BURLA-LA-MUERTE (3 / 1)
Dos días después, Poiret
y la señorita Michonneau estaban sentados en un banco al sol, en un paseo
solitario del Jardín Botánico, y hablaban con el señor que con razón había
parecido sospechoso al estudiante de medicina.
-Señorita -decía el señor
Gondureau-, no veo de dónde nacen sus escrúpulos. Su Excelencia Monseñor el
Ministro de la Policía General del Reino…
-¡Ah! Su Excelencia
Monseñor el Ministro de la Policía General del Reino? -repitió Poiret.
-Sí, su Excelencia se
ocupa de este asunto -dijo Gondureau.
¿A quién no parecerá
inverosímil que Poiret, antiguo empleado y hombre sin duda de virtudes
burguesas, aunque desprovisto de ideas, continuase escuchando al pretendido
rentista de la calle de Buffon, en el momento en que este pronunciaba la
palabra policía, dejando de ver así la fisonomía de un agente de la calle de
Jerusalén a través de su máscara de hombre honrado? Sin embargo, nada era más
natural. Todo el mundo comprenderá mejor la especie particular de la gran
familia de los necios a que pertenecía Poiret después de conocer un estudio
hecho ya por ciertos observadores, pero que hasta ahora no ha sido difundido.
Existe una nación plumífera, agregada al presupuesto entre el primer grado de
latitud que implica los pagos de mil doscientos francos, especie de Groenlandia
administrativa, y el tercer grado, donde comienzan los sueldos un poco más
cálidos de tres mil a seis mil francos, y en el que se aclimata la
gratificación, floreciendo a pesar de las dificultades de la agricultura. Uno
de los rasgos característicos que mejor denota la enorme estrechez de esa gente
subalterna es una especie de respeto involuntario, maquinal, instintivo, por
esa gran llama de todo el ministerio, conocida por el empleado mediante una
firma ilegible por el nombre de SU EXCELENCIA MONSEÑOR EL MINISTRO, cinco
palabras que equivalen a Il Bondo Cani del
Califa de Bagdad, y que, a los ojos
de ese pueblo deprimido, representa un poder sagrado, sin apelación. Como el
papa para los cristianos, monseñor es administrativamente infalible a los ojos
del empleado, el brillo que despide se comunica a sus actos, a sus palabras y a
las que se dicen en su nombre; lo cubre todo con su manto, y legaliza las
acciones que ordena, y su título de Excelencia, que atestigua la pureza de sus
intenciones y la santidad de sus deseos, sirve de pasaporte a las ideas más
inadmisibles. Lo que esas pobres gentes no harían en interés propio, se
apresuran a hacerlo tan pronto como oyen el título de Su Excelencia. Las
oficinas tienen su obediencia pasiva como el ejército tiene a la suya: sistema
que ahoga la conciencia, aniquila a un hombre y acaba con el tiempo por
adaptarlo a la máquina gubernamental como si fuese un tornillo o una tuerca. De
este modo, el señor Gondureau, que parecía penetrar a los hombres, vio en
seguida en Poiret a uno de esos necios burócratas e hizo salir el deux ex machina, el título talismánico
de Su Excelencia, en el momento en que le convenía descubrir sus baterías y
deslumbrar a Poiret, que le pareció el amante de la Michonneau, como la
Michonneau le parecía la amante de Poiret.
-Si se trata de Su
Excelencia misma, Su Excelencia Monseñor el… ¡Ah, eso es diferente! -dijo
Poiret.
-Ya oye usted al señor,
cuya opinión parece que le inspira confianza -dijo el falso rentista
dirigiéndose a la señorita Michonneau-. Así es, su Excelencia tiene la
seguridad completa de que el tal Vautrin, hospedado en la casa Vauquer, es un
forzado escapado del presidio de Tolón, donde es conocido con el nombre de Burla-la-Muerte.
-¡Ah! ¿Burla-la-Muerte?
-dijo Poiret-. Muy afortunado debe ser para haber merecido ese nombre.
-Sí, ya lo creo -repuso
el agente-. Ese apodo lo debe a la suerte que ha tenido en no perder la vida en
las audaces empresas que ha llevado a cabo. Mire usted, es hombre peligroso y
tiene cualidades que lo hacen extraordinario, y su condena ha sido cosa que lo
ha honrado mucho a los ojos de los suyos.
-¿Es, entonces, un hombre
de honor? -preguntó Poiret.
-A su manera. Consintió
en cargar con el crimen de otro, una falsificación cometida por un hermoso
joven a quien quería mucho, un joven italiano bastante jugados que entró luego
en el servicio militar, donde se portó correctamente.
-Pero si Su Excelencia
Monseñor el Ministro de la Policía está seguro de que Vautrin es
Burla-la-Muerte, ¿para qué me necesita a mí? -dijo la señorita Michonneau.
