío.
El hombre ya no se salva
ni se pierde: tan sólo a veces canta en el camino.
Ese
asumir un destino parece significar también un abandono de los caminos
transitados por otros, un enriquecimiento fundado en la aceptación del mundo
como una aventura personal. El abandono de los modelos, tal vez. ¿Siente que ha
tenido modelos, que los ha cancelado luego?
Ahí hay una palabra que a
mí me inquieta: modelo. Hay un momento, dijo usted, en que uno cancela sus
modelos, se separa en buena parte de lo aprendido, comienza su camino. Pero yo
siento que no he tenido modelos: lo que he tenido son amores. Grandes amores:
poetas o artistas.
Si es así, ¿cómo
cancelarlos? Recuerdo el caso de un poeta joven muy preocupado por las influencias. ¿Cómo
llegar a las cosas por uno mismo? Creo no haber estado equivocado al decirle
que en lugar de leer menos leyera más, que entrara más en los grandes poetas, que
los viviera más. Que el propio camino no se da por abandono, se da simplemente
porque todo eso adquiere su forma, su tono. No es problema de modelos, sino de
grandes amores. Tampoco es cuestión de maestros. Podríamos recordar aquello que
alguien dijo a propósito de Paul Klee: Ningún genio puede tener discípulos. Yo
agregaría que, por otra parte, los únicos que merecen tener discípulos son los
genios. Así que, legítimamente, no se puede ser discípulo de nadie.
Pero iba a otra cosa, que
se acerca a lo anecdótico. Usted habla de abandonos. A veces, por
circunstancias externas, por ciertas presiones de la vida, uno de tomas
decisiones muy conscientes y hasta casi heroicas: optar por esto en lugar de lo
otro. Pero conviene no olvidar, sin embargo, que nada que no sea demasiado
violento o absurdo puede fracturar esa especie de mundo portátil que uno lleva
encima en la búsqueda de lo que realmente importa. Uno no inventa del todo las
circunstancias de la vida, no es posible esperar situaciones ideales, limpias o
puras para entonces buscar lo que interesa. Me ha ocurrido en muchas ocasiones
el escribir un poema en un tren o un colectivo. Recuerdo que cierta vez me
preguntaron cuándo escribía y dónde. Yo dije: siempre y en cualquier parte. No
es posible dejar de escribir, ya sea en papel, en el pensamiento o en el aire.
Creo que ni siquiera se deja de escribir en el sueño. El poeta simplemente
interrumpe una forma de la escritura para pasar a otra, aunque momentáneamente
no se pueda registrar. En suma, no se deja de escribir nunca, no importa cuáles
sean las condiciones externas. Hay que aceptar lo que ocurre, en cualquier
circunstancia, y vivir. Hay que vivir con la poesía.
Sin
duda, usted no concibe al poeta como un ser consagrado, un “pararrayos
celeste”.
Para creer que el poeta
es un ser consagrado tendría que creer en alguien que pudiera consagrarlo.
Claro que es probable que la sacralización de alguien se obtenga por su
reconocimiento de lo sagrado. O sea, que aquel que es capaz de reconocer lo
sagrado, de alguna forma se sacraliza.
No es una idea exótica. Y
se complementa, paradójicamente, con otra, de Plotino, en la vieja herencia de
Platón, cuando señala que lo divino sólo es reconocible para aquel que ya lo
es.
También
se ha dicho que el poeta es un transmisor de fuerzas desconocidas. Hay muchas
otras concepciones que, en este o aquel sentido, hacen del poeta un ser
excepcional. ¿Usted cree en alguna de ellas?
Sí, pero en el sentido de
aquello que cita Aldous Huxley en Las
puertas de la percepción y que es de William Blake: Si se limpian las puertas de la percepción, todas las cosas aparecen
como lo que son, es decir, infinitas.
Yo creo, simplemente, que
si uno, por su propia experiencia, su propio esfuerzo y por la ayuda de las
circunstancias que usted quiera, es capaz de abrirse, de limpiarse suficientemente,
entonces sí se transforma en un punto de excepción para captar y decir lo real.
¿Es
admisible la utilización, entre dichas ayudas circunstanciales, de ciertos recursos
externos como las drogas?
En principio creo que
ningún medio que colabore con la creación poética debe negarse o rechazarse.
Ahora bien, yo desconfío en general de esos recursos, y por varias razones. Una
de ellas es sentir que el esfuerzo creador se genera y alimenta a sí mismo, y
que, en último término, consiste en una intensificación del espíritu en su
quehacer esencial.
