EPÍLOGO
EL DISCURSO NO PRONUNCIADO POR JUAN ZORRILLA DE SAN
MARTÍN EN EL ENTIERRO DE JULIO HERRERA DE JULIO HERRERA Y REISSIG LA MAÑANA DEL
20 DE MARZO DE 1910
(exhumación mediúmnico-ectoplasmática que el Poeta
de la Patria archivó para siempre en un cajón con terrible tristeza)
¡Extraña figura la
de Julio Herrera y Reissig, señores, extraña figura! No en balde este genial
personaje ha desorientado a tantos eruditos poseídos por una espiritualidad de
segunda mano, que sólo han podido distinguir en él las apariencias que lo
confunden con los arribistas hipócritamente anárquicos. Es necesario mucho
silencio, señores, para entrar en el secreto de los héroes. En nuestra América,
no se ha hecho bastante silencio todavía en el sagrado de la historia en que
los héroes habitan.
Yo no acepto,
sabedlo, a la hora de explicar el surgimiento de los estados de conciencia
colectivos, ni la formulación idealista de Hegel ni el mecanicismo ambiental de
Taine ni la numinosidad de una imagen visionaria reclamada por Goethe. Yo
pienso, con Carlyle, que el héroe sostiene y representa la civilización en la
que está compendiado y que las nacionalidades son consecuencia de una ley
providencial decretada por Dios. Y el héroe es el instrumento que ejecuta esa
voluntad.
Nada importa la
forma en que esa ley se cumpla. Se tiene que cumplir. Y ese cenit de la materia
cósmica que se obtiene integrando genialmente los soplos geológicos,
sociológicos y etnológicos que nutren a una patria independiente, se encarnan,
según las épocas, en hombres elegidos por el Espíritu.
En 1904, nuestro
divino Julio, cuando ya se supo irremisiblemente condenado a una muerte muy
cercana, se dio el lujo de jaranear en uno de sus funambulescos artículos de
elegancia taurina: ¿Queréis saber de mi
amistad primera? Las buenas musas no sonreían a mis hurañas extravagancias de
oso neurasténico. La biblioteca y yo: un pulpo junto a un oso. Ahí la tenéis.
¿Y mi primera aventura? Pues bien, fue con la muerte. Mi vocación por el Arte se
me reveló de un golpe frente a esta enlutada. Y también, a qué ocultarlo. Mi
vocación por la vida… (…) ¡Oh, qué mañana aquella en que mi corazón como una
bestia salvaje comenzó a correr hacia el jardín de Átropos! Paroxismal,
taquicárdico, llegué en mi cabalgadura de tres patas al peristilo de la mansión
fúnebre. ¡Oh ven -me dijo, abriéndose de lujuria la dama tétrica-. Yo te
esperaba; soy tuya! Pero al verla sin dientes, tan angulosa, me volví, fumando
un cigarrillo. Vaya un pedante, cosas de poeta, pensaréis. Es una historia bien
tonta, carece de interés social, no tiene tesis… ¡Claro! Todo lo interesante
soy yo… Los médicos al verme sano me cumplimentaron con rencor; no se
conformaban con mi mejoría. Es lógico. Yo hubiera debido morir. Eso era lo
científico, lo serio. Mi resurrección en cambio, fue lo literario, lo
paradojal, lo enfermo.
Y hoy debo
confesaros que a mí jamás me escandalizó que en su Torre de los Panoramas se
prohibiera la entrada a los uruguayos,
porque conocí el talento de este gigante de relumbrar celeste en las remotas
tertulias del Prado, cuando nos arrancaba lágrimas desgranando el rosario del
trémolo gongorino de don Gaspar Sagreras y uno podía intuir que aquel muchacho
estaba destinado a cargar con la cruz de otra Purificación radical como la de
la meseta.
