HUGO
GIOVANETTI VIOLA
Primera edición: Caracol al Galope / elMontevideano
Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes
(2018)
Retrato de portada: Horacio Herrera.
7 / LA COMUNIÓN
Mi madre quiso que tomara la comunión en las carmelitas del Prado porque
ella se había casado allí, y los jueves combinábamos lo ómnibus y yo me quedaba
al borde del pánico en un aula llenas de chiquilinas que tenían barras formadas
en otro barrio y memorizaba la catequesis seca que me ofrecía una iglesia donde
el hombre más importante del siglo XX, Pierre Teilhard de Chardin, estaba casi
excomulgado.
Lo que demoré veinticinco años en aprender fue que los carmelitas descalzos
habían sido fundados por Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, las dos
muletas de oro que me hicieron zanquear jadeando hasta la insondable Fonte del
Hombre Nuevo después que la revolución marxista pretendió que los militantes
nos jubiláramos y nos curáramos del vicio de soñar maravillas en Utópicos
Anónimos.
Algunos viernes, además, íbamos al Santuario del Señor de la Paciencia que
queda en la misma cuadra donde nació José Gervasio Artigas y en aquella
catacumba pude ver a mi madre arrancándose una especie de vendaje invisible
para ofrecerle a cada altar su floración más dulce.
Para mí era un via crucis premiado por un especial de jamón y queso en dos
panes y una Coca Cola que me compraba a la salida con un aura todavía
virginizada por aquella liturgia-maratón de plantones frente a cada santo
mugriento y humeante y recortado sobre vitrales sin sol donde los caballeros
abrigaban esqueletos de portal rajándose las capas o lanceaban al monstruo que
amenaza con incendiarle el vellón a nuestra princesa íntima. Y recién ahora
siento que cuando nos sentábamos frente a la talla del Hijo del Hombre que yo
había copiado en la estampita era como si la Chola recibiera una transfusión de
la generosidad incondicional que repartió toda la vida entre la familia y el
vecindario y las fervorosas amistades, aunque a la hora de escaparse del
entelarañamiento que chorreaba mi abuela por la papada llena de pinchos elegía
sacrificar a mi padre y después que se murió la vieja decidió esclavizar a los
hijos con la misma adicción voraz que la mutiló a ella y allí se acabó todo.
Pero en el momento cumbre de aquel infierno sórdidamente santo y trajinado
de rodillas por el mujerío traposo yo dejaba de ser el Dios escondido de mi
madre y Jesús la encandilaba hasta el fin de los tiempos porque, como está
escrito, un segundo de amor te vuelve
todo amor.
Más o menos diez años después mi padre me regaló las obras de Santa Teresa
de Jesús y San Juan de la Cruz lujosamente encuadernadas porque cuando me di
cuenta que nunca iba a terminar la abogacía me empecé a preparar junto con
Daniel Bentancourt para ser profesor de literatura por oposición y méritos,
pero Secundaria suprimió esos concursos y lo único que me interesó con el
tiempo fueron los poquísimos poemas que escribió el santico hasta que sobre el
final de los tres años y medio de terapia que hice con Demian Díaz Torres entre
1987 y 1991 se me ocurrió vichar las mil páginas de doctrina mística y me
interesaron bastante, aunque no me agarraron como La filosofía perenne de Aldous Huxley tan vehementísimamente
recomendada por el parco Augusto Torres. Y Teresa no tenía ni poemas, así que
nunca la leí.
El día que pedí el alta en la terapia, sin embargo, unos de los argumentos
básicos fue que al leer algún fragmento del relato de la unión con Dios de San Juan de la Cruz sentía lo mismo que me pasó
frente a los Karamazov y a las nouvelles de J. D. Salinger a los veinte años:
los que tenían razón eran los locos
iluminados y no yo, un aspirante a cristiano-marxista que ni siquiera había
terminado de creer que creía, para
hablarlo en Dostoievski. No tenía fe en
mi fe. Y entonces Demian casi chilló una de las dos únicas opiniones
tajantemente radicales que le conozco como si descargara un barajazo: Es que los que tienen razón siempre con
ellos. Y nosotros a veces estamos a la altura de ellos y a veces nos caemos.
Y se guardó la otra gran verdad para
un charla de consulta que tuvimos unos cuantos años más tarde: Pero para alcanzar la paz uno no necesita
nada de nadie.
