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EN PIEZAS / LA TERRORÍFICA MANIPULACIÓN DE LOS ASENTAMIENTOS (5) - FEDE RODRIGO


1º edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018

DEL BARRIO 8      


Mamá Lucha se subió en la vieja camioneta, abrochó el cinto de seguridad y se puso en marcha. El cielo nublado reflejó en el parabrisas partido mientras las ruedas disfrutaban de la única calle asfaltada del barrio.

La calle supo ser de barro como todas las demás. Pero hace años, Darío (ya consagrado líder del narcotráfico local) le pasó una protectora mano de asfalto. Un camino sólido y ennegrecido que conducía hasta su mansión. Mansión que no era una de esas en las que se esconden ricos con miedo sino una de amplios ventanales sin rejas. Ahí mismo vive el rey de la droga: nadie lo eligió, nadie lo cuestiona.

Pero justo en el otro lado (donde a la calle de asfalto todavía le queda un poco de barro) vivía la negra mamá de todos.  El Laberinto es un chaperío donde ya no se sabe cuántos duermen, cuántos callan la pena ni cuántos se quieren salvar. Algunos creen que para Mamá Lucha es fácil porque terminó la escuela: ella es el ángel de las manos limpias (y no quedan muchas manos limpias en el barrio).

El Laberinto nació como un refugio para Mamá lucha hace más de diez años. A los tres meses de creado ya dormían con ella dos niños que no tenían un techo para aguantar la realidad. A los seis meses cayó el primer adolescente drogado (con alguna de las porquerías más suaves que había en aquella época, no con el veneno azul de las botellitas). Cuando este adolescente encontró su camino, se trajo a sus cinco hermanitos y construyeron el primer rancho de lata al lado de la pocilga de Mamá Lucha. A los nueve meses asumió Darío como capo de la droga (a los balazos) y desde entonces deposita semanalmente la comida que se necesite agradeciendo los viejos tiempos.

Hoy hay más de cincuenta rincones de latas oxidadas, un patio sin pasto y una cocina donde la olla es tan grande que los niños piensan que fue hecha con la caparazón de un dinosaurio.

Bauti duerme sobre unos almohadones cercanos al pasillo: ese es el único punto desde el que se ve la puerta de casa, la puerta de la heladera y la puerta del cuarto de Mamá Lucha. Y duerme ahí demasiado seguido a pesar de tener una casa y un papá. Mamá Lucha prácticamente había visto nacer al niño y lo ama desde el principio: ama su piel dulce y amarronada hecha de arcilla, su pelo hecho de pequeños tornados oscuros y sus labios que siempre están curvados hacia abajo como un arcoíris que se apagó. Y ama además su mirada, la que un día se voló y ahora pasea libre por ahí, independientemente de la atención de su dueño.

Mirándolo dormir pasó distraída la mano por su pelo, y un mechón entero se le quedó pegado a los dedos. Hacía un par de semanas que no paraban de caer. A los que la conocen desde hace poco les dice que es a causa del producto que aplicaba para obtener ese color pero al oficial Brazas no lo podía engañar: él vio sus luminosos mechones bordó y también la vio antes, cuando era una niña feliz y vivía sin saber de drogadictos o de hambre. Él la vio desde antes que supiera hablar. Allí todo era de colores: juguetes (pocos pero queridos), amigos (muchos y más queridos) y sonrisas (todas las sonrisas que caben en una boca). Pero por sobre todo su familia. Su hermano bebé cuidado por los mejores padres que alguien puede tener. Siempre los cuatro sentados en la vieja mesa de vidrio y metal verde.

Tal vez si no hubiera pasado lo que pasó, ella seguiría compitiendo. Tal vez hubiera llegado a ser la mejor, tal vez su musculatura le hubiera fortalecido el alma y hoy no le dolería tanto todo.

El recuerdo de la voz de su padre cantándole Lucía tan hermosa que hasta la sombra le sonreía la iluminaba tanto que le hubiera gustado que no apareciera más. La última vez que la cantaron fue mientras estaban yendo al campo de la tía para pasar el fin de semana.

-¡Qué famosa que es mi hija!

-Sólo para vos, papá.

-No, para todos. ¿O hay otra persona que tenga una canción sólo para ella?

-Jude.

-Bueno, pero la de Jude no es tan hermosa como la tuya.

-Dijiste que esa es la canción más linda que ha escrito el amor.

