LA ENTRADA EN EL MUNDO
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-Ya sabía yo que se
avendría usted al fin -le dijo el hombre mirándolo con imperturbable sangre
fría-. Pero, escuche usted. Yo tengo tanta delicadeza como puede tenerla otro,
y opino que no debe usted decidirse en este momento, porque no está en su
estado ordinario. Tiene usted deudas, y yo no quiero que sea la pasión ni la
desesperación, sino la razón, la que lo determine a venir a mí. Tal vez
necesite algún millar de escudos. Téngalos. ¿Los quiere?
Aquel demonio sacó de su
bolsillo una cartera y de la cartera tres billetes de banco que agitó ante los
ojos del estudiante. Eugenio se hallaba en una terrible situación; debía cien
luises perdidos bajo palabra al marqués de Adjuda y al conde Trailles; no tenía
dinero, y no se atrevía a ir a pasar la velada a la casa de la señora de
Restaud, donde era esperado. Celebrábase en esta casa una de esas reuniones sin
ceremonias, donde se comen pasteles y se toma té, pero se pueden perder seis
mil francos al whist.
-Caballero -le dijo
Eugenio ocultando apenas un temblor convulso-, después de lo que usted me ha
confiado, comprenderá que me es imposible deberle favores.
-Está bien, me hubiera
causado pena oírlo hablar de otro modo -repuso el tentador-. Usted es un
hermoso joven, delicado, altivo como un león y cariñoso como una niña. Sería
una hermosa presa para el diablo. Me gusta esa clase de jóvenes. Dos o tres
reflexiones más de elevada política y verá usted el mundo tal cual es.
Representando algunas escenas de virtud, el hombre superior satisface todos sus
caprichos con gran aplauso de los necios que componen la turba. Antes de pocos
días será usted de los nuestros. ¡Ah! Si quisiera ser usted discípulo mío lo
haría llegar a todas partes, y no tendría usted un deseo que no quedase
satisfecho al instante, fuese cual fuese: honor, fortuna, mujeres. Toda la
civilización quedaría reducida por usted a ambrosía, sería nuestro niño mimado,
nuestro Benjamín, y exterminaríamos al mundo entero por causarle placer. Todo
lo que fuera un obstáculo sería derribado. ¿Tiene usted escrúpulos porque me
toma por un bandido? Si es así, sepa que un hombre tan probo como usted, el
señor de Turenne, hacía negocios con los bandidos, sin creerse por eso
comprometido. No quiere usted deberme favores, ¿verdad? Pues bien, no se prive
por eso -agregó sonriéndose-. Tome los billetes y póngame aquí -continuó,
sacando una letra-: Aceptada por la suma
de tres mil quinientos francos, pagaderos en un año, y luego la fecha y la
firma. El interés es bastante crecido como para quitarle todo escrúpulo, y puede
usted llamarme judío y considerarme libre de todo agradecimiento. Hasta quiero
permitirle que me desprecie hoy, seguro de que algún día me querrá. Encontrará
usted en mí esos inmensos abismos, esos vastos sentimientos concentrados que
los necios llaman vicios, pero nunca me verá cobarde o ingrato. En fin, no soy
ni un peón ni un alfil, sino una torre, dijo mío.
-Pero ¿qué clase de
hombre es usted? -exclamó Eugenio-. ¿Ha sido creado para atormentarme?
-No; soy un buen hombre
que quiere mancharse para que usted quede libre de mancha el resto de sus días.
¿Se pregunta usted el porqué de mi abnegación? Ya se lo diré algún día al oído.
En primer lugar, lo sorprendí a usted enseñándole el repique del orden social y
el juego de la máquina; pero su primer espanto pasará como el de un soldado
bisoño en el campo de batalla, y se
acostumbrará a la idea de considerar a los hombres como soldados decididos a
perecer por aquellos a quienes ellos mismos consagraron reyes. Los tiempos han
cambiado. Antes se le decía a un valiente: “Ahí tienes cien escudos, mata a
fulano o a zutano”, y luego se cenaba tranquilamente, después de haber puesto a
un hombre a la sombra por un sí o por un no. Hoy le propongo darle una buena
fortuna, nada más que haciendo una señal que no lo compromete en nada, y usted
duda. El siglo es flojo.
