por Rafael Narbona
Catorce meses antes de que Thomas Mann comenzara a sentir molestias en una pierna
mientras atravesaba las dunas de la playa holandesa de Noordwijk, su hija Erika
se despertó en mitad de la noche en el sanatorio donde luchaba contra su
insomnio crónico y una gastritis de origen nervioso. No sabía si se trataba de
un sueño o una alucinación, pero había visto a su padre agonizando en la cama
de un hospital, con el rostro lívido y los ojos moribundos. Los médicos que lo
atendían se mostraban partidarios de amputar las dos piernas. Horrorizada,
Erika suplicaba que no lo hicieran, pues su padre sufría una perforación y su
muerte era inminente. No hacía falta someterlo a una cruel intervención
quirúrgica. Enloquecida por su visión, Erika subía y bajaba las escaleras del
sanatorio, lanzando gritos desgarradores. “Aquella alucinación fue de un horror
indescriptible, de un terror denso y compacto, desconocido para la vida de la
vigilia –escribiría más tarde. El que sueña, el que sufre una pesadilla, está
totalmente entregado al horror que él mismo ha creado”. Paul Celan
afirmó que “la muerte es un Maestro alemán”, pero quizás sería más
correcto decir que la Muerte es una pasión alemana. Sus filósofos, sus músicos
y sus poetas nunca se han cansado de cortejar su misteriosa penumbra, donde
han atisbado simultáneamente la angustia del anonadamiento total y la ebriedad
de lo eterno, el colapso del tiempo y la belleza de lo imperecedero.
Thomas Mann era un hombre cortés,
reflexivo y templado. Sólo se tuteaba con dos o tres amigos, pero esa forma de
actuar, que podría interpretarse como arrogancia o fatuidad, nunca desembocaba
en un talante adusto, frío y desapegado. Su hijo Klaus, atormentado por una
legión de demonios que acabarían arrojándole en brazos del suicidio, aseguraba
en Hijo de este tiempo, unas prematuras memorias publicadas en
1932, que los conflictos con su padre sólo constituyeron un desencuentro
superficial y efímero. Es cierto que pasaba mucho tiempo encerrado en su
despacho y exigía silencio mientras escribía. Cuando sus hijos alborotaban
cerca de su puerta, tosía de forma artificial para indicarles que se marcharan
a jugar a otro sitio, pero jamás alzaba la voz ni les pegaba, algo infrecuente
en una época donde el castigo físico era una medida habitual en casi todos los
hogares. Thomas Mann era un cazador de almas, un pedagogo que creía en
el poder edificante de la palabra, un humanista que detestaba la violencia.
Paseaba con sus hijos por las afueras de Bald Tölz, educando su sensibilidad
con observaciones sobre el paisaje alpino, con sus cumbres nevadas y sus
laderas tapizadas de árboles. Cuando cruzaban el interminable bosque, umbrío y
sonoro, les hablaba de la luz y el cielo, el sol y el agua, la piedra y el
hielo. Nunca les aleccionaba. Jamás mencionaba las ideas de culpa, pecado o redención. Su
aprecio por la dimensión espiritual del ser humano nunca incluyó el fanatismo
religioso o político, pues sabía que el espíritu no es grandilocuente.
Casi siempre se manifiesta discreta y humildemente. Puede surgir durante un
paseo por un viñedo o en la cocina, mientras se baten las yemas de un huevo en
un cuenco, algo que el escritor hacía con admirable destreza. Klaus describe a
su padre como un hombre siempre dispuesto a perdonar y que no escatimaba la
libertad a sus hijos. Su madre, Katia, antigua actriz con estudios inacabados
de física y matemáticas, obraba del mismo modo. “Nos dejaban hacer de la forma
más bella y más inteligente”, reconoce Klaus, consciente de que sus padres
encarnan los valores de una burguesía liberal e ilustrada amenazada por la
creciente marea parda.
