Adaptada al cine como Las horas -primer título de la
novela-, en Mrs. Dalloway volvió a redibujar magistralmente su
larga obsesión con el tiempo. Nueva traducción.
En octubre de 1922 Virginia Woolf empieza su cuarta novela. Hasta mayo
de 1924 la titula Las horas, con el propósito evidente de narrar
una jornada completa del verano de 1923, en Londres, y ritmarla con el
“irrevocable” e institucional Big Ben en secuencias de unos prolijos quince
minutos. El reloj suena, la primera vez, en la mañana, a las cincuenta líneas
(“¡Ahora! El reloj tronó”), y la última, en la noche, a las doscientas páginas
(“El reloj empezó a sonar”). Las dos veces quien lo escucha es Clarissa
Daloway, en el barrio de Westminster. En Victoria Street cuando va a comprar
flores para su fiesta; y luego en plena fiesta, desde la ventana de su casa
mientras observa a su vieja vecina. Entre una y otra vez suceden las novelas de
varios personajes, de sus trayectos urbanos, estadías, visitas, raccontos, y de
sus vínculos que, genuinos o afectados (y Woolf hace un tema de esa
diferencia), extienden hilos y tensan sus nudos.
En 1925 Hogarth Press, la editorial que el matrimonio Woolf gestionaba
desde 1917 en su propia casa, publica la novela bajo el título Mrs.
Dalloway, la opción que guió a Virginia durante los últimos meses de
escritura. ¿A qué se debió y qué hubo en ese cambio?
Por empezar, y casi seguro: Woolf supo, promediando el “proceso de
ajuste” estructural de su relato (“my tuning process”), que las horas
sonantes de la novela iban tejiendo una red diegética y reflexiva creciente,
cada vez más fluida pero, a su vez, más intrincada, y que, en consecuencia,
había que encausar su dispersión y sujetarla, desde la tapa, con el
nombre de un único personaje femenino; un sujeto etimológico
que coincidiera, anecdótica y estructuralmente, con la figura de una
“anfitriona”. “Un centro, un diamante”, escribe Woolf, “una mujer que se
sentaba en la sala y era un punto de encuentro”. Entre las funciones de Mrs.
Dalloway, además de recibir en su casa por la noche y preparase desde la mañana
para hacerlo, también está la de reunir a los personajes en cercanías de primer
grado (Peter Walsh, Mr. Dalloway) o de segundo grado (Septimus intermediado por
el “oscuramente maligno” doctor Bradshaw).
Las horas y los minutos, lineales y periódicos en el sonido del reloj,
unos tras otras empezaron a resultar del todo insuficientes (“las esferas de
plomo se disolvían en el aire”), y aún engañosos, para indicar, desde el vamos,
el volumétrico, bifurcado, simultáneo y alternativo Tiempo de una novela que
venía a agudizar el género hasta caducarlo. Es decir: a volver superflua la
gran mayoría de las novelas futuras, e ineludibles solo pocas de las anteriores
(incluida, como es de rigor anotar, la inmediata Ulises de
James Joyce, publicada en 1922, en París, después de que el matrimonio Woolf la
rechazara para Hogarth Press). Tiempo, con la mayúscula de Septimus
Warren Smith, el veterano de la Gran Guerra, el suicidado de y por la época, el
aguafiestas de cualquier fiesta y, sobre todo, de la que importa, la de
Clarissa Dalloway. “‘La palabra ‘tiempo’ rompió su cáscara; derramó sus
riquezas sobre Septimus; y de sus labios cayeron como astillas, como virutas
del cepillo de un carpintero, sin que él las pronunciara, palabras duras,
blancas, imperecederas, que volaron a ocupar sus lugares en una oda al Tiempo;
una oda inmortal al Tiempo”.
Por seguir y tal vez: a diferencia de Las horas, el nuevo
título le permitía a Woolf conectarse al ramal femenino de Madame
Bovary (Clarissa también recibía a Emma) y, por su intermedio, a
Flaubert, campeón jurídico del indirecto libre, una de las tecnologías que,
como se ve en la cita anterior, la escritora buscaba rebasar interfiriendo las
ciencias positivas del narrador realista desde adentro, en una tercera persona
“anfitriona” pero absolutamente captada por las primeras de los personajes.
