domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (57)


BURLA-LA-MUERTE (3 / 1)


Dos días después, Poiret y la señorita Michonneau estaban sentados en un banco al sol, en un paseo solitario del Jardín Botánico, y hablaban con el señor que con razón había parecido sospechoso al estudiante de medicina.

-Señorita -decía el señor Gondureau-, no veo de dónde nacen sus escrúpulos. Su Excelencia Monseñor el Ministro de la Policía General del Reino…

-¡Ah! Su Excelencia Monseñor el Ministro de la Policía General del Reino? -repitió Poiret.

-Sí, su Excelencia se ocupa de este asunto -dijo Gondureau.

¿A quién no parecerá inverosímil que Poiret, antiguo empleado y hombre sin duda de virtudes burguesas, aunque desprovisto de ideas, continuase escuchando al pretendido rentista de la calle de Buffon, en el momento en que este pronunciaba la palabra policía, dejando de ver así la fisonomía de un agente de la calle de Jerusalén a través de su máscara de hombre honrado? Sin embargo, nada era más natural. Todo el mundo comprenderá mejor la especie particular de la gran familia de los necios a que pertenecía Poiret después de conocer un estudio hecho ya por ciertos observadores, pero que hasta ahora no ha sido difundido. Existe una nación plumífera, agregada al presupuesto entre el primer grado de latitud que implica los pagos de mil doscientos francos, especie de Groenlandia administrativa, y el tercer grado, donde comienzan los sueldos un poco más cálidos de tres mil a seis mil francos, y en el que se aclimata la gratificación, floreciendo a pesar de las dificultades de la agricultura. Uno de los rasgos característicos que mejor denota la enorme estrechez de esa gente subalterna es una especie de respeto involuntario, maquinal, instintivo, por esa gran llama de todo el ministerio, conocida por el empleado mediante una firma ilegible por el nombre de SU EXCELENCIA MONSEÑOR EL MINISTRO, cinco palabras que equivalen a Il Bondo Cani del Califa de Bagdad, y que, a los ojos de ese pueblo deprimido, representa un poder sagrado, sin apelación. Como el papa para los cristianos, monseñor es administrativamente infalible a los ojos del empleado, el brillo que despide se comunica a sus actos, a sus palabras y a las que se dicen en su nombre; lo cubre todo con su manto, y legaliza las acciones que ordena, y su título de Excelencia, que atestigua la pureza de sus intenciones y la santidad de sus deseos, sirve de pasaporte a las ideas más inadmisibles. Lo que esas pobres gentes no harían en interés propio, se apresuran a hacerlo tan pronto como oyen el título de Su Excelencia. Las oficinas tienen su obediencia pasiva como el ejército tiene a la suya: sistema que ahoga la conciencia, aniquila a un hombre y acaba con el tiempo por adaptarlo a la máquina gubernamental como si fuese un tornillo o una tuerca. De este modo, el señor Gondureau, que parecía penetrar a los hombres, vio en seguida en Poiret a uno de esos necios burócratas e hizo salir el deux ex machina, el título talismánico de Su Excelencia, en el momento en que le convenía descubrir sus baterías y deslumbrar a Poiret, que le pareció el amante de la Michonneau, como la Michonneau le parecía la amante de Poiret.

-Si se trata de Su Excelencia misma, Su Excelencia Monseñor el… ¡Ah, eso es diferente! -dijo Poiret.

-Ya oye usted al señor, cuya opinión parece que le inspira confianza -dijo el falso rentista dirigiéndose a la señorita Michonneau-. Así es, su Excelencia tiene la seguridad completa de que el tal Vautrin, hospedado en la casa Vauquer, es un forzado escapado del presidio de Tolón, donde es conocido con el nombre de Burla-la-Muerte.

-¡Ah! ¿Burla-la-Muerte? -dijo Poiret-. Muy afortunado debe ser para haber merecido ese nombre.

-Sí, ya lo creo -repuso el agente-. Ese apodo lo debe a la suerte que ha tenido en no perder la vida en las audaces empresas que ha llevado a cabo. Mire usted, es hombre peligroso y tiene cualidades que lo hacen extraordinario, y su condena ha sido cosa que lo ha honrado mucho a los ojos de los suyos.

-¿Es, entonces, un hombre de honor? -preguntó Poiret.

-A su manera. Consintió en cargar con el crimen de otro, una falsificación cometida por un hermoso joven a quien quería mucho, un joven italiano bastante jugados que entró luego en el servicio militar, donde se portó correctamente.

-Pero si Su Excelencia Monseñor el Ministro de la Policía está seguro de que Vautrin es Burla-la-Muerte, ¿para qué me necesita a mí? -dijo la señorita Michonneau.