En segundo lugar, todo lo
exterior –y específicamente las drogas- tiene un efecto que depende de la forma
en que se combina con cada personalidad. Lo que para alguien puede ser un
estímulo, para otro pude significar lo contrario. Además, ese estado de
excitación o euforia es transitorio, no puede sostenerse indefinidamente.
Para algunos poetas ha
sido nada más que una experiencia con límites definidos, no un recurso
permanente para la creación. En probable, incluso, que la utilización de esos apoyos
o muletas puedan afectar la fuerza y el impulso natural del creador, es decir,
perturbar la creación en sus resortes espontáneos. Cabría agregar que, en la
mayoría de los casos, el empleo de drogas constituye una fuga o un refugio ante
la duda sobre la propia capacidad creadora. Y también una escapatoria en
relación con la tremenda exigencia y el esfuerzo que a veces supone la creación
en sí misma. Ningún estado de creación puede sostenerse indefinidamente. Si
esto es así, en determinadas personalidades puede llegar un momento en que se
vuelvan insoportables los estadios intermedios entre dos momentos de creación. Y
entonces, para huir de ellos, se busca la escapatoria de esos recursos
externos.
Pero,
en otro sentido, también el estado de creación puede convertirse en una
insatisfacción insoportable.
Es verdad. Ante el
sentimiento de que habría que ir más allá. Y probablemente esta necesidad no se
pueda acallar nunca del todo. Al poeta, cualquier recurso la podría resultar
entonces justificable, incluso el uso de elementos como la droga. Puede o no
ser un engaño, o suponer su autodestrucción, pero, ¿quién juzgará esa decisión
personal? Yo no puedo hacerlo.
En
ese intento de ir más allá o de adquirir una visión sin concesiones, algunos
grandes poetas han tropezado con la locura o el suicidio. Si la poesía, ha
dicho usted, es algo semejante a la salvación, ¿por qué a veces el poeta opta
por el suicidio?
Creo que fue Albert Camus
quien afirmó que el suicidio es el único problema filosófico válido. No sé si
es el único, pero sí es fundamental. En lo que depende del hombre, la
disyuntiva es aceptar o no el mundo, los términos del juego, la condición de la
vida. Ya Simone Weil había señalado la aceptación del mundo y la solidaridad
con los semejantes como las únicas dos exigencias que en definitiva podían ser
legítimamente planteadas al hombre. Y bien: hay algunos que no aceptan y por
resolución o por desesperación renuncian al juego, rechazan una vida así
concebida. Sabemos que en general los factores desencadenantes del suicidio
pueden ser muchos, entre ellos el dolor, la decepción, el abandono, el
desequilibrio mental. Pero aquí importa el suicidio en relación con el poeta.
Creo que la poesía está siempre cerca del suicidio, como de la locura. El mundo
y la vida son márgenes demasiado estrechos para la creación. Sin embargo, es
probable que sólo la poesía, aparte de la fe, la cobardía o la inconsciencia,
salven de la locura y el suicidio.
Pienso que en el poeta
que se suicida deben haberse resentido previamente los resortes salvadores de
la poesía. Y a mi ver hay sobre todo dos razones para que esto ocurra: un
desgarrante sentimiento de profunda incompatibilidad entre el mundo y su
creación poética o una tensión creadora que parece imposible soportar, al
sentir que no se puede ir más allá, por temor de haber perdido esa dimensión
creadora o por alguna forma oculta de desacuerdo entre la vida y la poesía. La
lucha por las formas es incendio que salva del hielo del vacío, pero algunas
veces también mata. Lo cierto es que, aunque todo suicidio sea un extremo de lo
trágico, el suicidio del poeta parece serlo doblemente. Vivir en los límites es
la aventura más enriquecedora de la vida, pero a veces se paga con la vida. Y
quizá siempre ocurra así. ¿No podríamos sospechar acaso que paradójicamente el
poeta, que es también el hombre más sensible, se suicida un poco todos los
días? Entonces, el suicidio final consistiría en un brote de impaciencia para
apresurar el desenlace.
De cualquier modo, dadas
las circunstancias de ser hombre y de tratar de crear algo en esas circunstancias,
nadie puede negarle al poeta su pleno derecho a esa extrema decisión, aunque el
suicidio parezca no concertarse del todo con el último sentido de la poesía,
tal como aquí la entendemos, es decir, como supremo reconocimiento de la vida y
como la forma más eminente de gestarla. Aunque vida y realidad no siempre
coincidan, lo cual puede ser quizás el resumen de todas las causas que hay
detrás del suicidio de un poeta, que aparecería así como la consecuencia
escandalosa y la denuncia de la falta de unidad o consistencia de lo real.
(Ediciones Carlos Lohlé / Buenos Aires – Argentina / Primera edición, marzo de 1980)
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