LA ENTRADA EN EL MUNDO
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El estudiante de medicina
tomó estas palabras por una broma, pero en realidad no lo eran. Rastignac, que
había comido por primera vez después de mucho tiempo en la pensión, había
estado pensativo durante la comida. En lugar de levantarse a los postres,
permaneció en el comedor sentado al lado de la señorita Taillefer, a la que
dirigía de cuando en cuando expresivas miradas. Algunos pensionistas estaban
aun sentados a la mesa comiendo nueces y otros se paseaban continuando
discusiones comenzadas. Como casi todas las noches, cada uno obraba a su
capricho, según el interés que le inspiraba la conversación, o según la mayor o
menor pesadez que sentían en el estómago. En invierno era raro que el comedor
quedase completamente despejado antes de las ocho, momento en que las cuatro
mujeres se quedaban solas y se vengaban del silencio que su sexo les imponía en
medio de aquella reunión masculina. Sorprendido de la preocupación de la que
daba muestras Eugenio, Vautrin se quedó en el comedor, a pesar de haber dicho
que tenía apuro, y se mantuvo constantemente de modo que no fuera visto por
Eugenio, quien debió creerlo ausente. Después, en lugar de acompañar a los
últimos huéspedes que se retiraron, se estacionó tímidamente en el salón. Había
leído en el alma del estudiante y presentía un síntoma decisivo. En efecto,
Rastignac se encontraba en la situación perpleja que han debido conocer muchos
jóvenes. Amante o coqueta, la señora de Nucingen había hecho sufrir a Rastignac
todas las angustias de una pasión verdadera, desplegando para él recursos que
la diplomacia femenina acostumbra a emplear en París. Después de haberse
comprometido a los ojos del público para tener a su lado al primo de la señora
de Beauséant, Delfina no se decidía a darle realmente los derechos de que
parecía gozar. Hacía un mes que irritaba de tal modo los sentidos de Eugenio,
que este había acabado por enfadarse. Si el estudiante creyó ser el amo durante
los primeros momentos de sus relaciones, la señora de Nucingen había logrado
reponerse mediante hábiles maniobras. ¿Era esto un cálculo de la baronesa? No;
las mujeres son siempre sinceras, hasta en medio de sus mayores falsedades,
porque ceden constantemente a algún sentimiento natural. Tal vez Delfina,
después de haber dejado que aquel joven tomase tanto imperio sobre ella, y de
haberle demostrado demasiado cariño, obedecía a un sentimiento de dignidad que
la obligaba a recobrar o reprimir las concesiones que le había hecho. ¡Es
natural que una parisina titubee antes de caer en el momento en que la pasión
la arrastra, y ponga a prueba el corazón de aquel a quien va a entregar su
porvenir! Los primeros amores de la señora de la señora de Nucingen acababan de
defraudar sus esperanzas, y su fidelidad por un joven egoísta acababa de ser
desconocida. Tenía, pues, derecho a ser desconfiada. Tal vez había visto en los
modales de Eugenio, que se había vuelto de pronto fatuo, una especie de
volubilidad causada por su extraña situación, y sin duda deseaba parecer imponente
a un hombre de su edad y mostrarse grande ante él, como se había mostrado
pequeña durante mucho tiempo con aquel otro que la había abandonado. No quería
que Eugenio la creyese una fácil conquista, y no lo quería precisamente porque
sabía que ella había pertenecido a de Marsay. En fin, después de haber sufrido el
degradante placer de un verdadero monstruo, de un joven libertino, sentía tal
satisfacción paseándose por las regiones floridas del amor, que sin dudas
hallaba gran encanto admirando su aspecto, escuchando sus rumores y dejándose
acariciar por sus castas brisas. El verdadero amor pagaba por el falso.
