FEDE RODRIGO
1º edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018
DEL BARRIO 1
“¡Lo mataste! ¡Lo mataste! ¿Qué hiciste”, le gritaba al asesino un payaso
bizarro que intentaba juntar la sangre del niño muerto como para devolvérsela.
Algunos vecinos se habían arrimado para formar el clásico círculo de
espectadores: como si a sus pies sucediese una obra de teatro en miniatura.
Pero nadie estaba muy horrorizado por la destrucción de una vida. (Sucede tan
seguido, que aunque duela ya no deslumbra).
Una patrulla se arrimó sin apuro al cordón que debería existir al lado de
la calle de barro. La ventanilla se bajó y desde adentro apareció el rostro
desvencijado del Raza. (El payaso juntó sus cosas y se largó.)
El Raza es un policía de veintisiete años: intenta aparentar menos pero
parece más. Su tez es asustadamente blanca y sus manos rígidas siempre le
tiemblan paranoicas (él dice escuchar todo el tiempo las amenzas de un niño que
sabe que algún día lo va a matar (cosas de gente con infancia rota). Su cintura
es ancha y sus piernas peculiarmente cortas: un pingüino pálido. Se acariciaba
metódicamente los únicos e inconexos mechones naranjas que forman su bigote.
Después de asomar su inmutable sonrisa y de mirar todas las minas que había
entre la audiencia, se bajó y rodeó el cuerpo del niño tirado en la vereda. El
culpable todavía estaba parado con un pie pisando la palma extendida del muerto.
Las venas palpitantes de su dedo índice estaban encendidas por el azul
eléctrico de la droga.
-¿Cuántas te metiste, pibe?
Pero el nuevo asesino no se molestó en contestar, dio media vuelta y se
puso a caminar impune calle abajo. El policía siguió bufando paranoico.
-¿Cuánto hace que este está acá?
-No más de diez minutos.
-Bueno, váyanse, no hay nada que mirar.
Cuando los casi curiosos se fueron, el Raza miró por primera vez el
cadáver.
-Te clavaste tres.
Se contestó la pregunta que le acababa de hacer al prófugo que nadie
perseguía. Eran las mismas tres que quería vender hace un rato.
Se sacó del cinturón el intercomunicador. Del otro lado esperaba la oreja
negra del Oficial Brazas.
-Negro, ni vengas.
-¿Seguro?
-Anotalo en la cuenta del delirio no más.
-OK, me avisás cualquier cosa.
-No creo, de acá voy para casa.
La verdad: le importaban un carajo el guacho muerto y el drogado que lo
mató para drogarse. Los policías como él estaban ahí para que las cosas sigan
como están: los ricos seguros, los pobre tranquilos y cada uno en lo suyo.
“El que jode ahora es el pendejo de la cámara. Qué ganas de joder que tiene
(y de morirse).”
DEL BARRIO 2
El niño de nueve años se pasaba la mano negra por su cabeza calva. Estaba
nervioso. Se la volvió a pasar y sacó la cámara de su bolsillo. También estaba
triste: ahora sabía que los cimientos de sus huesos estaban hechos de dolor.
Pero había decidido hacer de su vida que ya se acababa algo relevante. La
muerte le sobrevolaba la cabeza como una aureola negra y esto le daba algunas ventajas:
falta de miedo, una fecha límite y una fila de llorones espectadores fuera del
barrio. Por todo esto es que iba a hacer un duro documental sobre la vida en el
barrio: “Sólo somos piezas”. Allí pondría todo y a todos, y cada tajada que
cada uno se lleva de la torta de barro cocinada por la realidad: también iba a
poner su amarilla soledad.
Una nube le recordó a su hermana sonriente y los pocos momentos en que fue
auténticamente feliz: los chapuzones juntos en la cañada, explorar el bosque
con las remeras rotas y buscar piedras para su colección. Estas eran algunas de
las ventajas de abusar de todo el tiempo libre que la pobreza les daba. Las
lágrimas dolían mucho menos si las lloraban a medias: entre los dos lloraban
todas y hasta alguna de las de mamá.
Puteó al cielo por burlarse de la vida. Por hacerle volver a cuestionar
cosas de estúpidos: ¿y si su vida ya no fuera su vida? ¿Y si pudiera matarse?