Eugenio firmó la letra y
la cambió por los billetes de banco.
-Vamos a ver, razones
-propuso Vautrin-. Dentro de algunos meses yo me voy a ir a América a cultivar
allí tabaco, y le enviaré cigarros de amigo. Si llego a ser rico, lo ayudará a
usted, y si no tengo hijos (cosa probable, porque no tengo deseos de retoñar en
este mundo), le legaré mi fortuna. ¿es esto ser amigo de un hombre? Yo lo
quiero a usted y, como he hecho ya otras veces, mi pasión es sacrificarme por
otro. Atiéndame usted hijo mío. Vivo en una esfera más elevada que la de los
demás hombres, y considero las acciones como medios sin mirar nunca el fin.
¿Qué es un hombre para mí? Esto -dijo haciendo sonar la uña del dedo pulgar
contra los dientes-. Un hombre es todo o nada. Es menos que nada cuando se
llama Poiret, y entonces se lo puede aplastar como a una pulga, porque hiede;
pero un hombre es un dios cuando se parece a usted, porque ya no es una máquina
cubierta de piel, sino un teatro donde nacen los sentimientos y los
sentimientos son los que nos hacen vivir. ¿Un sentimiento no es el mundo en un
pensamiento? Vea usted a papá Goriot: sus dos hijas son para él el universo, el
hilo que lo guía en la creación. Y bien, para mí, que conozco mucho la vida, no
existe más sentimiento real que la amistad de hombre a hombre. Pedro y Javier,
he aquí mi pasión. Me sé de memoria la Venecia
salvada (1). ¿Ha visto usted muchas gentes que tengan bastante pelo en
pecho para acudir sin decir palabra ni hablarle de moral cuando un compañero le
dice: “vamos a matar a uno”? Pues bien, yo he hecho eso. No le hablaría así a
todo el mundo. Pero usted es un hombre eminente, lo comprende todo y se le
puede decir todo. Usted no pasará mucho tiempo sumergido en los pantanos en que
viven los renacuajos que nos rodean aquí. Conque queda dicho: se casará usted.
Afilemos cada uno nuestras armas. La mía es de hierro y nunca se ablanda.
Vautrin salió sin querer
oír la respuesta negativa del estudiante. Parecía conocer el secreto de esas
pequeñas resistencias con que los hombres se disculpan a sí mismos, y que les sirven
para justificar sus acciones vituperables.
“¡Que haga lo que quiera,
yo no me casaré con la señorita Taillefer!”, se dijo Eugenio.
Superada la molestia de
la fiebre que le causó la idea de un pacto hecho con aquel hombre que lo
horrorizaba, pero que crecía a sus ojos por el cinismo propio de sus ideas y
por la audacia con que se oponía a la sociedad, Rastignac se vistió, pidió un
coche y se fue a la casa de la señora de Restaud. Hacía algunos días que la
condesa mostraba gran afecto a Eugenio, cada uno de cuyos pasos era un progreso
en el corazón del gran mundo, y cuya influencia llevaba camino de ser algún día
temible. Rastignac pagó a los señores de Trailles y de adjuda, jugó al whist
una gran parte de la noche y recobró lo que había perdido. Supersticioso como
la mayor parte de los hombres cuyo porvenir no está aun fijado y que son más o
menos fatalistas, quiso ver en su suerte una recompensa del cielo por su
perseverancia en marchar por el buen camino. Al día siguiente por la mañana se
apresuró a preguntarle a Vautrin si tenía su letra de cambio, le devolvió los
tres mil francos y recogió su letra dando muestras de un placer muy natural.
-Todo va bien -le dijo
Vautrin.
-Sí, pero recuerde que yo
no soy su cómplice -respondió Eugenio.
-Lo sé, lo sé -dijo
Vautrin interrumpiéndolo-. Usted hace aun niñerías y se detiene en la puerta a
hacer bagatelas.
Notas
(1) Tragedia de Otway
(1685), inspirada en la conjuración de
los españoles contra Venecia, de Saint-Real, donde se describe la amistad
exaltada del héroe, Javier, por un soldado extranjero, Pedro.
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