martes

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (56)


LA ENTRADA EN EL MUNDO (2 / 21)


-Ya sabía yo que se avendría usted al fin -le dijo el hombre mirándolo con imperturbable sangre fría-. Pero, escuche usted. Yo tengo tanta delicadeza como puede tenerla otro, y opino que no debe usted decidirse en este momento, porque no está en su estado ordinario. Tiene usted deudas, y yo no quiero que sea la pasión ni la desesperación, sino la razón, la que lo determine a venir a mí. Tal vez necesite algún millar de escudos. Téngalos. ¿Los quiere?

Aquel demonio sacó de su bolsillo una cartera y de la cartera tres billetes de banco que agitó ante los ojos del estudiante. Eugenio se hallaba en una terrible situación; debía cien luises perdidos bajo palabra al marqués de Adjuda y al conde Trailles; no tenía dinero, y no se atrevía a ir a pasar la velada a la casa de la señora de Restaud, donde era esperado. Celebrábase en esta casa una de esas reuniones sin ceremonias, donde se comen pasteles y se toma té, pero se pueden perder seis mil francos al whist.

-Caballero -le dijo Eugenio ocultando apenas un temblor convulso-, después de lo que usted me ha confiado, comprenderá que me es imposible deberle favores.

-Está bien, me hubiera causado pena oírlo hablar de otro modo -repuso el tentador-. Usted es un hermoso joven, delicado, altivo como un león y cariñoso como una niña. Sería una hermosa presa para el diablo. Me gusta esa clase de jóvenes. Dos o tres reflexiones más de elevada política y verá usted el mundo tal cual es. Representando algunas escenas de virtud, el hombre superior satisface todos sus caprichos con gran aplauso de los necios que componen la turba. Antes de pocos días será usted de los nuestros. ¡Ah! Si quisiera ser usted discípulo mío lo haría llegar a todas partes, y no tendría usted un deseo que no quedase satisfecho al instante, fuese cual fuese: honor, fortuna, mujeres. Toda la civilización quedaría reducida por usted a ambrosía, sería nuestro niño mimado, nuestro Benjamín, y exterminaríamos al mundo entero por causarle placer. Todo lo que fuera un obstáculo sería derribado. ¿Tiene usted escrúpulos porque me toma por un bandido? Si es así, sepa que un hombre tan probo como usted, el señor de Turenne, hacía negocios con los bandidos, sin creerse por eso comprometido. No quiere usted deberme favores, ¿verdad? Pues bien, no se prive por eso -agregó sonriéndose-. Tome los billetes y póngame aquí -continuó, sacando una letra-: Aceptada por la suma de tres mil quinientos francos, pagaderos en un año, y luego la fecha y la firma. El interés es bastante crecido como para quitarle todo escrúpulo, y puede usted llamarme judío y considerarme libre de todo agradecimiento. Hasta quiero permitirle que me desprecie hoy, seguro de que algún día me querrá. Encontrará usted en mí esos inmensos abismos, esos vastos sentimientos concentrados que los necios llaman vicios, pero nunca me verá cobarde o ingrato. En fin, no soy ni un peón ni un alfil, sino una torre, dijo mío.

-Pero ¿qué clase de hombre es usted? -exclamó Eugenio-. ¿Ha sido creado para atormentarme?

-No; soy un buen hombre que quiere mancharse para que usted quede libre de mancha el resto de sus días. ¿Se pregunta usted el porqué de mi abnegación? Ya se lo diré algún día al oído. En primer lugar, lo sorprendí a usted enseñándole el repique del orden social y el juego de la máquina; pero su primer espanto pasará como el de un soldado bisoño   en el campo de batalla, y se acostumbrará a la idea de considerar a los hombres como soldados decididos a perecer por aquellos a quienes ellos mismos consagraron reyes. Los tiempos han cambiado. Antes se le decía a un valiente: “Ahí tienes cien escudos, mata a fulano o a zutano”, y luego se cenaba tranquilamente, después de haber puesto a un hombre a la sombra por un sí o por un no. Hoy le propongo darle una buena fortuna, nada más que haciendo una señal que no lo compromete en nada, y usted duda. El siglo es flojo.

