HUGO
GIOVANETTI VIOLA
Primera edición: Caracol al Galope / elMontevideano
Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes
(2018)
Retrato de portada: Horacio Herrera.
Este libro, corregido
y reditado en el Cuartel artiguista de la calle Lepanto en 2018, está dedicado
a mis nietos: Emilia Herrera Giovanetti, Amalia Giovanetti y Leandro Giovanetti
Comprender es perdonar.
JULIO HERRERA Y
REISSIG
Madre,
yo vi al perro en la leche.
Si lo hubieras visto,
tu cara se habría escapado de tu cara.
No, Madre,
vi al perro del amor.
Si hubieras visto
eso, tendrías una piedra adentro de la lengua.
Madre, te juro, vi
al perro de la luz, lo vi de cerca.
La madre inclina la
cabeza, llora por él, por todos.
JORGE BOCCANERA
Tenga por misericordia de Dios que alguna vez le digan
alguna buena palabra, pues no merece ninguna.
SAN JUAN DE LA CRUZ
En momentos en que el sacerdote
iba a administrarle el Viático, Artigas quiso levantarse y la encargada del
aderezo del altar le dijo que su estado de debilidad le permitía recibir la
comunión desde la cama, a lo que el general respondió: “Quiero levantarme para
recibir a su Majestad”.
JUAN SINFORIANO
BOGARÍN
Sólo quise decir
que es tremendo estar vivo.
SILVIO RODRÍGUEZ
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN
En un libro de confesiones el primer descuerado debe ser el autor. Y parece
estúpido aclarar que esta clase de strep-tease
no es muy recomendable para los pavorreales que se cuidan el look. Allá ellos, Señor.
Tengo sesenta años y no hubiera eyaculado este mamotreto si mi permanente unión terrenal con la próxima
morada no sofocara la desesperación que nos provoca el mundo cada día. Porque,
como lo definió insuperablemente Kierkegaard, lo raro no es estar desesperado, sino, por el contrario, lo rato, lo
rarísimo, es, verdaderamente, no estarlo.
En 1991 alguien me mandó avisar que en San José de la Montaña había un
especialista en San Juan de la Cruz, y decidí reconvertirme a la sombra de
Notre Dame y después de verborragiar mis angustiadísimas aventuras el cura
sonrió: Bueno, lo que yo te propongo es
que guardes todo eso y lo conserves siempre contigo. Y ahora tendríamos que
tratar de hacer un Hombre Nuevo. Y yo debo haber sentido por primera vez
que los Hombres Nuevos son los que mueren enamorados del atardecer.
Esta sería una síntesis de la arenga básica que machaco en mi taller, La trinchera estrellada, desde hace casi
veinte años.
Todas las tribus de todos los
tiempos se desesperaron frente a una posible infinitud vacía. Y para que la
tribu pudiera purificarse soñando, los magos tallaban al enemigo en la pared de
la cueva-trinchera. Cada mago debe ser capaz de hipnotizarnos excavando una
visión sosegadora del DEVORADOR DE LA ALMA QUE ANDA EN AMOR. Si tu reproducción
del dragón no nos azula como el Verbo sobre las aguas primordiales no le sirve
a la alma. Pero si transformás cada molécula de la pared en una célula y
exorcizás y verticalizás a la Bestia resucitamos todos. La Bestia se vuelve
falo y la cueva multiplica peces capaces de perforar la montañosidad de la nada
espejismal.
Los Capitanes del Vuelo son los generadores de la espesura del Hombre Nuevo
nacido para guiarnos desde el alba de oro
hasta la noche serena.
Como Artigas.
UNO: LAS ALAS DEL INFIERNO
1 / EL 34 ORIENTAL
Mi madre me contaba que yo ya estaba atrasado diez días en pegar mi primer
alarido en este mundo cuando caminaba bajo los eucaliptos de la calle 19 de
abril y me pedía: Aguantá un poco más,
Huguito, así sos el 34 oriental. Y nací exactamente el 19 de abril de 1948,
día del supuestamente glorioso desembarco
de los 33 orientales. Los niños oyen muy bien desde adentro del vientre. Y yo
había recibido y cumplido la orden de sumarme simbólicamente a los héroes
libertadores de la patria.
Mis padres se habían casado cinco años antes en la iglesia de las
carmelitas del Prado. Enamorados. En la década del 90 escribí este poema en
Atlántida, donde ellos pasaron la luna de miel: El amor de lo huesos que te anclaron al mundo / lame aquí la mañana. /
Y hay un escarabajo penoso que reluce / contra la eternidad. / Se oye callar al
viento. Y la verdad es que nunca me consideré ni más ni menos que ese
bichito lleno de fe instintiva y peleando por llegar a la PAX-LUX sobrehumana.