Quiere decir que al volver a caminar por 19 de abril en dirección a las
carmelitas mi madre me iba guiando hacia la otra
heroicidad, sin cruz patria ni lucimientos de mierda en el circo de los
sabios que no saben nada y dirigen la deformación cultural-oficial de los santísimos
pueblos esclavizados por los líderes lobos o payasos o prestidigitadores del
paño tibio: la del poeta descalzo. Y
de todos aquellos meses de competencia con los otros botijas a ver a quién le
compraban el misal con más nácar me quedó nada más que una frase tatuada: la de
la resurrección de la carne que
parecíamos fosforecernos en el aburrimiento cuando loreábamos el Credo.
8 / EL DOMINGO
Ese día mi padre se quedaba en la cama leyendo el diario y tomando mate
hasta media mañana y era como si en la PAX-LUX le rebrillara su verso preferido
de Herrera y Reissig: Domingo / Te
anuncia un ecuménico amasijo de hogaza. Después pintaba un rato. Yo todavía
no leía a Salgari ni tenía cuadro de fútbol ni jugaba a los cow-boys con mi
hermano, y si estaba feo y no íbamos a Belvedere me llevaban a la matiné del
cine Maracaná, que quedaba en Malvín.
Y uno de los primeros temas que trabajé en la terapia fue el de la angustia
infernal que me emponchó durante cuarenta años los domingos de tarde, sobre
todo si no ganaba Liverpool. Pero por
qué, se hizo el extraterrestre Demian: No
entiendo. Y sintiéndome avalado por uno de los neuróticos más crísticos de
la modernidad expliqué: Hay un poema de
Vallejo que habla de las espantosas ganas de ahogar un bulto de sufrimiento de
muchos siglos que te acogota los domingos y no los lunes. En Montevideo o en
París. Y él: Ah, Vallejo también
sentía esa obligación de sufrir. Y torció la cabeza para perforarme con una
luminosidad de perro que te conoce y es capaz de lamerte los huesitos,
agregando: Qué lástima.
Yo iba a clases de piano los lunes y los jueves de mañana y lo único que
nunca pude odiar fue el diseño gráfico de las partituras de Bartok. Lo demás
era una especie de torturante prolongación de la escuela más pesada que las
clases de inglés, todavía, y estudiaba poquísimo. Nosotros no podíamos comprar
un piano, por supuesto, y tenía que tocar de tarde de tarde en lo de los Torres
y lo que me importaba era hacer los deberes lo antes posible y esperar a que
llegara mi padre del maldito registro. Eso siempre fue mágico. Porque por más
enamorado que yo estuviera de mi madre la entrada del perfume suavemente
cansado de mi mejor amigo de todos los tiempos significaba un brillo más
compacto que el de un amanecer lunar.
A mi padre le encantaba el cine, y alguna vez que mi madre amagó
acompañarlo al Maracaná mi abuela se frotó el dolor y chau amor: al otro año
empecé a acompañarlo yo y aquello se volvió una fiesta como la de los partidos
de básquetbol en la cancha de Malvín o de la Unión Atlética siempre que no
jugara Sporting y me enloqueciera por ganar.
Pero un domingo neblinoso volví de la matiné y me tuve que encerrar a
llorar agachado en un rincón del baño mientras pensaba: Papi está en la cocina comiendo lo más contento y mañana tiene que ir a
aguantar al viejo Maspons hasta el sábado de tarde. Pobrecito. Y otro
domingo la cuarta película fue el Quijote ruso y mientras lo reventaban a
pedradas en la venta y la gente se mataba de risa no aguanté más y me escapé
corriendo y me tomé el ómnibus y cuando aparecí sin haber esperado a que me
fueran a buscar me ligué un cachetazo y todo, aunque casi nunca me pegaban. Llueve como una madre que cambió de cara,
escribió extraordinariamente Rolando Faget. Y en mi caso fue así. La mujer de
mi padre nunca necesitó ni tocarme para que se me empapara el esqueleto.
Los dos símbolos literarios más irreductibles a una sólida clarificación
conceptual que conozco son Don Quijote y Moby Dick, pero hace poco vi un
análisis biográfico de la vida de Cervantes en la televisión que muestra la
coincidencia geográfica del hostal catalán donde el manco se quedó esperando la
última posibilidad de mecenazgo del establishment en el que tuvo fe con la
playa donde fue obligado a rendirse a la
sana verdad el delirante caballero utópico, y temblé. ¿Cómo pude haber
intuido a los siete años que pretender que mi radicalismo de escritor descalzo
fuera comprendido por los homúnculos que dirigen los círcos culturosos iba a
ser un error peor que creer que Liverpool y el alcohol podían aparaisarme, para hablarlo en Juan
Cunha?
La cosa es que yo iba a terapia los martes, y cinco días después que Demian
me peinó la desesperación con aquel qué
lástima me zambullí en la siesta dominguera y al despertarme puse el Sodre
y la Programación Divina me mandó la cuarta sinfonía de Mendelssohn, y me curé
de golpe y para siempre de los malos domingos.