Eugenio firmó la letra y la cambió por los billetes de banco.

-Vamos a ver, razones -propuso Vautrin-. Dentro de algunos meses yo me voy a ir a América a cultivar allí tabaco, y le enviaré cigarros de amigo. Si llego a ser rico, lo ayudará a usted, y si no tengo hijos (cosa probable, porque no tengo deseos de retoñar en este mundo), le legaré mi fortuna. ¿es esto ser amigo de un hombre? Yo lo quiero a usted y, como he hecho ya otras veces, mi pasión es sacrificarme por otro. Atiéndame usted hijo mío. Vivo en una esfera más elevada que la de los demás hombres, y considero las acciones como medios sin mirar nunca el fin. ¿Qué es un hombre para mí? Esto -dijo haciendo sonar la uña del dedo pulgar contra los dientes-. Un hombre es todo o nada. Es menos que nada cuando se llama Poiret, y entonces se lo puede aplastar como a una pulga, porque hiede; pero un hombre es un dios cuando se parece a usted, porque ya no es una máquina cubierta de piel, sino un teatro donde nacen los sentimientos y los sentimientos son los que nos hacen vivir. ¿Un sentimiento no es el mundo en un pensamiento? Vea usted a papá Goriot: sus dos hijas son para él el universo, el hilo que lo guía en la creación. Y bien, para mí, que conozco mucho la vida, no existe más sentimiento real que la amistad de hombre a hombre. Pedro y Javier, he aquí mi pasión. Me sé de memoria la Venecia salvada (1). ¿Ha visto usted muchas gentes que tengan bastante pelo en pecho para acudir sin decir palabra ni hablarle de moral cuando un compañero le dice: “vamos a matar a uno”? Pues bien, yo he hecho eso. No le hablaría así a todo el mundo. Pero usted es un hombre eminente, lo comprende todo y se le puede decir todo. Usted no pasará mucho tiempo sumergido en los pantanos en que viven los renacuajos que nos rodean aquí. Conque queda dicho: se casará usted. Afilemos cada uno nuestras armas. La mía es de hierro y nunca se ablanda.

Vautrin salió sin querer oír la respuesta negativa del estudiante. Parecía conocer el secreto de esas pequeñas resistencias con que los hombres se disculpan a sí mismos, y que les sirven para justificar sus acciones vituperables.

“¡Que haga lo que quiera, yo no me casaré con la señorita Taillefer!”, se dijo Eugenio.

Superada la molestia de la fiebre que le causó la idea de un pacto hecho con aquel hombre que lo horrorizaba, pero que crecía a sus ojos por el cinismo propio de sus ideas y por la audacia con que se oponía a la sociedad, Rastignac se vistió, pidió un coche y se fue a la casa de la señora de Restaud. Hacía algunos días que la condesa mostraba gran afecto a Eugenio, cada uno de cuyos pasos era un progreso en el corazón del gran mundo, y cuya influencia llevaba camino de ser algún día temible. Rastignac pagó a los señores de Trailles y de adjuda, jugó al whist una gran parte de la noche y recobró lo que había perdido. Supersticioso como la mayor parte de los hombres cuyo porvenir no está aun fijado y que son más o menos fatalistas, quiso ver en su suerte una recompensa del cielo por su perseverancia en marchar por el buen camino. Al día siguiente por la mañana se apresuró a preguntarle a Vautrin si tenía su letra de cambio, le devolvió los tres mil francos y recogió su letra dando muestras de un placer muy natural.

-Todo va bien -le dijo Vautrin.

-Sí, pero recuerde que yo no soy su cómplice -respondió Eugenio.

-Lo sé, lo sé -dijo Vautrin interrumpiéndolo-. Usted hace aun niñerías y se detiene en la puerta a hacer bagatelas.


Notas

(1) Tragedia de Otway (1685), inspirada en la conjuración de los españoles contra Venecia, de Saint-Real, donde se describe la amistad exaltada del héroe, Javier, por un soldado extranjero, Pedro.

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