domingo

IRMA HOESLI - MOZART: LAS CARTAS DE UN GENIO DE LA MÚSICA (17)


DRAMÁTICA (7)


Mozart no se parece a Kleist. Tampoco en su obra musical es el dramaturgo obstinado que persigue un solo fin preconcebido, que conduce indefectiblemente al trágico colapso. A pesar de la sencillez de su estilo desconoce la resolución directa y apurada hacia un fin en una secuencia. Obstinación o precipitación estarían en completo desacuerdo con el ser de su drama musical; Mozart está muy cerca de Shakespeare. Como este, no es dramaturgo de ideas, sino de caracteres. Para él es primordial la elaboración de los caracteres en los diálogos entre figuras paralelas o contrastantes. En las arias se expande pasión y sentimiento, en los ensembles se ofrece todo el contenido de la vida, seriedad y alegría, oscuridad y claridad, entretejiéndose entre los extremos de lo trágico y lo cómico. Esa vivacidad tan parecida a la vida misma, que encanta en sus óperas, donde cada persona o situación sorprende por sus nuevos y distintos rasgos y donde la multiplicidad de la vida se une para formar la unidad la confiere también a sus cartas. En ellas se reúnen los elementos más heterogéneos entre lo grave y lo alegre, reflejando lo cambiante, nunca lo lógicamente tangible.

La capacidad de conducir con sentido el juego alternado de las fuerzas de la pasión, del espíritu y del sentimiento, y ordenarlo en forma interesante, se traduce en las cartas a través de la exposición clara, bien dispuesta y llena de interés, que hasta se comunica a la sintaxis de los distintos períodos. Lo que falta en ellas es un sello estilístico que las identifique como escritas por un dramaturgo riguroso, insobornable y consecuente. A esto se debe precisamente la falta de un sentido esencialmente trágico en su obra musical. De ahí el comentario de Abert a los grandes conciertos para piano: evidencian “una notable ampliación del concepto de concierto, siendo el carácter dialogado el que se marca con creciente intensidad en la segunda mitad de esta serie, lo que conduce en los dos conciertos, en modo menor, a efectos casi beeethovenianos. Es verdad que está dentro de la tendencia de este tipo de arte y de la correspondiente elección de ideas musicales el que ese diálogo raramente se agudice en conflicto. Tesis y antítesis, efecto y contraefecto andan generalmente en un mismo sentido, completándose mutuamente, rectificándose a veces, pero nunca conducen a tensiones irreconciliables en las que una de las partes se convierte paulatinamente en derrotada”. (1)

Si en un momento dado lo trágico impera en la obra de Mozart, como en “Don Juan” o en la “Sinfonía en sol menor”, no podemos dejar de notar cómo el espíritu conciliador del autor lo ha atenuado. Recordemos el “gran diminuendo de sentimiento” en el andante de la “Sinfonía en sol menor”. El segundo tema ya “no sólo interrumpe sino que construye. Toma la conducción y como primera medida procede a aquietar la tempestad, luego, empero, después del final en re mayor, pasa de improviso a la parte en re mayor, para enlazar el soñador primer motivo del tema principal con una cinta vaporosa”. Como tema final resuena un dulce canto de ruiseñor, primero en las cuerdas, luego en los instrumentos de viento, como llamado seductor, desde varias partes, y nuevamente rodeado por el revoloteo del mismo motivo. Muy verídica y hermosa resulta la expresión de melancolía que se apodera enseguida de toda la orquesta (al pasar esta a sol bemol mayor). Pero pasa rápidamente. La parte concluye con indescriptible dulzura y efusión en presencia del mismo motivo. (2)

En “Don Juan” vive la figura cómica de Leporino y el final lleva el cuño del buen humor de Mozart.

En las cartas de Mozart encontramos muy de vez en cuando el tono trágico, tan esporádico que sólo podemos hablar de él como de un accesorio. Tanto más a menudo brilla el buen humor de Mozart, esa fuerza del espíritu que ata los sentimientos pasajeramente a una profundidad no peligrosa. Es la fuerza vivificante y constructiva, presente en su música instrumental y en sus óperas, que lo salvó del aniquilamiento, la que al conjuro de una sonrisa de su creador se redime en la compasión por lo imperfecto.

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