Por lo menos él podía elegir, su hermana no pudo. Si hubiera tenido la plata
para consultar un psicólogo, le hubieran dicho que todas esas inyecciones
delirantes era un intento por acercarse a ella (y matar la culpa de sus venas).
Bauti esperaba al lado como si no existiera. Tenía las manos mojadas porque
acababa de venir de la canilla donde se había lavado la cara: se lava la cara
para sacarse el sueño de matar a su padre. (Es que le dijeron que lavarse la
cara saca el sueño.)
-¿Sabés una cosa que siempre trato de hacer y no puedo, Bauti? Acordarme
del momento justo cuando me dormí.
-Estás llorando.
-Es como si la memoria se metiera en el sueño antes que yo.
-Estás llorando.
-Dicen que el que hizo esta plaza la llenó de columnas por si se sigue
rompiendo el cielo.
-Es por tu hermana muerta, ¿no?
-Como si les importara que el cielo nos aplastase.
-Es por tu hermana muerta, ¿no?
-Mirá que hablar con otro raro no te hace normal.
-¿Qué le dirías si pudieras volver a hablar con ella? Yo le pediría por
favor que no se muera.
Bauti de golpe sintió un dolor pinchudo como si acabara de besar un rosal:
Renzo lo había acostado de una trompada. Cuando el Bauti se levantó se vio el
costado de la boca rota y la sangre escaparse con fuerza. Sin señal de
arrepentimiento, Renzo se alejó para seguir su noche como si nada.
Ya había filmado unas cuantas escenas a escondidas pero era hora de empezar
a dar la cara. Revisó la diminuta cámara siempre prendida entre su ropa, esa
misma cámara que un extraño le dio para que hiciera un documental sobre el
barrio (y además le pagó por el encargo). La luz roja ansiosa lo precedía: sus
manos se enlazaban y desenlazaban a gran velocidad pero su paso era preciso
hacia el payaso que se preparaba bajo un foco que prendía y apagaba tiritando
de frío.
Se quedó unos momentos alejado para que la cámara pudiera deleitarse con la
surrealidad del payaso indigente y con su gorro hecho con un cono naranja de
los que usan los inspectores de tránsito en la calle al que le agregó en la
base unos flecos de bolsa de basura plateada que simulaba su cabello canoso y
sabio y una tapita roja de refresco que llevaba como nariz. Su ropa harapienta
y su zapato sin par no formaban parte del disfraz.
-Buenas. Soy Renzo, me llamó mucho la atención tu pinta desde lejos.
-Soy el Payaso Carcajada. Un gusto en conocerte, niño.
-¿Por qué estás vestido así?
-Soy un payaso: ¿no se nota?
-Sí, obvio. ¿Pero qué hace un payaso acá en un rincón a las dos de la
mañana?
-Me preparo para la batalla.
-¿Contra quién?
-Contra el abandono.
-Y cuando no sos el payaso: ¿qué sos?
-Nada. Mirá, niño: este no es un disfraz, no es ni siquiera mi ropa, es mi
piel. Este no es un trabajo. Es mi vida.
-Entiendo.
-Lo dudo, pero no importa.
-Debajo de las uñas tenés sangre seca: ¿querés contarme qué pasó hace un
rato?
-Pasa mi niño que hay gente que mueve hilos tan lejos que nunca vamos a ver
ni la sombra de sus manos. Es como si toda nuestra vida fuera un documental
(como el que hacés ahora mismo). Y nos parece muy real pero no es más que un
circo para alimentar poderosos. Igual si querés seguimos con el tratamiento.
-¿Tratamiento?
-Vos tratá que yo miento. Dale, reíte: reír es dejar
respirar al alma.
-Yo no estoy haciendo un documental.
-Tranquilo, niño. Por qué iba a molestarme.
-Mirá que no es un documental.
-No me jodas, yo estuve afuera: sé lo que es una cámara grabando. Pero no me
molesta. ¿Qué podría perder? La poca libertad que me va quedando ya no me la
sacan así nomás.
-¿Decís que perdimos la libertad?
-¡Digo que nos la robaron! Y aun así acá estoy y ya me queda un día menos
para vivir para siempre.
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