-Bueno, me rindo. Ganaste. Cómo has crecido. Vení, dame un abrazo.

Recuerda perfectamente cómo sus delicados brazos negros le rodearon el cuello a su padre, cómo le apoyó el pequeño mentón en la imponente nuca, cómo su padre cerró los ojos de placer y cómo, por culpa de Lucía, un camión en una mala maniobra los chocó de frente dejando el auto como un acordeón. El castigo fue que sólo su vida quedara viva: su vida se destrozó en forma atroz.

Mamá Lucha vuelve a la realidad justo a tiempo para pararse en los frenos y volantear como un conductor de Rally. Un hombre vio a la muerte bajarse una parada después y suspiró aliviado: su cabeza estaba sólo a diez centímetros del paragolpes de la camioneta. La mujer se secó las lágrimas con las mangas de su saco de lana y se bajó a ver el desastre que casi había provocado.

Dos corpulentos hombres calvos ya habían ayudado a levantarse a la increíble víctima. Darío se acomodaba su pelo metálico y sonreía con la falsedad enredada. Se metió la mano en un bolsillo caro de su saco blanco y acarició su amuleto cilíndrico. (Él lo había salvado.) Parte de la culpa de Mamá casi pasó a ser deseo de haber tenido éxito en aquel homicidio del destino. El hombre le dijo riéndose:

-Mamá Lucha, se nota que no incluyeron las clases de conducir en su refugio de mugrientos.

-Señor Darío, le ofrezco mis sinceras disculpas, jamás estuvo en mis intenciones.

-Por favor, Mamá, no hay nada que explicar. Debo estar muy bien con el de arriba porque ni una camioneta me detiene.

-Agradezco que se lo tome con humor y le repito mis sinceras disculpas.

-No hay más que hablar. ¿Cómo está el Laberinto?

-Humilde pero lleno de amor.

-Me alegro. Me alegro. Si nos disculpa tenemos que seguir con lo nuestro.

-Hasta luego, caballeros. Vayan sin hambre.

A lo lejos había dos niños sentados a la sombra de una nube. El hermanito menor debía tener cinco y comía una manzana con calma. Ella era algunos años mayor, lo miraba con preocupación. Estaba tan flaco que tenía miedo que no sobreviviera al invierno.


Interludio de magnates

Los dos hombres habían acordado su encuentro en aquel cálido refugio para disfrutar de su pasión: el ajedrez. El primero en llegar había sido él: tenía más de ochenta años y guardaba una anécdota en cada arruga (debían haber más de cien).

Este refugio era el único lugar adonde iba solo y él mismo colgó su saco. Le había costado mucho convencer a su familia de que aquí no necesitaría ningún empleado.

Durante el tiempo que invertían en la pasión, no había llamadas de los directores técnicos de los laboratorios ni de los representantes de la marca rival ni de mafiosos ni de jueces. Allí adentro, él no era el presidente de la renombrada firma elaboradora de fármacos. Allí sólo era él, junto a su “joven” compañero y el ajedrez.

El picaporte de bronce giró y su rival-amigo cruzó la puerta. Llevaba puesta esa sonrisa del que tiene demasiado oro para brillar.

Se saludaron con un sincero apretón de manos, llenaron sus vasos y se sentaron. El antiguo tablero estaba en un rincón (una araña lo miraba con cariño pensando en hacerse una tela).

Esta vez jugaban distinto (blasfemia que sólo se podían permitir dos viejos amigos de aquel deporte), y no se sabía bien por qué lo hacían. ¿Aburrimiento? ¿Histrionismo? ¿Sed de más poder?

Lo que sí es claro es que la partida había empezado. Aunque sólo habían hecho unos pocos movimientos, un peón negro ya la había quedado.

El siempre divertido productor de energía renovable dijo al ver a su reina negra:

-Te sacudí con ese jaque, ¿eh?

-La verdad es que me agarró malparado, sí. Fue casi obsceno.

-Va rápido la cosa, ¿no?

-Yo qué sé. Todavía no estoy seguro de si todo esto no será demasiado.

-Vos seguí con tus excusas que me parece que esta partida la perdés. Y después no jodas. La flor es mía y chau.

-Es gente. Yo no me puedo olvidar que cada pieza es una persona. Y encima el primero que mataste fue un niño.

-Bueno, por lo general siempre cae primero algún peón.

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