por Virginia Moratiel
Aunque Stéphane Mallarmé (1842-1898) fue admitido entre
los poetas malditos reseñados por Verlaine, entre esos cuya genialidad los condenó a una
existencia de tormento, desolación y repulsa social, nada hay en su vida que
permita justificar el motivo de semejante inclusión: ni borracheras
monumentales que arrullan los desvaríos en las madrugadas ni incursiones
temerarias por los ficticios paraísos de la droga ni amores apasionados o tumultuosos
ni cárcel ni crímenes ni locura, como los que aquejaron a sus compañeros de
generación. Quizás el hecho más remarcable de la biografía de este profesor de
inglés, que habitó en provincias pero también en Londres, podría ser su Salón literario de los jueves, a su regreso a París, al
que acudieron grandes poetas como Valéry, Gide, Rilke,
Yeats o Wilde, para algunos de los cuales constituyó un importante
referente. Acaso su único escándalo fue el que levantó en los periódicos por la
novedad de sus poemas, pendientes de la belleza de la palabra en desmedro de la
claridad en la expresión del contenido. Tal vez su maldición consistió en
aspirar a la poesía pura, porque, como toda búsqueda de perfección, la suya,
aunque llegara muy alto, también fue una empresa fallida, de la que, no
obstante, se ocupó hasta su muerte, tras la temprana revelación de que
el mundo era un libro que él mismo estaba escribiendo. Y, gracias a
ese reconocimiento de la independencia y preponderancia del lenguaje en el acto
poético tuvo gran influencia en la lírica vanguardista del siglo XX,
especialmente en Hispanoamérica: desde el modernismo de Rubén Darío con sus secuelas en España (Juan Ramón Jiménez, Valle-Inclán o los Machado), hasta Huidobro, Lugones, Nervo, Borges,
Lezama Lima u Octavio Paz.
Sin duda, su obra entronca con Baudelaire,
quien revolucionó la poesía de aquella época al mostrar con desparpajo y sin
remordimiento la podredumbre de una Europa que mascullaba el inicio de su
decadencia entre guerras, hastío y degeneración, y
que, armándose de maquinismo, se preparaba ya para las grandes hecatombes
mundiales del siglo XX. Muchos temas coinciden: la
sensualidad, el placer, la maldad, el dolor, el tedio, el suicidio, la soledad
o el sexo y su vinculación con la muerte, como sucede, por ejemplo
en “Angustia”, un soneto que originariamente Mallarmé dedicó a una prostituta:
Hoy no vengo a
vencer tu cuerpo, oh bestia llena
de todos los pecados de un pueblo que te ama,
ni a alzar tormentas tristes en tu impura melena
bajo el tedio incurable que mi labio derrama.
Pido a tu lecho el
sueño sin sueños ni tormentos
con que duermes después de tu engaño, extenuada,
tras el telón ignoto de los remordimientos,
tú que, más que los muertos, sabes lo que es la nada.
Porque el Vicio,
royendo mi majestad innata,
con su esterilidad como a ti me ha marcado;
pero mientras tu seno sin compasión recata
un corazón que nada
turba, yo huyo, deshecho,
pálido, por el lúgubre sudario obsesionado,
¡con terror de morir cuando voy solo al lecho!
Sin embargo, al rechazar tanto el
realismo como la sensiblería romántica, Mallarmé desdibujó lo procaz de la
pasión, idealizándola tras un esteticismo que ha sido acusado
de inhumano, formal e impasible y que, en el fondo, describe y
a la vez transfigura con exquisita sutileza, no exenta de sorna, los gustos y
escenarios frecuentados por la burguesía de aquellos tiempos. En efecto, muchos
de sus poemas recrean –sobre todo por su vocabulario– bodegones o naturalezas
muertas, por los que el alma del poeta deambula entre aromas de incienso,
transparencias de pedrería, destellos de esmeraldas, rubíes y amatistas,
rodeada de porcelanas, ébano, terciopelos y de una simbología heráldica donde
no faltan cisnes, lirios y rosas.
Una negra por el
demonio sacudida
quiso en un niño triste gustar de nuevos frutos
y criminales bajo su veste agujereada.
Esta voraz prepara sus trabajos astutos;
con su vientre compara los airosos pezones
y allá donde la mano no consigue ascender
eleva el golpeteo sordo de sus tacones
como una rara lengua torpe para el placer.