Mi caserón natal todavía existe en la frontera del Paso Molino y el Prado,
en la calle Valentín Gómez. Después de un noviazgo muy largo, mi madre y mis
abuelos maternos convencieron a mi padre de alquilar todos juntos. Mi madre,
sobrenombrada Chola, era única hija y había nacido después de la muerte de un
hermano menor de pocos meses, cuando ya no la esperaban. Se ennovió con mi
padre a los catorce años y no la dejaron ir al liceo porque era peligroso.
Estudió inglés y corte y confección.
Mi padre no terminó el liceo y trabajaba desde los catorce años en el
registro de casimires de un tío político inmigrante incapaz de sonreír y pensar
demasiado aunque el primer día le debe haber mostrado unos colmillos que
confesaban clarísimamente: Es para
explotarte mejor y durante toda la vida.
Mis abuelos paternos vivían en Belvedere. Hugo Giovanetti Regusci descendía
de inmigrantes suizo-italianos del cantón de Ticino. Era muy asmático, había
trabajado como inspector de a caballo de la UTE y perdido un ojo cuando el
gobierno lo levó durante un fallido
levantamiento blanco posterior a Aparicio. Llegó a tocar el violín en el cine
mudo, jugaba bien al ajedrez y no sabía levantar la voz.
Mi padre era un dibujante nato con facilidad para escribir poesía pero su
vocación artística adolescente se concentró en el ajedrez. A los catorce años
fundó un club con mi abuelo y unos primos y en un metropolitano estuvo a punto
de hacer tablas con el campeón uruguayo. A los diecisiete lo fichó Peñarol y
llegó a jugar una simultánea contra Alekhine, pero las partidas terminaban o se
suspendían muy tarde y vivía casi sin dormir y le temblaban tanto los brazos
que le prohibían apoyarlos en la mesa del tablero. Dejó la práctica profesional
muy pronto, aunque siguió jugando toda la vida con increíble talento. Lo que lo
acompañó también fue una angustia de responsabilidad que muy de vez en cuando
lo hacía escupir sentado en la cama toda la noche.
Mi madre demoró años en quedar embarazada, y estuvieron a punto de adoptar
una niña hasta que unos vecinos de la cuadra viajaron unos días a Buenos Aires
y les pidieron a mis padres que les cuidaran la casa. Allí llegué yo.
Mi abuela sufría mucho de reuma y de madrugada llamaba a gritos a la Chola
para que la masajeara. La esclavitud llegó a tanto que mi padre me contaba que
una vez la mantuvo atenazada a mi madre hasta que la vieja dejó de aullar y mi
abuelo habrá terminado por levantarse más temprano que nunca y carajeando y
puteando y cagándose en Dios con más fiereza que nunca.
El viejo casi no hablaba, y era alto y fortísimo y puro como un perro:
había trabajado toda la vida de albañil y aprendió a poner ladrillos sin sentir
las manos hasta que su reverenciado Batlle y Ordóñez implantó la ley de ocho
horas. Se jubiló siendo capataz y primer oficial y sentía un dulce orgullo por
su artesanía sagrada. Mi madre me contaba que lo habían obligado a dejar la
escuela en cuarto año para conchabarse de peón en las obras de un italiano
amigo de la familia, y que cuando ya era adolescente empezó a levantarse a las
tres de la mañana y se ahorraba los vintenes del tranvía caminando desde el Cerrito
de la Victoria hasta el puerto y alguna noche se quedaba a dormir en la obra y
se escapaba a la ópera, hasta que el patrón lo descubrió y se lo contó a mi
bisabuelo, que le dio una paliza tan grande que le sacó para siempre las ganas
de ver arte.
Nunca supe si mi padre se dio cuenta que yo pude nacer porque hicieron el
amor dos casas más allá del cielorraso de la esclavitud al que eligió
rezarle mi madre en lugar de buscar y obedecer invenciblemente a la voz del
amor. Pero el 34 oriental supo desde antes de desembarcar que si quería
salvarse estaba condenado a parir su heroicidad con vocación de escarabajo:
comiendo puro estiércol.
2 / LA MANCHA
Mi madre me contaba que los primeros meses lloré tanto que ella tenía que
quedar hamacándome toda la noche. Y decía que a veces dejaba una gota de miel
de la que usaba para el chupete en la mesa de luz y se entretenía viendo
formarse una fila de hormigas, hasta que un día me puse a aullar con vaivén y
todo y no aguantó más y reventó el cochecito contra la pared y me quedé
callado.
