domingo

LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN (87) - CARLOS CASTANEDA


PRIMERA PARTE “LAS ENSEÑANZAS”
(Una forma yaqui de conocimiento)


XI (2)

Viernes, 29 octubre, 1965 (7)

-Pero ¿cómo le gané?

-No te moviste de tu sitio. Si te hubieras apartado un centímetro, te habría hecho polvo. La diablera escogió el momento el momento en que yo no estaba para atacar, y lo hizo bien. Falló porque no contaba con tu propia naturaleza, que es violenta, y también porque no te saliste del sitio en el que eres invencible.

-¿Cómo me habría matado de haberme movido?

-Te habría golpeado como un rayo. Pero sobre todo se habría quedado con tu alma, y tú te habrías ido gastando.

-¿Qué va a suceder ahora, don Juan?

-Nada. Recobraste tu alma. Fue una buena batalla. Anoche aprendiste muchas cosas.

Después nos pusimos a buscar la piedra que yo había lanzado. Don Juan dijo que, de encontrarla, podríamos estar absolutamente seguros de que el asunto había terminado. Buscamos durante casi tres horas. Yo tenía el sentimiento de que la reconocería. Pero no pude.

Ese mismo día, empezando el anochecer, don Juan me llevó a los cerros cerca de su casa. Allí me dio instrucciones largas y detalladas sobre procedimientos específicos de pelea. En determinado momento, mientras repetía ciertos pasos prescritos, me hallé solo. Había subido corriendo una ladera y estaba sin aliento. Sudaba en abundancia, pero tenía frío. Llamé varias veces a don Juan, pero no contestó, y empecé a experimentar una aprensión extraña. Oí un crujir en el matorral, como si algo viniera hacia mí. Escuché atentamente, pero el ruido no cesó. Luego volvió a oírse, más fuerte y más cerca. En ese instante se me ocurrió que iban a repetirse los eventos de la noche anterior. En cuestión de segundos, mi miedo creció fuera de toda proporción. El crujir en las matas se acercó más, y mi fuerza menguó. Quería gritar o llorar, correr o desmayarme. Mis rodillas se vencieron, caí por tierra, chillando. Ni siquiera pude cerrar los ojos. Después de eso, sólo recuerdo que don Juan encendió una hoguera y frotó los músculos agarrotados de mis brazos y piernas.

Permanecí varias horas en un estado de profunda zozobra. Más tarde, don Juan explicó mi reacción desproporcionada como un hecho común. Me declaré incapaz de descubrir lógicamente qué había ocasionado mi pánico, y él repuso que no fue el miedo de morir, sino más bien el miedo a perder el alma, un temor común entre los hombres que no poseen una intención indomable.

Esa experiencia fue la última enseñanza de don Juan. Desde entonces me he abstenido de buscar sus lecciones. Y, aunque don Juan no ha alterado su actitud de benefactor hacia mí, creo en verdad haber sucumbido al primer enemigo de un hombre de conocimiento.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+