XI / EL ESPEJO
-Si me quiere seguir, le narro; no una aventura, sino experiencia, a la que
me indujeron, alternadamente, series de raciocinios e intuiciones. Me tomó
tiempo, desánimos, esfuerzos. De ella me enorgullezco sin vanagloriarme. Sin
embargo, me sorprendió un tanto afastado de todos, penetrando en conocimientos
que otros, todavía, ignoran. Usted, por ejemplo, que sabe y que estudia,
supongo que ni tenga idea de lo que sea, en realidad -¿un espejo? Nada más,
ciertamente, de las nociones de física, con las que se familiarizó, las leyes
de la óptica. Me reporto a lo trascendente. Pero, todo en la punta de un
misterio. Incluso los hechos. O la ausencia de ellos. ¿Duda? Cuando nada pasa
hay un milagro que no estamos viendo.
Fijémonos en lo concreto. El espejo, hay muchos, capitándole sus facciones;
todos le reflejan el rostro, y usted se cree con aspecto propio y prácticamente
inmutado, del que le dan fiel imagen. Pero -¿qué espejo? Los hay “buenos” y
“malos”, los que favorecen y los que detraen; y los que son sencillamente
honestos, pues sí. ¿Y dónde ubicar el nivel y punto de esa honestidad o
fidedignidad? ¿Cómo seremos usted, yo, los restantes prójimos, en lo visible? Usted
dirá: las fotografías lo comprueban. Contesto: que, además de prevalecer para
las lentes de las máquinas objeciones análogas, sus resultados, antes que
desmentir, apoyan mi tesis, tanto revelan superponerse a los datos
iconográficos, los índices de lo misterioso. Aunque tomados de inmediato uno
después del otro, los retratos siempre serían entre sí muy diferentes. Si no se
fijó nunca en eso, es porque vivimos, de modo incorregible, distraídos de las
cosas más importantes. ¿Y las máscaras, moldeadas en los rostros? Vale, en
grueso modo, para el desbaste de las formas, no para el estallar de la
expresión, el dinamismo fisonómico. No se olvide, de fenómenos sutiles estamos
tratando.
Le queda argumento: cualquier persona puede, al mismo tiempo, ver el rostro
de otra y su reflejo en el espejo. Sin sofisma, lo refuto. El experimento, por
cierto no realizado todavía con rigor,
carecería de valor científico, frente a las irreductibles deformaciones de
orden psicológico. Intente, sin embargo, hacerlo y tendrá notables sorpresas.
No obstante tornarse la simultaneidad imposible en el fluir de valores
instantáneos. ¡Ah!, el tiempo es el mago de todas las traiciones… Y los propios
ojos, de cada uno de nosotros, padecen de vicios de origen, defectos con los
que crecieron, y a los que se hicieron, más y más. En comienzo, la criaturita
ve los objetos invertidos, de ahí su desordenado tantear; sólo a poco y poco,
va a conseguir rectificar, sobre la postura de los volúmenes externos, otras
faltas y más graves. Los ojos, mientras tanto, son la puerta del engaño; dude
de ellos, de sus ojos, no de mí. Ah, amigo mío, la especie humana pelea por
imponer al palpitante mundo un poco de rutina y lógica, pero algo o alguien de
todo hace grieta para reírse de uno… ¿Y entonces?
Note que mis observaciones se limitan al capítulo de los espejos planos, de
uso común. ¿Y los demás? -cóncavos, convexos, parabólicos- ¿además de la
posibilidad de otros, apenas, no descubiertos todavía? Un espejo, por ejemplo,
¿tetra o cuatridimensional? La hipótesis no me parece absurda. Matemáticos
especializados, después de mental adiestramiento, construyeron objetos a cuatro
dimensiones, utilizando pequeños cubos, de diversos colores, como esos con que
juegan los niños. ¿Duda?
Me doy cuenta de que comienza a quitar un poco de su inicial desconfianza
en cuanto a mi sano juicio. Pero quedémonos en lo llano. En los parques de
diversiones, nos reímos de aquellos espejos caricaturescos que nos reducen a
monstruos, estirados o globosos. . Pero, si usamos solamente los planos -y en
las curvas de una cafetera se tiene sufrible espejo convexo, y en una cuchara
pulida, un cóncavo razonable- se debe a que primeramente la humanidad se miró
en la superficie del agua quieta, lagunas, pantanos, fuentes, aprendiendo de
ellas a hacer tales utensilios de metal o cristal. Tiresias, sin embargo, ya
había previsto al bello Narciso que sólo viviría mientras no se viera… Sí, son
para temerse, los espejos.