En las playas de Noordwijk, Thomas
Mann ya es un hombre de ochenta años que ha conocido la gloria y el exilio.
Durante la Gran Guerra, apoyó la causa de Alemania, lo cual le costó una
dolorosa ruptura con su querido hermano Heinrich. La crudeza de la contienda,
con su interminable frente de trincheras y sus terribles batallas, que a veces
se cobraban miles de vidas en unas pocas horas, tambaleó sus convicciones. La
brutalidad de los nazis le abrió los ojos definitivamente, convirtiéndole en un
ardiente defensor de la democracia y la paz entre las naciones. En Relato
de mi vida, Thomas Mann aborda su evolución política con valentía y
sinceridad: “Yo recorrí aquel difícil camino juntamente con mi pueblo; las
etapas de mis vivencias fueron las suyas; pienso que fue mejor así”. Thomas
Mann encabezará la lucha intelectual contra Hitler. Cuando el nazismo llega al
poder, le despojará tanto a él como a su familia de la nacionalidad alemana,
confiscando sus bienes. Exiliado en Estados Unidos, apoyó a los aliados durante
la Segunda Guerra Mundial mediante conferencias y charlas radiofónicas para la
BBC de Londres. “Yo no soy nacionalista –proclama en las ondas–. Hace tiempo
que lo nacional se ha convertido en algo provinciano”. Thomas Mann
opone la noción de cultura, mística, telúrica y beligerante, al concepto de
civilización, racional, cosmopolita y conciliador. La idea de Europa debe
construirse sobre el concepto de civilización, descartando la exasperación
nihilista de los nacionalismos. Europa debe ser un faro de libertad,
solidaridad y tolerancia. Erika y Klaus, “gemelos espirituales”, acompañan
a su padre en su lucha por un mundo libre. Profundamente unidos, ambos
combatirán la dictadura de Hitler desde la primera hora. No militan en ningún
partido político. Simpatizan con el socialismo, pero no con la Unión Soviética.
En Precisamente yo. Fragmento de una autobiografía, Erika escribe:
“El único principio al que me atengo es mi obstinada fe en ciertos ideales
morales básicos: verdad, honor, honradez, libertad, tolerancia”.
Con la derrota de la Alemania nazi,
la familia Mann recupera su nacionalidad y puede regresar a Europa. Su
satisfacción pronto se convertirá en amargura. Klaus se suicida en 1949 con
barbitúricos y alcohol en Cannes. Homosexual, morfinómano y profundamente
inseguro, no soportó el rechazo de sus compatriotas, que no le consideran un
libertador, sino un traidor. El nazismo pervive en las ruinas de
Alemania y la familia Mann, supuestamente contaminada por la sangre judía de
Katia y su colaboración con el enemigo, suscita desprecio e incomodidad.
Cuando los aliados permiten que el director de orquesta Wilhelm Fürtwangler,
agasajado por los nazis, regrese a los escenarios alemanes, recibe una ovación
descomunal que se prolonga quince minutos. En cambio, Bruno Walter, de origen
judío, sólo cosecha discretos aplausos, pese a su extraordinaria calidad humana
y artística. Klaus se siente vacío, desarraigado, en la Alemania de la
posguerra. Luchar contra el nazismo le mantuvo vivo. Ahora tiene que
enfrentarse otra vez a sus demonios. Se ha dicho que “el Mago”, apodo de Thomas
Mann en su círculo familiar, desdeñó la literatura de su hijo y contempló con
desagrado sus extravagancias. Sin embargo, Cambio de rumbo, que retoma el hilo autobiográfico
interrumpido en Hijo de este tiempo, no refleja esas tensiones.