Recuerdo haberle
regalado, en aquella enramada perforada por el universo diamantino, el
escapulario bendito que nunca dejó de besar antes de dormir y que ahora le
enjoya el cuello, por su expresa voluntad, debajo de la mortaja infecta por los
cráteres donde supuró el fármacon piadoso y humillante. Y me consta que Julio
pertenece a la estirpe de los orientales
indomables que forjó el Protector y que si llegó a definirse a sí mismo
como la mejor de las fieras humanas nunca
dejó de amar mansísimamente a la Ley
Suprema de solidaridad incontrastable, corolario armónico de sana filosofía y
evangelio divino de altruismo y de amor cristiano, tal como definió a su
panteísmo hace menos de un año, cuando fue elegido para homenajear a Alcides de
María en el Cementerio del Buceo. El amor
y la inmortalidad. Y Dios en el centro de todo, culminó sentenciando entre
aquellos cipreses que ya erizaban como faunos impúberes la tierruca costera.
No olvidemos que
Artigas jamás se consideró uruguayo, tampoco.
Y a no dudar que de
aquí a un siglo, cuando el lenguaje áureo recuperado por Herrera y Reissig para
la tan decaída lírica castellana sea imposible de soslayar como a una sarna
terca, aparecerán los biógrafos súcubos del imperator
y enemigos de Cristo que se encarguen de suprimir solapadamente estas
frases con las que nos reveló que su entretela había quedado cosida para siempre al Redentor desde
los tiempos en que fue un monaguillo querúbico.
Y tampoco dudamos
de que habrá quien se atreva a calificarlo como un monista spinoziano, ese pope
del ingenio herético y castrado que siempre se consideró el suplantador de Dios
al que vivía nombrando y en el que jamás creyó, como lo comprendió Artigas leyendo
todos los días en Ibiray La conversación
conmigo mismo del Marqués de Caracciolo.
Julio, al igual que
Artigas, vivió libre y murió mendigo, en compañía de su visión profética y
aceptando la Cruz donde supo perdonar el reinado mundanal del Príncipe de las
Tinieblas.
¡Mas confiad! Está
escrito que el desierto es muy largo y la verdad no triunfa pero existe. Lo
demás no perdura.
¡Y que no se
pretenda ahora desconocer su calvario perpetuo arrostrándonos sus bufonadas
dignas del malhadado príncipe de Dinamarca! ¡Porque su tan temido dandysmo de ferocidad
lautréamontiana nunca pudo estragar su bonhomía congénita y terminó poco a poco
por dejar traslucir el sudor ensangrentado que derramó hasta el último segundo
de su Getsemaní! ¡Y él no fingió ser víctima de nadie ni de nada!
¡En la Cruz no se
juega!
¡Julio no fue un
habilidoso footballer ávido de
agasajos populares porque sabía que las pezuñas son incapaces de acariciar
rosarios!
¡Él fundó otras
cabriolas!
¡Sufrió hasta
reventar, y los pedantones el paño que en las academias venideras se floreen
recopilando sus hazañas desde un confort inocuo jamás comprenderán su precioso
destino!
¡La verdadera fe es
cuestión de vida o muerte y a quien esquive el terriblemente hermoso rostro de
la verdad lo envainará el olvido!
Fuimos nosotros los
que tuvimos el honor de prestarle, la noche que nos presentó a su inclaudicable
Julieta, El divino Narciso de Sor
Juana Inés de la Cruz. Y desde esa noche hasta la madrugada del último suspiro,
cuando le confesó a su hermana Herminia que no se pinchaba las venas por no
traicionar su fe, supo clarificar las aguas cenagosas hasta poder contemplarse
y resucitar transformado en un Gran Ser Floral.
Y aquí va mi
mensaje final, para quien corresponda: Que
se enteren los gusanos de que ya está servida la envoltura del ángel. Que se
enteren la barbarie ilustrada y todas las utopías positivistas de que ya
descuartizamos la Purificación. ¿Quién arruga la fe? ¡No es verdad lo que dice!
Aquí no canta nadie ni vomita cicuta ni festeja con odio ni abraza las
culebras: ¡aquí no quiero más que un pedazo de pez para lamer la vulva sin
fondo del planeta! Yo quiero ver aquí al filisteo filosófico, al hombre que se
peina el esqueleto y miente con sonrisa de hiena y palio de mesías. Aquí lo
quiero ver: adelante del pozo. Duerme, Julio: no escuches la estupidez del
mundo. La guerra sigue andando con su hambre de oro negro y el miserere de los
cocodrilos anuncia la llegada del reino del vitral.
Cuartel Artiguista de la calle Lepanto / abril de 2018
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