Desgraciadamente, este contrasentido será frecuente mientras los hombres no
sepan las muchas flores que agostan en el alma de una joven los primeros
efectos del engaño. Cualesquiera que fuesen sus razones, lo cierto es que
Delfina se burlaba de Rastignac y se complacía en burlarse de él porque sabía
que era amada, y estaba segura de hacer cesar las penas de su amante tan pronto
como se le antojase a su regia voluntad de mujer. Por respeto a sí mismo,
Eugenio no quería que su primer combate terminase en una derrota, y persistía
en su persecución como un cazador que quiere matar una perdiz en su primera
fiesta de San Huberto. Sus ansiedades, su amor propio ofendido y sus
desesperaciones falsas o verdaderas, lo unían cada vez más a aquella mujer.
Todo París lo creía dueño de la señora de Nucingen, cuando en realidad no había
avanzado más que el primer día que la había visto. Ignorando aun que la
coquetería de una mujer ofrece a veces más beneficios que placeres causa su
amor, Eugenio se entregaba a accesos de rabia. Si la estación en la cual se
disputa al amor una mujer, ofrecía a Rastignac el botín de sus primicias, estas
le resultaban tan costosas como verdes, agrias y deliciosas de saborear. A
veces, al verse sin un céntimo y sin porvenir, pensaba, no obstante la voz de
la conciencia, en las probabilidades de fortuna que Vautrin le había hecho ver
en su matrimonio con la señorita Taillefer. Se encontraba, pues, en uno de esos
momentos en los que su miseria hablaba con tanta elocuencia que cedió casi
involuntariamente a los artificios de la esfinge cuyas miradas lo fascinaban a
veces. En el momento en que Poiret y la señorita Michonneau subieron a su
habitación, Rastignac, creyéndose solo con la señora Vauquer y la señora
Couture, que hacía negligentemente unos mitones de lana junto a la estufa, miró
a la señorita Taillefer de una manera bastante tierna como para hacerle bajar
los ojos.
-¿Tiene usted penas,
señor Eugenio? -le dijo Victorina después de un momento de silencio.
-¿Qué hombre no las
tiene? -respondió Rastignac-. Si nosotros los jóvenes estuviésemos bien seguros
de ser amados con una abnegación que nos recompensase de los sacrificios que
siempre estamos dispuestos a hacer, tal vez no las tendríamos nunca.
Por toda respuesta, la
señorita Taillefer le dirigió una mirada que no dejaba lugar a dudas.
-Usted, señorita, se cree
segura de su corazón; pero. ¿respondería usted de no cambiar nunca?
Como si un rayo brotase
de su alma, la cara de la joven se iluminó y sonrió de tal modo que Eugenio
creyó haber provocado tan viva expresión de sentimiento.
-¡Cómo! Si mañana fuese
usted rica y feliz, si adquiriese una enorme fortuna, ¿seguiría amando al joven
pobre que la hubiese querido durante sus días de angustia?
Ella hizo un gracioso
movimiento de cabeza.
-¿Aunque el joven fuese
muy desgraciado?
Nuevo movimiento de
cabeza.
-¿Qué tonterías están
ustedes diciendo? -exclamó la señora Vauquer.
-Déjenos usted -respondió
Eugenio-, nosotros nos entendemos.
-¡Cómo! ¿Hay acaso
promesa de matrimonio entre el caballero Eugenio de Rastignac y la señorita
Victorina de Taillefer? -dijo Vautrin con su gruesa voz presentándose de pronto
en la puerta del comedor.
-¡Ah, nos ha asustado
usted! -dijeron a la vez la señora Couture y la señora Vauquer.
-Peor podría elegir
-respondió riéndose Eugenio, que sufrió la emoción más cruel de su vida al oír
la voz de Vautrin.
-Basta de bromas pesadas,
señores -dijo la señora Couture-. Hija mía, suba os a nuestra habitación.
La señora Vauquer siguió a
sus dos pensionistas para economizar luz y fuego pasando la velada en su
cuarto, y de este modo Eugenio se encontró solo, cara a cara, con Vautrin.
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