Klaus elogia la obra de su padre como uno de los grandes hitos del espíritu
humano y celebra su tolerancia y discreción: “Seguía siendo fiel a su viejo
principio pedagógico de no inmiscuirse en los asuntos de sus hijos y limitarse
a ejercer una influencia indirecta con el ejemplo de su propia dignidad y
disciplina”. Según Hermann Kurzke, biógrafo de Thomas Mann, padre e hijo
mantenían una actitud completamente distinta ante la vida, pero no había entre
ellos odio ni resentimiento. Thomas Mann apreciaba por encima de todo el
equilibrio, el orden, la proporción, la armonía, la prudencia, el decoro. Por
el contrario, Klaus concebía la existencia como pasión, desorden, desmesura,
transgresión, riesgo, provocación, locura. Por utilizar los conceptos
de Nietzsche, podríamos decir que Thomas Mann era un genio apolíneo, y su hijo Klaus,
un espíritu dionisíaco. Klaus se parecía mucho más a Heinrich que a su
padre. Ambos habían nacido con una ambición descomunal, pero al mismo tiempo
alentaban tendencias autodestructivas que afectarían negativamente al
despliegue de su obra y los empujaría a un pozo de desesperación.
Thomas Mann sentía
escaso aprecio por la realidad corporal y el deseo sexual. Pensaba que la
trascendencia del ser humano se hallaba en el intelecto y no en la carne. Criatura
divina o simple animal, el hombre ha dejado huella en la historia gracias a las
creaciones del espíritu y no por las vicisitudes de su cuerpo. En José
y sus hermanos, la castidad se pondera como una luminosa virtud que nos
ayuda a percibir con nitidez la belleza del mundo y el misterio de la vida. No
es simple renuncia, sino una forma de libertad. El ascetismo no implica cerrar
los ojos, sino abrirlos con más fuerza y captar la ligereza y la gracia de la
vida en sus formas más puras. En las playas de Noordwijk, Thomas Mann escribe al
aire libre, sentado en una silla portátil. Ha logrado algo que parecía
inconcebible años atrás, cuando sólo lograba escribir encerrado en su despacho,
aislándose de cualquier ruido o distracción. Ahora los niños gritan y juegan a
su alrededor, construyendo castillos de arena. Los bañistas se zambullen en las
olas, desapareciendo bajo su espuma. La infinitud del mar parece una promesa de
continuidad. La muerte no es extinción total, sino regreso al fondo creador del
que emergen todas las cosas y tal vez el umbral de algo que no somos capaces de
imaginar. La muerte es una vivencia más, un salto, una pirueta. Amarga, sin
duda, pero no exenta de expectación y esperanza. En José y sus hermanos,
leemos: “Morir, ciertamente, significa perder el tiempo y salirse fuera de él,
pero también significa obtener a cambio eternidad y omnipresencia, es decir,
obtener la vida real”. En un discurso que escribe para celebrar el sesenta
aniversario de su mujer, afirma: “Todos nosotros vamos muriendo como deudores
desesperados de lo infinito. […] Nosotros seguiremos juntos, cogidos de la
mano, incluso en el reino de las sombras. Si se me ha de otorgar alguna
posteridad a mí, a la esencia de mi ser y a mi obra, entonces ella vivirá
conmigo, a mi lado”. ¿Creía Thomas Mann en Dios? Nunca se pronunció
claramente en ese sentido, pero su obra está impregnada de cristianismo, esa
“flor del judaísmo” que se fundió con la Antigüedad clásica para alumbrar la
civilización occidental. Su ambigüedad no incurre en un fatalismo
nihilista, pues cree en la perfección ascendente del cosmos. El hombre
representa la culminación de un largo proceso. Su desaparición sumiría al
cosmos en la oscuridad. El espíritu se apagaría y sólo quedaría la marcha ciega
de la naturaleza. No descarta la existencia de Dios, pero opina que el lenguaje
nunca podrá decir nada definitivo al respecto. Lo inefable se atisba en la
música, pero no en la palabra, más apegada a lo terrenal. Se ha hablado
de la homosexualidad reprimida de Thomas Mann como una clave de su pensamiento,
pero sería más exacto hablar de una perspectiva estética que muestra
preferencia por el erotismo de las formas, desdeñado lo puramente biológico.