Mi padre empezó a pintar al óleo con un amigo del barrio y además era
dirigente de la cuarta división de Liverpool, donde llegó hasta a enseñarle a
lavarse los dientes a algunos jugadores adolescentes que llegaban del barro
salvaje y después formó una comisión de ajedrez y a veces entrenaba con el
fenomenal equipo de ciclismo que tenía el club en aquel momento.
Mi abuelo se levantana de madrugada y se quedaba tomando mate y fumando
tabaco Puerto Rico en un pasadizo emparrado que había al costado del caserón o
frente a los enormes vidrios de colores del estar. Una vez por mes salía
entrajetado a cobrar la jubilación y a visitar a los padres, y cada tanto
aceptaba algún trabajo de albañilería fina y los domingos hacía el asado entre
los transparentes del baldío que daba al pantano donde después edificaron el
liceo Bauzá. Comía mucho y tomaba medio litro de tinto peleador a mediodía y de
noche, y leía el diario y de tardecita escuchaba la radio, pero lo que hizo con
más sistematismo durante los últimos veinte años fue rumiar su rendición. Y
nunca estaba triste.
Yo empecé a caminar y a hablar a los diez meses y aunque daba un trabajo
espantoso para comer y ya me agarraba las pataletas de novela que cultivé
durante cuarenta años, logré que las mujeres vivieran iluminadas. Era casi
enano y tenía un jopo y una risa y una necesidad de hipnotizar tan precoces,
que los que sabían mucho de la vida se asustaban con razón. Pero mi madre y mi
abuela se hicieron adictas a las funciones circenses del futuro genio.
Mi padre seguía pintando y escuchando música clásica, y leía enamoradamente
a Herrera y Reissig, García Lorca y Nicolás Guillén. Al cubano incluso lo llegó
a conocer en una exposición de su amigo Ramón Pereyra, un plástico afro
emblemático que se murió muy joven.
Pero la religiosidad de la casa sólo latía en su altillo, a pesar de las
estampitas y los crucifijos que tenía mi abuela en la mesa de luz y las idas de
mi madre al santuario del Señor de la Paciencia para rezar por la salud de
todos. Y a mí me costó medio siglo entender que cuando en una vida o en
cualquier grupo humano no hay sentimientos cósmicos siempre existe alguien o
algo que es colocado en el lugar de Dios. Y que yo fui el Dios de aquellas dos
mujeres de risa tan aparentemente bondadosa durante demasiado tiempo.
A los catorce años uno de mis maestros de vida, Guillermo Fernández, me
prestó los poemas completos de César Vallejo y me dejé devorar por el poeta de
los jamases igual que si me largaran a correr por la espiral de una montaña
rusa más abismalmente estrellada que el rostro de una muchacha, y sin embargo
necesité vivir en París y volver a contemplar un matrimonio de sabor desparejo
para entender un verso tan denso como un volumen entero de Freud o de Jung: La mujer de mi padre está enamorada de mí.
Y fue terrible entenderlo. Porque lo que descubrí enseguida es que me habían
seducido en la mismísima calle 19 de abril mientras recibía la orden de salvar
a la patria, y lo que descubriría recién después de la muerte de mi madre fue
la porfiadísima y casi mortal consistencia de mi enamoramiento.
Un día las mujeres me estaban dando agua mineral con una cucharita para que
no me atragantara y se me metió una gota en la tráquea y me atoré hasta el
amoratamiento y mi madre me llevó al médico en un taxímetro pero en el
consultorio ni nos abrieron y recién en la mitad del viaje al centro pudo
hacerme vomitar y tuvieron que internarme unos días y en las placas aparecía
una mancha negra que no se me fue nunca del pulmón. Lo malo es que cuando
estaba en tercero de escuela nos visitó la cruzada antituberculosa y nos
chequearon a todos y al otro día mandaron buscar con urgencia a mis padres: me
imagino a mi abuela olvidándose del reuma y sufriendo de verdad y a mi abuelo
echando un humito azul invisiblemente triste en la vereda de Punta Gorda donde
siguió sentándose a contemplar la sequedad del mundo.
Falsa alarma. Era nada más que la huella del atorón, y a nadie se le
ocurrió pensar en el agujero negro que nos deja la angustia de tener que jugar
a ser Dios para que otros sonrían.
3 / EL TALLER
Mi padre había escuchado a mucha gente hablar del Taller Torres García y una
tarde de 1950 salió del registro de casimires y caminó hasta el sótano del
Ateneo y se metió sin vuelta atrás en la cueva del tesoro difícil de encontrar.