Los temí desde la niñez, por instintiva sospecha. También los animales se
niegan a encararlos, salvo creíbles excepciones. Soy del interior, usted
también; en nuestra tierra, se dice que uno nunca debe mirarse en espejo a
horas avanzadas de la noche, estando solo. Porque, en ello, a veces, en lugar
de nuestra imagen, nos asombra alguna otra pavorosa visión. Pero, soy positivo,
un racional, piso el suelo con pies y patas. ¿Satisfacerme con fantásticas no
explicaciones? -jamás. ¿Qué amedrentadora visión sería entonces aquella? ¿Quién
es el Monstruo?
¿El miedo, no sería en mí el revivir de impresiones atávicas? El espejo
inspiraba recelo supersticioso a los primitivos, aquellos pueblos con la idea
de que el reflejo de una persona fuese el alma. Por lo general, lo sabe usted,
la superstición es fecundo punto de partida para la pesquisa. El alma del
espejo -anótela- espléndida metáfora. Otros, a su vez, identificaban el alma
con la sombra del cuerpo; y no le habrá escapado la polarización: luz
-tiniebla. ¿No se tenía la costumbre de tapar los espejos o voltearlos contra
la pared, cuando moría alguien de la casa? Sí, ¿además de utilizarlos en el
manejo de la magia, imitativa o simpática de ellos se servían los videntes,
como de la bola de cristal, vislumbrando en su campo esbozos de futuros hechos,
no será porque, a través de los espejos, parece que el tiempo cambia de
dirección y velocidad? Pero, me ditato. Le contaba…
Fue en el lavabo de un edificio público, por casualidad. Yo era joven,
satisfecho conmigo, vanidoso. Descuidado, vi apenas… Le explico: dos espejos
-el de una pared, el otro de puerta lateral, abierta en ángulo propicio- hacían
juego. Y lo que vi, por un instante, fue una figura, perfil humano,
desagradable al último grado, repulsivo, si no hediondo. Me dio náuseas, aquel
hombre, me causaba odio y susto, erizamiento, espanto. Y era -en seguida
descubrí…; era yo, de veras. ¿le parece a usted que, algún día, iba yo a
olvidarme de esa revelación?
Desde entonces empecé a buscarme -el yo por detrás de mí- a la superficie
de los espejos, en su lida, honda lámina, en su lumbre fría. Eso, que se sepa,
antes nadie lo había intentado. El que se mira en espejo, lo hace partiendo de
prejuicio afectivo de un más o menos falaz presupuesto: nadie, verdaderamente,
se encuentra feo: a lo mejor, en determinados momentos, nos disgustamos por provisoriamente
discrepantes de un ideal estético ya aceptado. ¿Soy claro? Lo que se busca,
entonces, es verificar, acertar, trabajar un modelo subjetivo, preexistente, en fin, ampliar lo ilusorio,
mediante sucesivas nuevas capas de ilusión. Yo, sin embargo, era un
investigador imparcial, neutro absolutamente. El cazador de mi propio aspecto formal,
movido por curiosidad, cuando no impersonal, desinteresada, para no decir el
urgir científico. Me llevó meses.
Sí, instructivos. Operaba con toda suerte de astucias: el rapidísimo
relance, los golpes de soslayo, la larga esmerada oblicuidad, las contra
sorpresas, el amago de párpados, el acecho con la luz de repente prendida, los
ángulos variados incesantemente. Sobre todo una inagotable paciencia. Me
miraba. También, en marcados momentos -de ira, de miedo, orgullo abatido o
dilatado, extrema alegría o tristeza. Se me abrieron enigmas. Si, por ejemplo,
en estado de odio, usted enfrenta objetivamente su imagen, el odio refluye y
recrudece, en tremendas multiplicaciones: y usted ve, entonces, que, realmente,
sólo se odia a sí mismo. Ojos contra ojos. Lo supe: los ojos de uno no tienen
fin. Sólo ellos paraban inmutables, en el centro del secreto. Más allá de una
máscara, si es que de mí no se burlaban. Porque el resto, el rostro cambiaba
permanentemente. Usted, como los demás, no ve que su rostro es apenas un
movimiento que, constantemente, causa decepción. No lo ve, porque mal
advertido, avezado, diría yo: todavía dormido, sin siquiera desenvolver las
nuevas percepciones más necesarias. No lo ve, como no se ven, en lo común, los
movimientos translativo y rotatorio de este planeta Tierra sobre el cual sus
pies y los míos se apoyan. Si quiere, no me disculpe; pero usted me comprende.
Siendo así, necesitaba yo transverberar el embozo, la visión de través de
aquella máscara a fin de agotar el núcleo
de esa nebulosa -mi vero rostro. Tenía que haber una solución. La medité. Me
asistieron seguras inspiraciones.
Concluí que, interpretándose en el disimulo del rostro externo, diversos componentes, mi problema sería el de
someterlas a un bloqueo “visual” o anulación perceptiva, la suspensión de uno a
uno, desde los más rudimentarios, groseros, o de inferior significación. Para empezar,
tomé el elemento animal.
