PRIMERA
PARTE “LAS
ENSEÑANZAS”
(Una forma yaqui de conocimiento)
(Una forma yaqui de conocimiento)
XI
(2)
Viernes,
29 octubre, 1965 (7)
-Pero ¿cómo le gané?
-No te moviste de tu
sitio. Si te hubieras apartado un centímetro, te habría hecho polvo. La
diablera escogió el momento el momento en que yo no estaba para atacar, y lo
hizo bien. Falló porque no contaba con tu propia naturaleza, que es violenta, y
también porque no te saliste del sitio en el que eres invencible.
-¿Cómo me habría matado
de haberme movido?
-Te habría golpeado como
un rayo. Pero sobre todo se habría quedado con tu alma, y tú te habrías ido
gastando.
-¿Qué va a suceder ahora,
don Juan?
-Nada. Recobraste tu
alma. Fue una buena batalla. Anoche aprendiste muchas cosas.
Después nos pusimos a
buscar la piedra que yo había lanzado. Don Juan dijo que, de encontrarla,
podríamos estar absolutamente seguros de que el asunto había terminado.
Buscamos durante casi tres horas. Yo tenía el sentimiento de que la
reconocería. Pero no pude.
Ese mismo día, empezando
el anochecer, don Juan me llevó a los cerros cerca de su casa. Allí me dio
instrucciones largas y detalladas sobre procedimientos específicos de pelea. En
determinado momento, mientras repetía ciertos pasos prescritos, me hallé solo.
Había subido corriendo una ladera y estaba sin aliento. Sudaba en abundancia,
pero tenía frío. Llamé varias veces a don Juan, pero no contestó, y empecé a
experimentar una aprensión extraña. Oí un crujir en el matorral, como si algo
viniera hacia mí. Escuché atentamente, pero el ruido no cesó. Luego volvió a
oírse, más fuerte y más cerca. En ese instante se me ocurrió que iban a repetirse
los eventos de la noche anterior. En cuestión de segundos, mi miedo creció
fuera de toda proporción. El crujir en las matas se acercó más, y mi fuerza menguó.
Quería gritar o llorar, correr o desmayarme. Mis rodillas se vencieron, caí por
tierra, chillando. Ni siquiera pude cerrar los ojos. Después de eso, sólo
recuerdo que don Juan encendió una hoguera y frotó los músculos agarrotados de
mis brazos y piernas.
Permanecí varias horas en
un estado de profunda zozobra. Más tarde, don Juan explicó mi reacción
desproporcionada como un hecho común. Me declaré incapaz de descubrir lógicamente
qué había ocasionado mi pánico, y él repuso que no fue el miedo de morir, sino
más bien el miedo a perder el alma, un temor común entre los hombres que no
poseen una intención indomable.
Esa experiencia fue la
última enseñanza de don Juan. Desde entonces me he abstenido de buscar sus
lecciones. Y, aunque don Juan no ha alterado su actitud de benefactor hacia mí,
creo en verdad haber sucumbido al primer enemigo de un hombre de conocimiento.
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