Don Joaquín había muerto el año anterior, y con el tiempo sacaron la conclusión
de que era el viejito que mi madre veía pintando unos murales rarísimos en el
hospital Saint-Bois, cuando visitaba a una amiga tuberculosa. Ahora pienso en
el celebérrimo y reseco esteta especializado en Torres García que sigue
hablando de la utopía de la Escuela
del Sur y me da pena que no haya visto el altillo de mi casa transformado en
una fabulosa trinchera barrial en cuestión de semanas. Mi padre empezó a
estudiar dibujo con Alpuy y el jovencísimo José Gurvich y se empapó tan pronto
de la vocación de eternidad irradiada por aquella comparsa de juglares
anti-establishment que antes de 1953 pueden rastrearse naturalezas muertas y
paisajes y pintura constructiva y las primeras cerámicas con diseño original y
hasta una mesa taraceada y un proyecto de vitral crístico que nos hacen
murmurar sonriendo: Utópica será su
madrina, señor filósofo.
Pero antes pasó algo. Mi padre se revolvía muy bien con el dibujo desde que
era un chiquilín y una noche había cinco o seis aspirantes a pintores
enfrentados a una quilométrica naturaleza muerta y Gurvich lo hizo pararse y se
sentó en su lugar y después de chequear las medidas con el lápiz sentenció: A partir de la jarra está todo mal. Tenés
que correr todo un centímetro. Mi padre, que nació y murió dotado de una
mansedumbre sacerdotal, no atinó más que a desentachuelar y a enrollar la
cartulina y escaparse saludando con la mano. Y la próxima clase, cuando
apareció con la humildad resplandeciéndole fluvialmente en los bigotes, José lo
premió con un: Ah. ¿Volviste, gordo?
Bueno, entonces vos no te vas más.
Posiblemente Gurvich ya no viviera en el mítico conventillo portuario donde
en los años cuarenta se amontonaron unos cuantos discípulos directos de don
Joaquín capaces de hacer voto de pobreza en una irrealidad uruguaya de
posguerra donde el asado desbordaba los platos como nunca. Lo más seguro es que
hubiera vuelto al cerro y empezó a caer por casa y cuando las mujeres veían
entrar al duende despeinado y petiso y barrigón que olía a mugre de profeta
corrían a calentar la sopa. En la quinta del Prado todavía existís el torreón
donde se exilió Gonzalo Fonseca después de abandonar a su millonaria familia y
seguramente Gurvich terminó de hacerle sentir a mi padre que el altillo se
había transfigurado y que el único maná que revoluciona a la purísima entretela
popular es la fe. Y en aquella montaña empecé a pintar al óleo, más o menos a
los tres años.
Otro visitante ilustre del Paso Molino fue José Collell, un catalán recién
emigrado que hizo la experiencia pionera de la cerámica junto con mi padre:
consultaban manuales y traían barro del Pantanoso y terminaron participando en
la construcción del primer horno que hubo en el taller y en la concreción de
una técnica de engobe que hoy es reconocida como un aporte enriquecedor a nivel
planetario. Collell se casó por poder y su esposa Carmen cuenta que cuando
llegó y se topó con la simbología geométrica llena de colores compactos que
señalizaba los talleres de los torresgarcianos tuvo la sensación de estar
conociendo a gente preparada en una catacumba.
Pero en 1950 también llovió sobre el Uruguay el tesoro de la piñata rota en
Maracaná por la tribu que capitaneó Obdulio Jacinto Varela, el único héroe
épico que después de José Gervasio Artigas se sintió responsable, en estas
tierras, de las alegrías y las tristezas del pueblo entero. Y yo tenía dos años
y debe haber sido la primera y última vez que los vi llorar a todos
hipnotizados por una grandeza mágica que
recién volvería a saborear el 27 de noviembre de 1983, cuando formamos parte
con mi mujer y mis hijos del medio millón de uruguayos que nos juntamos a
gritarle a los fascistas que volvieran a los cuarteles.
¿Quiénes hicieron los goles,
Huguito? me preguntaban, y yo
me mandaba el show contestando Schiaffino
y Ghiggia a media lengua pero ya incorporando una necesidad de ir echando alas propias en el infierno ajeno porque
aquel ventarrón de PAX-LUX no tenía
angustia negra y se volvió idéntico al sosiego de los domingos cuando mi
padre y Collell me pateaban penales en el sótano del Ateneo mientras esperaban
que se cocieran las piezas constructivas. Y a mi tercer cumpleaños vino el
mismísimo Francisco Vanoli, un tío político que no estuvo en Maracaná por un
problema de lesión, y jugamos con él a tirar de vereda a vereda, pero ese día
me acuerdo que terminé oscureciendo la fiesta con una pataleta porque el 34
oriental no podía perder a nada.
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