Parecerse, cada uno de nosotros a determinado animal, recordar sus facies, es un hecho. Lo constato,
apenas; lejos de mí sacar a repiqueteo temas de metempsicosis o teorías
biogenéticas. Sin embargo, de un maestro en la ciencia de Lavater, yo me había
enterado en el asunto. ¿Qué le parece? Con caras y cabeza ovinas o equinas, por
ejemplo, le basta con echar una mirada a la multitud o fijarse en los
conocidos, para reconocer que los hay, muchos. Mi semejante inferior en la
escala era, sin embargo -el jaguar. Me aseguré de eso. Y, entonces, tendría
que, después de disociarlos meticulosamente, aprender a no ver, en el espejo, los trazos que en mí recordaban al gran
felino. Me empeñé en eso.
Discúlpeme por no detallar, el método o métodos de que me valí y que
intrincaban el más rebuscador análisis y estrenuo vigor de abstracción. Aun las
etapas preparatorias quitarían el hipo a uno menos pronto a lo arduo. Como todo
hombre culto, usted no desconoce el yoga, y ya lo habrá practicado aunque en
sus más elementales técnicas. Y, los “ejercicios espirituales” de los jesuitas,
sé de filósofos y pensadores incrédulos que los cultivan, para profundizarse en
la capacidad de concentración a par con la imaginación creadora… En fin, no le oculto
haber recurrido a medios un tanto empíricos: gradaciones de luces, lámparas de
color, pomadas fosforecentes en la oscuridad. A un expediente me rehusé, no
sólo por mediocre, sino por falseador, el de emplear otras sustancias en el
acero y estañado de los espejos. Pero, estaba principalmente en el modus de enfocar, en la visión
parcialmente enajenada, que yo tenía que agilitarme: mirar no viendo. Sin ver
lo que, en “mi” rostro, no pasaba del reliquat
bestial. ¿Lo iba consiguiendo?
Sepa que yo perseguía una realidad experimental, no una hipótesis
imaginaria. Y le digo que en esa operación hacía verdaderos progresos. Poco a poco,
en el campo de vista del espejo, mi figura se me reproducía con lagunas, con
atenuantes, casi del todo apagadas, aquellas partes superfluas. Proseguí. Pero
ahí, ya decidiéndome a tratar simultáneamente los otros componentes,
contingentes e ilusivos. Así, el elemento hereditario -las semblanzas con los
padres y abuelos- que también son, en nuestros rostros, un trazo evolutivo
residual. Ah, mi amigo, ni en el huevo el pollito está intacto. Y,
prosiguiendo, lo que se debería al contagio de las pasiones manifiestas o latentes,
lo que resaltaba de las desordenadas presiones psicológicas transitorias. Y,
todavía, lo que en nuestras caras, materializa ideas y sugestiones de otra
persona; y los efímeros intereses sin secuencia ni antecedencia, sin conexiones
ni hondura. Careceríamos de días para explicarlo. Prefiero que tome mis
afirmaciones por su valor nominal.
A medida que trabajaba con mayor maestría, en el excluir, abstraer y
abstrar, mi esquema perspectivo se fragmentaba en forma sinuosa a manera de
coliflor o mondongo de buey, y en mosaicos, y francamente cavernoso, como una
esponja. Y se oscurecía. En se tiempo, no obstante los cuidados con la salud, empecé
a sentir dolores de cabeza. ¿Será que, así no más, me acobardé? Perdóneme,
usted, el constreñimiento, por tener que cambiar el tono para confidencia tan
humana, en reparo o debilidad inesperada e indigna. Pero, acuérdese de
Terencio. Sí, los antiguos; se me ocurrió que representaban junto con un
espejo, cercado por una serpiente, a la Prudencia, como divinidad alegórica.
Abandoné, de golpe, la investigación. Por meses, así, dejé de mirarme en
cualquier espejo.
Mas, con el común correr cotidiano, uno se aquieta, se olvida de muchas
cosas. El tiempo, en largo espacio, es siempre tranquilo. Y puede ser, también,
que encubierta curiosidad me picase. Un día… Perdóneme, no busco efectos de
novelista torciendo, a propósito, en lo agudo de las situaciones. Sencillamente
le diré que me miré en un espejo y no me vi. No vi nada. Sólo el campo liso, a
las vacuidades, abierto como el sol, agua limpísima, a la dispersión de la luz,
todo tapadamente. ¿No tenía yo formas, rostro? Me palpé mucho. Pero lo no
visto. Lo ficto. Lo sin evidencia física. ¿Era yo, el transparente
contemplador? Me fui, me aturdí, a punto de echarme en un sillón.