-¡Ah, sí! -dijo Poiret-.
Sí, en efecto, el Ministro, como usted ha tenido el honor de decirnos tiene
alguna seguridad…
-Seguridad, no es la
palabra. Van ustedes a comprender la cuestión. Jacobo Collin, apodado
Burla-la-Muerte, goza de toda la confianza de tres presidios, que lo han
elegido para ser su agente y su banquero, y gana mucho dinero ocupándose de
esta clase de negocios, para los que se necesita un hombre señalado.
-¡Ah, ah! ¿Comprende
usted el equívoco, señorita? -dijo Poiret-. El señor lo llama un hombre señalado, porque debe tener alguna
marca.
-El falso Vautrin
-continuó diciendo el agente- recibe el dinero de los presidiarios, lo coloca,
lo conserva y lo tiene a disposición de los que se escapan, de sus familias o
de sus queridas, según lo dispongan en su testamento.
-¡De sus queridas! Querrá
usted decir de sus mujeres -advirtió Poiret.
-No, señor; generalmente
el forzado sólo tiene mujeres ilegítimas, a las que nosotros llamamos
concubinas.
-¿De modo que viven en
estado de concubinato?
-Consecuentemente.
-Pues bien -siguió
Poiret-, esos horrores no debería tolerarlos Monseñor, ya que usted tiene el
honor de ver a Su Excelencia, a usted, que parece tener ideas filantrópicas, le
corresponde comunicarle la conducta inmoral de esas gentes que tan mal ejemplo
dan al resto de la sociedad.
-Pero, señor mío, el
gobierno no los mete allí para que sean modelo de virtudes.
-Es verdad. Sin embargo,
señor, permítame…
-Pero, querido mío, deje
hablar al señor -dijo la señorita Michonneau.
-Usted no entiende,
señorita -repuso Gondureau-. El gobierno puede tener un gran interés en
apoderarse de una caja ilícita donde se dice que hay sumas importantes.
Burla-la-Muerte coloca en ella valores considerables, ocultando, no sólo la
suma que poseen algunos de sus compañeros, sino también las que provienen de la
sociedad de los Diez Mil.
-¡Diez mil ladrones!
-exclamó Poiret asustado.
-No, la sociedad de los
Diez Mil es una asociación de bandidos, de gente que sólo trabaja en grande y
que no emprende ningún negocio que no le dé por lo menos diez mil francos de
ganancia. Esta sociedad se compone de las más distinguidas gentes de mal vivir,
pájaros que conocen el Código y que no se exponen nunca a que les apliquen la
pena de muerte cuando los toman. Collin es su hombre de confianza, su
consejero. Con sus inmensos recursos, este hombre ha sabido crearse una policía
propia y relaciones inmensas que envuelven un impenetrable misterio. Aunque
hace un año que lo tenemos rodeado de espías, aun no hemos podido ver su juego.
Su caja y su talento sirven, pues, constantemente para asalariar el vicio, y
tienen en pie un ejército de malos sujetos que están en perpetuo estado de
guerra con la sociedad. Apresar a Burla-la-Muerte y apoderarse de sus fondos
será cortar el mal de raíz. Por eso esta expedición se ha convertido en un
asunto de Estado y de alta política, susceptible de honrar a los que cooperen
en ella. Usted mismo, señor, podría ser otra vez empleado en la administración,
desempeñando el cargo de secretario de un comisario de policía, funciones que
no le impedirían cobrar la pensión que tiene de retiro.
-Pero, ¿por qué no se
escapa Burla-la-Muerte con la caja? -dijo la señorita Michonneau.
-¡Oh! -exclamó el
agente-. Adonde quiera que vaya, iría seguido de un hombre encargado de
matarlo, si robara al presidio. Además, una caja no se roba tan fácilmente como
parece y, por otra parte, Collin es un hombre incapaz de hacer semejante acción,
porque se creería deshonrado.
-Tiene usted razón, señor
-dijo Poiret-, quedaría completamente deshonrado.
-Todo eso no nos dice por
qué no viene usted de una buena vez a apoderarse de él -preguntó la señorita
Michonneau.
-Está bien, señorita, respondo;
pero -le dijo al oído- impida que el señor me interrumpa, porque de lo
contrario no acabaremos nunca. Este viejo debe tener mucha fortuna para que lo
soporte. Al venir aquí, Burla-la-Muerte se ha hecho pasar por hombre honrado,
se ha hecho un buen burgués de París. Se ha instalado en una modesta pensión;
en fin, no se le puede tomar descuidado. De modo que el señor Vautrin es hombre
considerado que hace negocios considerables.
“Naturalmente”, se dijo Poiret
para sus adentros.
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