LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 19)
Pasaron varios días durante
los cuales Rastignac hizo vida de disipación: comía casi todos los días con la
señora de Nucingen, a la cual acompañaba a todas partes, se retiraba a las tres
o cuatro de la mañana, se levantaba a las doce para vestirse, e iba a pasear al
Bosque con Delfina cuando hacía buen tiempo, prodigando así las horas sin saber
su precio, aspirando todas las enseñanzas y las seducciones del lujo con el
ardor que siente el impaciente cáliz de un datilero hembra por el fecundo
polvillo de su himeneo. Jugaba fuerte, perdía o ganaba mucho, y acabó por
acostumbrarse a la exorbitante vida de los jóvenes parisienses. De sus primeras
ganancias había enviado mil quinientos francos a su madre y a sus hermanas,
acompañando su restitución con regalos escogidos. Aunque había anunciado que
deseaba abandonar la casa Vauquer, estaba ya en los últimos días del mes de
enero y no sabía cómo salir de ella. Los
jóvenes están sometidos, casi todos, a una ley inexplicable en apariencia, pero
cuya razón proviene de su misma juventud y de la especie de furia con que se
aferran al placer. Ricos o pobres no tienen nunca dinero para las necesidades
de la vida, mientras que lo encuentran siempre para sus caprichos. Pródigos con
todo lo que se obtiene a crédito, son avaros con todo lo que se paga al
instante, y parecen vengarse de lo que no tienen, disipando lo que pueden
tener. Planteando claramente esta cuestión, diremos que un estudiante cuida más
su sombrero que su traje. La importancia del valor de este convierte al sastre
en un ser esencialmente acreedor; mientras que lo módico de la suma que vale un
sombrero convierte al sombrerero en uno de los seres más intratables con
quienes uno se ve obligado a tratar. Si el joven sentado en un palco ofrece a
los gemelos de las mujeres bonitas la vista de espléndidos chalecos, es, en
cambio, dudoso que lleve calcetines, porque el mercero es también otro de los
gorgojos de su bolsillo. Rastignac estaba en esta situación. Pobre siempre para
la señora Vauquer, y rico, en cambio, para las exigencias de la vanidad, su
bolsillo sufría reveses y éxitos lunáticos que estaban en desacuerdo en los
pagos más naturales. Para dejar le hedionda e innoble donde se humillaban
periódicamente sus pretensiones, ¿no era preciso pagar un mes por adelantado y
comprar muebles para su habitación elegante? He aquí una cosa imposible. Si
Rastignac sabía procurarse dinero en el juego para comprar relojes y cadenas de
oro pagados con sus ganancias -que iban luego al Monte de la Piedad, ese
sombrío y discreto amigo de la juventud-, en cambio, carecía de ingenio y de
audacia cuando se trataba de pagar la pensión o de comprar las cosas más
indispensables para poder llevar la vida de elegante. Una necesidad vulgar,
deudas contraídas por necesidades satisfechas, no le inspiraban cuidado alguno.
Como la mayor parte de los que han hecho esta vida azarosa, esperaba el último
momento para pagar deudas sagradas, como hacía Mirabeau, que no pagaba el pan a
no ser que le presentaran la cuenta en forma de una letra de cambio. Por
aquella época, Rastignac había perdido su dinero y se había empeñado. El
estudiante empezaba comprender que era imposible continuar aquella vida sin
tener recursos fijos; pero, al mismo tiempo que gemía y se lamentaba de su
situación precaria, se sentía incapaz de renunciar a sus goces y quería
continuarla a toda costa. Los azares con que había contado para hacer fortuna
se volvían quiméricos, y los obstáculos reales se agrandaban. Al iniciarse en
los secretos domésticos del señor de Nucingen, había visto que para convertir
el amor en instrumento de fortuna era necesario pasar toda clase de vergüenzas
y renunciar a las nobles ideas que son la absolución de las faltas de la
juventud. Aquella vida exteriormente espléndida, pero roída por todas las
tenias del remordimiento, y cuyos fugitivos placeres eran caramente expiados
mediante persistentes angustias, le agradaba, se engolfaba en ella preparándose,
lo mismo que el Distraído de La Bruyère, un lecho en el fango; pero, como el
Distraído, aun no había hecho otra cosa que mancharse la ropa.
-¿De modo que hemos
matado ya al mandarín? -le dijo un día Bianchon al levantarse de la mesa.
-Todavía no -le respondió
Eugenio-, pero ya está en el estertor.
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