¡Sería entonces que, durante aquellos meses de reposo, la facultad, antes
buscada, por sí sola, se había ejercitado en mí! ¿Para siempre? Volvía a querer
encararme. Nada. Y lo que tomadamente me aterrorizó: yo no veía mis ojos. ¡En
brillante y pulido nada, ni ellos se me reflejaban!
Así era que, partiendo para una figura gradualmente simplificada, me había
despojado al término, hasta el total desfiguramiento. Y la terrible conclusión:
¿No había en mí una existencia central, personal, autónoma? ¿Sería yo un…
des-almado? ¿Entonces, lo que se me fingía de un supuesto yo, no era más que, sobre la persistencia del animal, un poco de
herencia, de sueltos instintos, energía pasional extraña, un entrecruzarse de
influencias, y todo lo demás que en la permanencia se indefine? Me decían eso
los rayos luminosos y la faz vacía del espejo -con rigurosa infidelidad. Y,
¿sería así con todos? Seríamos no mucho más que niños -el espíritu de vivir sin
pasar de ímpetus espasmódicos relampagueados entre espejismos: la esperanza y
la memoria.
Pero, usted encontrará que desvarío y me desoriento, confundiendo lo
físico, lo hiperfísico, lo transfísico, fuera del menor equilibrio de
razonamiento o alineamiento lógico -ahora me doy cuenta. Estará pensando que,
de lo que yo dije, nada sea cierto, nada prueba nada. Aunque todo fuese verdad,
no sería más que mezquina obsesión autosugestiva, y el despropósito de
pretender que psiquismo o alma se retrataran en espejo…
Le doy la razón. Ocurre, sin embargo, que soy mal contador, precipitándome
en las ilaciones antes de los hechos, y, pues: poniendo los bueyes antes del
carro y los cuernos después de los bueyes. Dispénseme: Y deje que el final de
mi capítulo traiga luces a lo hasta ahora aventado, ruda y anticipadamente.
Son sucesos muy de origen íntimo, de carácter demasiado raro. Los narro
bajo palabra, bajo secreto. Me avergüenzo. Necesito resumirlos muchísimo.
Aconteció que, más tarde, años, al fin de una ocasión de sufrimientos
grandes, de nuevo me enfrenté -no cara a cara. El espejo me enseñó. Oiga. Por
un cierto tiempo, nada vi. Sólo entonces, sólo después: el tenue comienzo de un
cuanto como una luz, que se nublaba, poco a poco, intentándose en débil
cintilación, radiación medida. ¿Me conmovía su mínimo ondear, o estaría ya,
contenido en mi emoción? ¿Qué lucecita, aquella, que desde mí se emitía, para
detenerse allá, reflejada, sorpresa? Si quiere, indague usted mismo.
Son cosas que no se deben entrever; por lo menos, más allá de un tanto. Son
otras cosas, según pude distinguir, mucho más tarde -por fin- en un espejo. Por
ese tiempo, perdóneme el detalle, yo ya amaba -ya aprendiendo, sea esto, la
conformidad y la alegría. Bien… Sí, vi, a mí mismo, de nuevo, mi rostro, un
rostro; no este, que usted razonablemente me atribuye. Sino el
todavía-ni-rostro -casi delineado, apenas- mal emergido, cual una flor
pelágica, de nacimiento abisal… Y era no más que: carita de niño, de
menos-que-niño, solo. Solo. ¿Será que usted nunca lo comprenderá?
Debería o no debería contarle, por razones de tal vez. Descubro, deduzco de
lo que digo. ¿Será, sí? ¿Palpo lo evidente? Más rebusco. ¿Sería este nuestro
desgonzar y el mundo, el plano -intersección de planos- donde se terminan de
hacer las almas?
Si es así, la “vida” consiste en experiencia extrema y seria; ¿su técnica
-o por lo menos parte- exigiendo el consciente alijar, el despojar, de todo lo
que obstruye el crecer del alma, lo que sobrecarga y soterra? Después, el “salto mortale”… -lo digo de ese modo,
no porque los acróbatas italianos lo avivaron, sino porque necesitan de toques,
nuevos aciertos, las expresiones comunes, amortiguadas… Y el juicio problema,
puede sobrevenir con la sencilla indagación: “¿Llegaste a existir?”
¿Sí? ¿Pero, está, entonces, irremediablemente destruida la concepción de
que vivimos en agradable acaso, sin ninguna razón, en un valle de tonterías?
Dije. Si me permite, espero, ahora, su opinión, propia, de usted, sobre tanto
asunto. Solicito los reparos que se digne darme, a mí, siervo de usted,
reciente amigo, pero compañero en el amor a la ciencia, a sus desviados
aciertos y a sus tropiezos titubeados.
¿Sí?
No hay comentarios:
Publicar un comentario