El artista es un asceta, un contemplador, no un seductor. Su misión es recrear
y expandir la belleza, no enredarse en pasiones que ofuscan el entendimiento y
aniquilan la voluntad.
En las playas de Noordwijk, hay mucha
belleza que contemplar y recrear, pero el malestar del cuerpo ahuyenta al
espíritu, como advirtió Platón. Thomas Mann cree que sufre un ataque de reuma,
pero un médico observa su pierna y habla con su esposa Katia. Se trata de una
trombosis. Aconseja trasladarlo a Zúrich y prohíbe tajantemente que se levante
de la cama. El escritor, al que le comunican que únicamente tiene una flebitis,
lamenta no poder salir de su habitación. No poder ver el mar le parece
particularmente doloroso. Cuando llega al Hospital Cantonal de Zúrich, su
aspecto no es malo: piel tostada por el viento y el sol, buen ánimo,
clarividencia mental. Lamenta haber pasado diez días confinado en un cuarto,
sin poder disfrutar del mar holandés. Aunque ha escrito que “el amor al mar no
es otra cosa que amor a la muerte”, no desea morir. Katia está a su lado,
acompañando a su madre. Negros presagios desfilan por sus mentes. Katia escribe:
“La muerte, con la que había estado tan íntimamente ligado desde siempre y a la
que tan tardíamente –en nombre del amor y de la vida– había
despojado del poder que ejercía sobre sus ideas, la muerte, ahora que la oscura
amiga se inclinaba sobre él, no reconocía sus rasgos. No la temía. Y si hubiera
tenido conciencia de su gran proximidad, lo hubiera dicho. Al menos se lo
hubiera dicho a mi madre, se habría despedido de ella, tardíamente, mientras se
marchaba”. Se debilita poco a poco. Su piel palidece, le cuesta trabajo hablar,
su mirada se vuelve apática, respira con dificultad. Pide su anillo, una
amatista azul, pues observarla le conforta, mostrándole que la belleza
perdura, aunque la vida de los hombres se extinga. El 12 de agosto fallece
mientras duerme. Nadie esperaba un desenlace tan prematuro. La autopsia revela
que la causa de la muerte ha sido la arteriosclerosis. La enfermedad había
avanzado inadvertidamente, ocultando sus estragos hasta el final. Si el enfermo
hubiera vivido unas semanas más, su agonía habría sido dolorosa e ingrata.
Erika se despide de su padre con unas líneas conmovedoras: “Amado, querido
Mago, la gracia te guió hasta el fin y te alejaste en silencio de esta verde
tierra por cuyo destino te preocupaste con tanto amor durante tanto tiempo.
Tres días estuvieron todavía allí tus restos –el cuerpo ligero con la cabeza
severa, osada, cada vez más extraña– en la sala mortuoria de la clínica. Tu
anillo, el hermoso anillo, estaba en tu dedo. La piedra brillaba oscuramente.
Te sepultaremos con ella”.