Contra la desnudez
miedosa de gacela
que tiembla, sobre el dorso, como un gran elefante
enajenada aguarda y se admira y encela
y ríe con sus dientes ingenuos al infante.
Y entre sus piernas
donde su víctima se acuesta,
bajo la crin la negra piel abierta al azar,
la extraña boca su paladar manifiesta
pálido y rosa como un caracol de mar.
Para Mallarmé, la palabra poética ha de subvertir la estrechez de miras del lenguaje corriente, reducido a una mera función denotativa, que empobrece drásticamente la esencia de las cosas, elimina las diferencias individuales y disminuye el placer que produce su hallazgo gradual. A la verdadera realidad no se llega por encasillamiento o –lo que es lo mismo– por aniquilación conceptual sino por sugerencia, a través de la metáfora, de la insinuación de imágenes que permiten desplegar la multitud de matices escondidos en un único rasgo, como si se tratara de una pincelada impresionista:
… pintar no la cosa sino el efecto que produce. El verso no debe, pues,
componerse de palabras sino de intenciones, y todas las palabras deben
desaparecer ante la sensación.
De hecho, su poesía se viste de
tornasoles para pintar el universo con una lujosa gama de
colorido, que abre los objetos a nuevas connotaciones, inéditas
hasta entonces: el azul de la tristeza, de los valores ausentes en la
realización humana, porque “¡el cielo está muerto!”, pero también el azur de
los ideales y la amplitud sin límite, o la vitalidad y la frescura de los
verdes (a los que Rubén Darío dedicará sendos libros), la opulencia de dorados,
gualdos, opalinos y argentos, el silencio de blancos y albos, el irisado del
nácar, la pureza de los diamantinos, el tizne envejecido de los cenicientos… y
esos bermejos, escarlatas, granas, carmesíes y púrpuras que también teñirán los
atardeceres de Juan Ramón Jiménez y de tantos otros futuros poetas.
Que yo cortaba
juncos vencidos en la lid
por el talento; al oro glauco de las lejanas
verduras consagrando su viña a las fontanas:
ondea una blancura animal en la siesta:
y que al preludio lento de que nace la fiesta,
vuelo de cisnes, ¡no! de náyades, se esquive
o se sumerja …
Hay que evitar la nominación directa y la descripción de lo que se resiste a ser definido y totalmente descifrado, porque cada elemento guarda dentro de sí una riqueza inagotable que sólo podría develarse a través de infinitas interpretaciones, que, por supuesto, trascienden la mera visión racional. Alcanzar semejante infinitud es posible a través del símbolo y eso implica necesariamente una completa sacralización del mundo:
Y que del infinito
se separan no solamente las constelaciones,
sino el mar, permanecidos en la exterioridad, recíprocas nadas,
para dejar su esencia, en la hora unida, hacer el absoluto
presente a las cosas.
La teoría del símbolo se incorporó
a la poesía francesa gracias a la vinculación de Baudelaire con el pensamiento
del místico sueco Swedenborg, quien se limitó a
explorar su uso en el ámbito de la religión. Según él, el símbolo es
esencialmente religioso y se funda en la correspondencia que hay entre el plano
espiritual y el natural, debido a que lo divino se derramó en toda la creación
y, por tanto, cada uno de los objetos creados apunta desde su finitud a una
única raíz que lo alimenta, es decir que en ellos se revela el poder de lo
absoluto que les dio vida, los contiene y habita en su interior. Su aplicación
estética, en oposición a la analogía (que separa significado y significante,
aspirando a lo infinito pero sin lograr su unión con él), se dio poco después
en el Romanticismo y fue teorizada por Schelling en
su Filosofía del arte. Mientras la alegoría es un recurso
mental de traslación de un significado a otra esfera y que, una vez en ella,
permanece estático, el símbolo constituye un proceso dinámico que realiza una constante oscilación entre lo finito y lo infinito porque,
partiendo de un elemento, recorre las relaciones que éste mantiene con todos
los demás, sin sellar el recorrido con una síntesis definitiva. Representa el
reto a lo inexpresable que emana de las profundidades inconscientes y se apoya
en la libre asociación. Y así, dado que el símbolo es inseparable de aquello
que significa, sirve para expresar una ontología estética pluralista cuya
perspectiva coloca al poeta por encima de los juicios morales incitándole a
ahondar en los motivos de cada visión particular. Quizás por esta razón, muchos
han sido los escritores franceses, especialmente entre los
postestructuralistas, que estudiaron, incluso reivindicaron, a Mallarmé:
desde Sartre y Lacan hasta Blanchot, Derrida, Badiou,
Julia Kristeva o Jacques Rancière.
