PRIMERA
PARTE “LAS
ENSEÑANZAS”
(Una forma yaqui de conocimiento)
(Una forma yaqui de conocimiento)
XI
(2)
Viernes,
29 octubre, 1965 (4)
Se me acercó. Empecé a
golpearme la pantorrilla y el muslo y a bailar aprisa. Don Juan llegó al filo
del zaguán, frente a mí, y casi me tocó. Frenéticamente dispuse mi cuerpo para
adoptar la posición de lanzamiento, pero él cambió de dirección y se alejó
hacia los matorrales a mi izquierda. En cierto momento, mientras se alejaba, se
volvió de pronto, pero yo le daba la cara.
Se perdió de vista.
Conservé la postura de pelea un rato más, pero como ya no lo vi me senté de
nuevo con las piernas cruzadas y la espalda contra la roca. A estas alturas me
hallaba realmente asustado. Quise huir corriendo, pero esa idea me aterraba más
aun. Sentí que, si él me atrapaba en el camino a mi coche, quedaría
completamente a su merced. Empecé a cantar las canciones de peyote que sabía.
Pero sentí de algún modo que allí eran impotentes. Sólo servían de pacificador,
pero me serenaron. Las canté una y otra vez.
A eso de las 2:45 oí un
ruido dentro de la casa. Inmediatamente cambié de postura. La puerta se abrió
de golpe y don Juan salió trastabillando. Boqueaba y se agarraba la garganta.
Se arrodilló frente a mí y gimió. Me pidió, en voz aguda y chillona, ir a
ayudarlo. Luego vociferó nuevamente y me ordenó ir. Hacía ruidos de gargarismo.
Me suplicó ir a ayudarlo, porque algo lo ahogaba. Se arrastró sobre las manos y
las rodillas hasta hallarse a poco más de un metro. Extendió las manos hacia
mí.
-¡Ven acá! -dijo.
Entonces se levantó. Sus brazos estaban extendidos en mi dirección. Parecía
dispuesto a aferrarme. Pateé el suelo y me di palmadas en la pantorrilla y el
muslo. Estaba fuera de mí.
Don Juan se detuvo y
caminó hacia el costado de la casa y se internó entre los matorrales. Cambié de
postura para encararlo. Luego volví a sentarme. Yo no quería cantar. Mi energía
parecía desgastarse. Todo el cuerpo me dolía; cada músculo estaba tieso y
dolorosamente contraído. No sabía qué pensar. No podía decidirme si enojarme
con don Juan o no. Pensé en saltarle encima, pero de alguna manera supe que él
me derribaría de golpe como a un insecto. Tuve verdaderas ganas de llorar.
Experimentaba una honda desesperanza; la idea de que don Juan iba a tales
extremos por asustarme provocaba en mí una sensación de llanto. Me resultaba
imposible hallar un motivo para su tremendo despliegue histriónico; sus
movimientos eran tan habilidosos que me confundían. No era como si tratara de
moverse como mujer; era como si una mujer tratara de moverse igual que don
Juan. Tuve la impresión de que esa mujer intentaba en verdad caminar y moverse
con la deliberación de don Juan, pero era demasiado pesada y no tenía la
ligereza de don Juan. Quien estuviera frente a mí creaba la impresión de ser
una mujer pesada y no tenía la ligereza de don Juan. Quien estuviera frente a
mí creaba la impresión de ser una mujer pesada, de menos edad, tratando de
imitar los movimientos lentos de un anciano ágil.
Estos pensamientos me
arrojaron a un estado de pánico. Un grillo empezó a cantar ruidosamente, muy
cerca de mí. Noté la riqueza de su tono; imaginé que tenía voz de barítono. El
canto empezó a disolverse. De pronto, todo mi cuerpo se contrajo. Volví a
adoptar la forma de lucha y encaré la dirección de donde había venido el canto
del grillo.
El sonido me estaba
atrapando; había empezado a atraparme antes de que yo me diera cuenta de que
solamente era como un grillo. El sonido se acercó de nuevo. Se hizo
terriblemente fuerte. Empecé a cantar mis canciones de peyote, más y más alto.
De pronto el grillo calló. Inmediatamente me senté, pero seguí cantando. Un
momento después vi la figura de un hombre correr hacia mí, viniendo de la
dirección opuesta al llamado del grillo. Palmoteé sobre mi muslo y mi
pantorrilla y pateé vigorosa, frenéticamente. La figura pasó muy aprisa, casi
tocándome. Parecía un perro. Experimenté un miedo tan espantoso que quedé
insensible. No recuerdo haber sentido ni pensado nada más.
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