Thomas Mann fue sepultado en el
cementerio de Kilchberg. La familia quiso celebrar la ceremonia en la
intimidad, pero cientos de personas acompañaron al cortejo fúnebre, incluidas
autoridades públicas, rectores de universidad y figuras del mundo literario,
artístico y teatral. Un párroco evangelista se encargó del responso y Richard
Schweizer, amigo de la familia, leyó unas palabras: “Aunque sobre la vida de
Thomas Mann hayamos escrito la palabra Fin, esto no significa que
todo haya concluido. Su espíritu está presente, aquí y ahora… ¿quién de
nosotros sería incapaz de sentirlo?” Thomas Mann sigue vivo, al menos
para los que aman la literatura. Sus libros nos siguen proporcionando ideas,
sensaciones, paradojas, interrogantes, reflejos, intuiciones. Podríamos
agrupar su herencia intelectual en cuatro apartados, que se corresponden con
las grandes preocupaciones del ser humano. En el plano espiritual, nos invita a
conservar nuestro anhelo de perfección y trascendencia, pero sin someternos a
los dictados de ningún dogma. El espíritu no necesita tutelas, sino
libertad absoluta. En el plano ético, nos incita a la rebeldía, a la
autonomía moral, pero sin caer bajo la dominación del instinto, que sólo busca
el placer individual, nunca la excelencia. En el plano estético, nos anima a
buscar la serenidad de los clásicos, pero sin descartar las innovaciones. La
belleza es armonía, equilibrio, forma, proporción, pero muchas veces se
manifiesta de una manera oscura y enigmática. En el plano político, nos pide
que combatamos la mística de la violencia, que impulsa indistintamente al
fascismo y al comunismo. Los ideales de la Ilustración han creado la Europa
libre, tolerante y comprometida con los derechos del hombre. Debemos hacer todo
lo posible para preservar ese modelo de sociedad, luchando contra las
tendencias atávicas y regresivas. El nacionalismo y el fanatismo religioso han
dividido Europa en el pasado, desatando guerras y matanzas. Europa debe
ser un espacio plural y democrático, no un mosaico de tendencias centrífugas o
lóbregos ensimismamientos.
En su último año de vida, Thomas Mann
escribió un luminoso Ensayo sobre Schiller para conmemorar el
150 aniversario de su muerte. En ese breve texto, hallamos observaciones que
podrían aplicarse cabalmente a su obra. Ambos buscaban “lo universal, total,
puramente humano”. Thomas Carlyle, hostil a la democracia y amante de la
sociedad feudal, reprochó a Schiller que “su corazón latía para toda la
humanidad, el mundo y todas las generaciones”. En su opinión, amar a toda la
humanidad era un sentimiento tan abstracto e irrealizable que sólo contribuía a
la decadencia de las naciones. En cambio, Thomas Mann consideraba que esa
disposición constituía una prueba de su grandeza y un signo profético, pues
auguraba el único porvenir que podría librar al hombre de una tercera y
definitiva guerra mundial. La obra de Schiller debía fecundar a las nuevas
generaciones, fomentando la fraternidad universal: “que de su voluntad pacífica
y poderosa pase algo a nosotros en esta fiesta de su entierro y resurrección:
de su voluntad de belleza, verdad y bondad, de virtud, libertad interna, arte,
amor, paz, de reverencia salvadora del hombre ante sí mismo”. Esas virtudes
también se encuentran en la literatura de Thomas Mann y deberían representar
una inspiración permanente.
El Mago agonizó con nostalgia del
mar, quizás porque no hay en la tierra nada más parecido al infinito. Su obra
nos hace soñar con una eternidad muy humana, donde la belleza no es algo
abstracto, sino un grupo de niños corriendo y jugando por las playas de
Noordwijk.
Nota bibliográfica:
Erika Mann: Precisamente yo.
Traducción de Cristina García Olrich. Barcelona, Minúscula, 2002.
-El último año de mi padre.
Traducción de Andrés Sánchez Pascual. Madrid, Alianza,
Klaus Mann: Hijo de este
tiempo. Traducción de Carlos Fortea. Barcelona, Minúscula, 2001.
-Cambio de rumbo.
Crónica de una vida. Traducción de Anton Dieterich y Genoveva Dieterich. Barcelona, Alba,
2007.
Thomas Mann: Relato de mi
vida. Traducción de Andrés Sánchez Pascual. Madrid, Alianza, 1969.
-Ensayos sobre música, teatro y
literatura. Traducción de Genoveva Dieterich. Barcelona, Alba, 2002.
Hermann Kurzke: Thomas Mann.
La vida como obra de arte. Una biografía. Traducción Rosa Sala. Barcelona,
Galaxia Gutenberg, 2003.
Roman Karst: Thomas Mann.
Ensayo de una disonancia. Traducción de Juan José del Solar. Barcelona,
Barral Editores, 1974.
(EL CULTURAL / 28-8-2108)
(EL CULTURAL / 28-8-2108)
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