Situado en este punto de mira, el poeta se transforma en un iluminado que accede
y revela la esencia de las cosas al disociarlas de los atributos habituales y
asignarle nuevas cualidades, como ocurre en la frase del “Soneto en ix” que se
refiere a una caracola y Paz tradujo, con libertad y acierto, por “espiral
espirada de inanidad sonora”. De este modo, el poema queda dominado por una
emoción intelectual que le impide ser subordinado a cualquier otra idea. De ahí
que Mallarmé reivindique el arte por el arte,
desprovisto de todo interés, la poesía pura. De ahí que su materia,
el lenguaje, se coloque en primer plano y dirija el acto creativo, pero no con
la batuta matemática, que al final compone la métrica del poema, sino con el
ritmo psicológico, el que automáticamente viene sugerido por la palabra
anterior. En el fondo, la lírica es música y esto permite al poeta comenzar la
escritura sin saber dónde podría terminar, combinando las palabras de un modo
parecido a como se crea un acorde, simplemente dejándose llevar por la
sonoridad, dando “la iniciativa a las palabras”. Pero esto significa también
prestar atención al silencio, a los blancos de los espacios en las
composiciones impresas, a todo aquello que está ausente, enmarca y sostiene lo
patente. En definitiva, lo inaprensible pone en
evidencia la ilusoria pretensión de la palabra de representar el mundo,
porque, en su afán por idealizarlo todo, ella hace desaparecer la cosa:
Digo ¡una flor! y, salvado el olvido al que mi voz relega algún contorno, en cuanto algo distinto de los cálices conocidos, se alza musical la idea misma y suave la ausencia de todos los floreros.
Era inevitable entonces que,
atendiendo a su peculiar sentido del ritmo, esta poesía fuese analizada desde un punto de vista musical y llevada al pentagrama
por musicólogos y filósofos, como García Bacca. Además sirvió de
inspiración a dos compositores impresionistas: a Claude Debussy para el poema sinfónico sobre La siesta de un fauno, y a Maurice Ravel para sus canciones a partir de tres
poemas del autor. En un comienzo, Mallarmé inició su peculiar revolución
estética desde una posición conservadora, manteniendo la rima y la métrica
alejandrina, pero utilizando el hipérbaton de una manera tan osada como en la
lírica española del Siglo de Oro, hasta
que sus ansias de experimentación lo llevaron a transitar por el verso libre y
la musicalización del silencio, haciéndolo avanzar hacia el poema en prosa. Sin
duda, la obra donde el poeta realiza el máximo reconocimiento de la debilidad
de la palabra es Una tirada de dados jamás
abolirá el azar. Por una parte, el lenguaje escrito muestra aquí
su ineptitud remitiendo a la oralidad, porque, para esclarecer el sentido de lo
que habrá de recitarse, Mallarmé utiliza en el original una serie de recursos
visuales, tales como distintos caracteres de imprenta o una peculiar
distribución tipográfica, que prescinde de alinear los versos y los dispone sin
simetría, aleatoriamente, estableciendo pausas muy largas frente a otras
breves, para de esta manera ofrecer una guía, una partitura, que ayude a
recitar el poema en voz alta. Por otra parte, del lado del contenido y desde el
título mismo, se invalida también el empoderamiento del habla, porque el acto
de expresión de una idea –aun en su manifestación poética– nunca agota la
esencia que describe. Especialmente paradójico resulta el suceso que presenta
el poema. La realización concreta de la contingencia en una tirada, convertida
ya en un hecho irreversible y, por tanto, necesario, no implica que la idea de
azar sea ahora inválida. Al contrario, puede seguir aplicándose a todos los
casos, incluso a este mismo lanzamiento de dados, a pesar de que hayan sido
arrojados ya y el desenlace sea inmodificable. En definitiva, la realidad escapa al lenguaje en una huida hacia
el infinito y, por eso, su expresión en un hecho resulta siempre parcial. “Todo
pensamiento lanza un golpe de dados”, intenta infructuoso “imponer un límite al
infinito”. Para muchos, esta impotencia de la palabra puede parecer frustrante,
pero, a cambio, le otorga un valor ilimitado en cuanto camino de una develación
inagotable.
(El vuelo de la lechuza / 14-1-2018)
(El vuelo de la lechuza / 14-1-2018)
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