-¡Ah, sí! -dijo Poiret-. Sí, en efecto, el Ministro, como usted ha tenido el honor de decirnos tiene alguna seguridad…

-Seguridad, no es la palabra. Van ustedes a comprender la cuestión. Jacobo Collin, apodado Burla-la-Muerte, goza de toda la confianza de tres presidios, que lo han elegido para ser su agente y su banquero, y gana mucho dinero ocupándose de esta clase de negocios, para los que se necesita un hombre señalado.

-¡Ah, ah! ¿Comprende usted el equívoco, señorita? -dijo Poiret-. El señor lo llama un hombre señalado, porque debe tener alguna marca.

-El falso Vautrin -continuó diciendo el agente- recibe el dinero de los presidiarios, lo coloca, lo conserva y lo tiene a disposición de los que se escapan, de sus familias o de sus queridas, según lo dispongan en su testamento.

-¡De sus queridas! Querrá usted decir de sus mujeres -advirtió Poiret.

-No, señor; generalmente el forzado sólo tiene mujeres ilegítimas, a las que nosotros llamamos concubinas.

-¿De modo que viven en estado de concubinato?

-Consecuentemente.

-Pues bien -siguió Poiret-, esos horrores no debería tolerarlos Monseñor, ya que usted tiene el honor de ver a Su Excelencia, a usted, que parece tener ideas filantrópicas, le corresponde comunicarle la conducta inmoral de esas gentes que tan mal ejemplo dan al resto de la sociedad.

-Pero, señor mío, el gobierno no los mete allí para que sean modelo de virtudes.

-Es verdad. Sin embargo, señor, permítame…

-Pero, querido mío, deje hablar al señor -dijo la señorita Michonneau.

-Usted no entiende, señorita -repuso Gondureau-. El gobierno puede tener un gran interés en apoderarse de una caja ilícita donde se dice que hay sumas importantes. Burla-la-Muerte coloca en ella valores considerables, ocultando, no sólo la suma que poseen algunos de sus compañeros, sino también las que provienen de la sociedad de los Diez Mil.

-¡Diez mil ladrones! -exclamó Poiret asustado.

-No, la sociedad de los Diez Mil es una asociación de bandidos, de gente que sólo trabaja en grande y que no emprende ningún negocio que no le dé por lo menos diez mil francos de ganancia. Esta sociedad se compone de las más distinguidas gentes de mal vivir, pájaros que conocen el Código y que no se exponen nunca a que les apliquen la pena de muerte cuando los toman. Collin es su hombre de confianza, su consejero. Con sus inmensos recursos, este hombre ha sabido crearse una policía propia y relaciones inmensas que envuelven un impenetrable misterio. Aunque hace un año que lo tenemos rodeado de espías, aun no hemos podido ver su juego. Su caja y su talento sirven, pues, constantemente para asalariar el vicio, y tienen en pie un ejército de malos sujetos que están en perpetuo estado de guerra con la sociedad. Apresar a Burla-la-Muerte y apoderarse de sus fondos será cortar el mal de raíz. Por eso esta expedición se ha convertido en un asunto de Estado y de alta política, susceptible de honrar a los que cooperen en ella. Usted mismo, señor, podría ser otra vez empleado en la administración, desempeñando el cargo de secretario de un comisario de policía, funciones que no le impedirían cobrar la pensión que tiene de retiro.

-Pero, ¿por qué no se escapa Burla-la-Muerte con la caja? -dijo la señorita Michonneau.

-¡Oh! -exclamó el agente-. Adonde quiera que vaya, iría seguido de un hombre encargado de matarlo, si robara al presidio. Además, una caja no se roba tan fácilmente como parece y, por otra parte, Collin es un hombre incapaz de hacer semejante acción, porque se creería deshonrado.

-Tiene usted razón, señor -dijo Poiret-, quedaría completamente deshonrado.

-Todo eso no nos dice por qué no viene usted de una buena vez a apoderarse de él -preguntó la señorita Michonneau.

-Está bien, señorita, respondo; pero -le dijo al oído- impida que el señor me interrumpa, porque de lo contrario no acabaremos nunca. Este viejo debe tener mucha fortuna para que lo soporte. Al venir aquí, Burla-la-Muerte se ha hecho pasar por hombre honrado, se ha hecho un buen burgués de París. Se ha instalado en una modesta pensión; en fin, no se le puede tomar descuidado. De modo que el señor Vautrin es hombre considerado que hace negocios considerables.

“Naturalmente”, se dijo Poiret para sus adentros.

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