Así: una encrucijada en continuo de horas y voces, que la novelista intentaba
domeñar, se expandía a la velocidad del universo y tomaba su tamaño. Diario,
19 de junio de 1923: “Diré que va a ser una lucha endiablada. Su estructura es
extraña y dominante. Siempre tengo que retorcer mi sustancia para que se adecúe
a la estructura”.
Mrs. Dalloway dará una fiesta y ella misma sale a comprar las flores;
regresa a su casa, cose su vestido de noche y recibe a sus invitados. Camina
calles y parques del centro de Londres, plenas de gente y, al ritmo de su paso,
de sus recuerdos y balances va destacando a los personajes, los tocados por la
ficción novelesca: Hugh Whitbread y su esposa, Sally Setton, Mr. Dalloway, Miss
Kilman, su hija Elizabeth… Peter Walsh, su desentonado amor juvenil. Algunos
están invitados a la fiesta y allí reaparecerán en las páginas finales, otros,
desconocidos y ausentes, ingresan por un sistema controlado de mediaciones, del
que Mrs. Dalloway es soporte.
El ejemplo de Septimus vale en su magnitud. Se cuela en una explosión
callejera que los sorprende a Clarissa, a él y a todos los transeúntes, pero
solo la historia de Septimus gana distinción y relieve, con sus alucinaciones
pos bélicas, los tratamientos de William Bradshaw y su desenlace: “¡Oh! pensó
Clarissa, la muerte hace su aparición en plena fiesta.” Y más adelante: “El
esplendor de la fiesta se desmoronó, tan extraño era estar sola con todo su
lujo. ¿Por qué se le había ocurrido a los Bradshaw hablar de la muerte en su fiesta?”.
Fue Virginia Woolf quien pensó, como nadie antes, el entorno concreto de
las tareas de escritura. Una distribución económica y habitacional determina y
hasta supedita fuertemente la elección de un género, la estructura general del
relato o del poema, la sintaxis de la frase, o el corte de verso. No es lo
mismo una novela escrita a expensas de rentas, unas exactas 500 libras anuales,
y en soledad, que otra escrita en la sala de estar a la intemperie de
familiares y al albur financiero.
Esta es la realidad concluyente de las escritoras, e importa más que sus
propósitos miméticos, porque allí, en el avance de la atención, el tiempo y el
trabajo, se juega la arquitectura artística de una obra literaria; sus “arcadas
y cúpulas”, escribe Woolf, que construyó las suyas en un cuarto propio y sin
interrupciones. Es algo muy registrado en sus ensayos y escritos íntimos, pero
palmario en la incandescente continuidad somática de Mrs. Dalloway,
que parece escrita por una diosa colosal de la sincronía, en una sentada de
tres años, sin descanso ni fatigas.
Las traductoras argentinas, Teresa Arijón y Bárbara Belloc, poetas
ambas, buenas escuchas de la sinfonía coral de esta novela, respetan
cortésmente al lector y confían en él. No lo llaman a cada frase entorpeciéndolo
con datos que, si fuera imperioso, pueden encontrarse a un clic enciclopédico,
ni desambiguando términos o expresiones que el traductor mismo debería resolver
antes que comentar a pie de página. Breves notas al final del libro dan
información sin robarle protagonismo ni a los personajes, ni a la autora, ni al
lector, y, desiderátum woolfiano: sin interrumpirlos.
¿Necesitan presentación Mrs. Dalloway y Mrs. Woolf?
Quizá hoy, a sus casi cien años, la respuesta sea: desde luego que no. Pero el
lector en la mesa de novedades habría agradecido que, al dar vuelta el libro,
en la contratapa, además de una cita entrecortada, y una frase más bien lavada
de Borges que no las quiso tanto como merecían, los editores hubieran
redactado, sino elogios –tan meritorios en este caso como en ningún otro–, al
menos algún dato, de la infinidad que circulan desde la primera edición de la
novela, y cuando es bien sabido que ambas, como los clásicos y como el
universo, hasta el fin de los tiempos estarán en expansión.
Mrs. Dalloway, Virginia
Woolf. Trad. Teresa Arijón y
Bárbara Belloc. Cuenco de Plata, 224 págs.
(Clarín / 5-9-2018)
(Clarín / 5-9-2018)
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