por Sergio Kiernan
No se puede cantar
así, porque las voces no alcanzarían, ni se puede escribir así porque no hay
palabras. Lo que se puede hacer es cortar con una pincelada, exhibir la carne
rota y lastimada, enfermada, consentir la tristeza y ponerla adelante de todo,
hacer que unos gramos de pintura te miren a los ojos y te partan. Y hacer el
milagro de que todo eso sea belleza.
Basta caminar por el
desvaído salón blanco del Fortabat para entender algo que se nos escapa todo el
tiempo, que Carlos Alonso es nuestro mayor pintor, es un Borges o un Piazzolla
que parece que no terminamos de descubrir. Uno ve la obra de un gigante, como
si el largo camino de los argentinos pintando, de Prilidiano a De la Cárcova,
de Quiróz a Berni, de tantos más que llegaron y tantos que se fueron y nos
hicieron pintura, tuviera sentido sólo para crear a Alonso.
Por algo el maestro
pinta a Renoir, a Van Gogh, a Courbet, como si estuvieran en Unquillo, con
palmeras y cruzando arroyos de piedras redondas, cordobesas. Por algo Goya
aparece como un gordito de por acá, un gallego con almacén. Eso es devorar a
los maestros, apropiarlos, agregarles una capa más de lo inmortal, meditarlos
como lo hace un par. Renoir en su silla de ruedas, con las manos retorcidas por
la artritis y la manta a cuadros sobre las piernas. Van Gogh desollado,
vendado, sangrado, con la mirada más penetrante desde el retrato de la duquesa
de Alba, un par de ojos asimétricos que gritan la angustia de la locura sobre
un fondo amarillo en una pequeña tela que puede decirse que cambió el arte
argentino. Courbet blindado, dividido en dos literalmente, con cara de qué
mirás para que no se note que es un hombre que ya no espera nada.
Y los desnudos, los
terribles y deslumbrantes desnudos de Alonso, los del realismo de las pancitas
y ombligos, las tetas que se ladean, los pies con durezas, los deditos
torcidos. Uno termina preguntándose qué le pasó, qué se está viendo en esa
mujer enamorante, si es un presentimiento de muerte, un después de la violencia
o la melancólica conclusión de que después del coito uno sigue siendo el mismo,
sin éxtasis ni trascendencia. Terminás hablándole al cuadro, diciéndole que no
es para tanto, que sos joven y que casi todo pasa.
Alonso es un pintor
narrativo, teatral, absolutamente seguro de su trazo. Ariel Mlynarzewicz, su
único discípulo, cuenta que es como un mosquetero de pincel en mano, un sabio
del fondo pleno, la carga material, el oficio de pintor que le da el nombre a
esta muestra indispensable. Es el oficio que desmiente la tontería de que la
pintura está muerta, deja en vergüenza a tanta instalación, revela que además
de talento hace falta tener algo que decir.
Un detalle que puede
pasar invisible explica el calado de esta muestra llamada Vida de pintor: que
casi todo lo que se puede ver, grande y chico, colgado o en una vitrina,
pertenece a la colección privada de Alonso. Se sabe, la obra se vende y está en
la naturaleza de las cosas que La rendición de Breda vaya a palacio. Si un
artista se guarda obra es por algo, porque no puede soltarla, porque algo le
tocó.
En el Fortabat,
entonces, hay una memoria del pintor, una colección de amigos como Berni y una
parte del formidable, interminable homenaje a su maestro Lino Enea Spilimbergo,
que ya pasa el medio siglo. Spilimbergo viejo, de sobretodo, en su pensión
ferroviaria. Spilimbergo al pie del atril, en delicado lápiz, con un perro,
siempre desesperantemente triste, como si apenas le llegara este planeta y lo
que le llegara fuera terrible. El Spilimbergo en la oscuridad, entre una puerta
de grises y celestes y una tela de rayas aplicada como collage es una de las
cosas más profundas jamás pintadas.
La carga hace un pico
en los extremos de la muestra, los extremos literales, geográficos. En uno está
un autorretrato de enorme potencia psicológica y el nombre minorista de Manta
salteña. La manta existe, enorme en un cuadro vertical de dos metros y medio de
altura, y sirve para unir o separar a una modelo, desnuda y recostada arriba,
de un Alonso sentado al pie de la cama y del cuadro, terrible en su mirada,
oscuro en su alma. Es un estar solo extremo, un bulto azul en el que destella
la cabeza y unas manos entrelazadas, contadas a brochazos cargados.
Parado frente al
cuadro parece que Alonso te mira, pero uno descubre al final que no, que se
está mirando a sí mismo en la otra punta del salón. Ahí están dos de los
Inventarios y La escalera, los goyescos horrores de nuestra guerra sucia. Los
pisos en desorden de una casa reventada o allanada –papeles, zapatos de mujer,
cosas rotas y arrugadas, tubos, un pie– y por encima un Alonso desolado,
desordenado, definidos en tonos fríos, con verdes en la cara, surgiendo de un
negro profundo y silencioso. Esta pintura te enseña algo que no sabías, que la
oscuridad es un material moral que se desparrama y cubre todo, como una niebla,
como agua, para tragarse lo más querido y lo más sagrado. Pocas manos pudieron
retratar la crueldad con tanta lucidez, ninguna con tanta reticencia.
Mlynarzewicz señala
(¡cómo pone nerviosos a los guardias de seguridad, casi tocando telas que él
vio pintar de joven, que estiró y ayudó a mover!) un cuadro de la serie sobre
Van Gogh. Uno ve al pobre holandés en una cama, vendado, torciendo la cabeza
para mirarnos. Hay un visitante de traje, sin rostro a la vista. Hay una
monjita de blanco y rostro anónimo, cortando un bife que parece crudo. Hay una
bandejita con un florero, una taza, unos papeles. Todo es gris, cerúleo,
mortecino, menos el bife y las flores. De ahí emana un color que sube por las
manos de la monjita, las engorda, las hace reales. Las cosas materiales, las
cosas de la mano, las cosas vivas son nuestra única esperanza.
Pintar es el único
consuelo.
(Página 12 / 13-10-2018)
(Página 12 / 13-10-2018)
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