Vos sabés que nunca la había
escuchado pero terminé volando como si me hubiesen colocado en una especie de
una especie de espiral azul en donde el miedo al tiempo y al horror al dolor
fueran algo que yo nací sabiendo que iba a tener un final precioso, le contaba en la próxima sesión a mi conmovidísimo
terapeuta. Y quedé durante horas sabiendo
hasta lo que iba a pasar. Adivinaba lo que estaban por decir los tipos del
debate televisivo y el clic de la trama de la película que vino después y seguí
en ese estado hasta que me dormí. Y él apenas sonrió sacudiendo la cabeza: Bueno, eso vendría a ser lo que llamamos
bienestar.
9 / LA POESÍA
Hay en el camino que imagina mi
cerebro: / hay en el camino / un ruiseñor negro. // Hay en el camino que
imagina mi cerebro; hay hojas verdes, hojas negras / en el camino del ruiseñor
negro. / Hay en el camino que imagina mi cerebro; / hay árboles frutales,
guindas deliciosas / en el camino de las hojas verdes, de las hojas negras. //
Hay en el camino que imagina mi cerebro; / un ruiseñor negro; / hojas verdes,
hojas negras; / árboles frutales guindas deliciosas; en el camino negro…
El 11 de junio de 1958, a los diez años, empecé mi vita nova con este poema. Había dejado de pintar y en la escuela me
salían composiciones floridas, y mi padre me sugirió que fuera juntando apuntes
hasta que en 1957, en la Redacción:
Historia de mi lápiz, dejé asombrada a la maestra anunciando que tenía
escrito un grueso cuaderno todavía no
lleno de poesías y refranes.
Esa mentira fue decisiva, y el impulso debe haber nacido de leer mucho a
Salgari y saberme de memoria Dick Turpin y Robin Hood y organizar
apasionadamente performances guionadas
en los baldíos con las hermanas Tempel y Lydia Buzio, además de las historietas
de cow-boys que recreábamos usando gachos de mi padre y mi abuelo con mi
hermano de tres años.
Pero lo que trato de escribir es, Onetti dixit, la historia de un alma, y los hechos puntuales en los que se involucró
vendrían a ser algo así como el organismo histórico de la criatura interior que investigo y retrato por amor a mi próxima
muerte terrestre, nada más: para pasarme en limpio.
Y en el poema titulado Hay en el
camino negro… salta a la simplísima vista una voluntad estética ya
completamente estructurada, y que cualquiera puede analogizar como herramientas
pata tomografiarse en un plano psíquico general. Porque desde el Renacimiento
hasta la fecha la relación dialéctica entre nuestro romanticismo y nuestro clasicismo
nos define mejor que nada.
Torres García, por ejemplo, decía que él era un clásico con temperamento de
romántico. Y yo a los diez años ya demostraba ser exactamente lo contrario,
aunque compartiera con él y con Herrera y Reissig y García Lorca, mis dos
maestros poéticos básicos, una voluntad
de completud. Pero con los poetas compartía además una inevitable necesidad
de hacer visible el exorcismo de la neurosis.
Torres García peleó toda la vida contra la exhibición del exorcismo porque un clásico confeso es esencialmente
platónico y no admite espectáculos
agónicos en la plaza ejemplar de la república. Claro que el haber aceptado
tener temperamento de romántico, por lo menos, o sea ganas de aullar en toda
época No pregunto cuántos son sino que
vayan saliendo los enemigos de la divina
invisibilidad, lo hizo transar gozosamente con los desequilibrios
cervantinos o rabeleisianos o beethovenianos, pero su dogmatismo era muy poco
elástico: yo escuché decir a Augusto Torres, uno de sus discípulos
lugarteniente aparentemente más amplios, que en la explosiva exposición de 1957
Gurvich se había ido de la cosa. Y
punto. Y sin embargo, entre aquel caos galáctico reverberaba la purísima
espesura del Hombre astral.
Es fácil darse cuenta, observando mi poemita, que debajo de la obstinación
anafórica hay traslados seriales sistémicos de estrofa en estrofa y un
cierre-resumen abrochado por una última negrura que no triunfa del todo porque
funciona como una gárgola que desagota a un edificio más religioso que ella.
Y cuando Bajtin define a esa magia de profundidad que insistimos en llamar belleza como la ilusión de la realidad sosegada o de verdad absoluta y no vertiginosa que
genera un discurso simbólico no se refiere nada más que al arte sino a la irradiación psíquica que necesitamos
construir para transformarnos en personas dignas del universo.
El romántico caótico nos hipnotiza
con su neurosis transfigurada por la fe de los símbolos. Y alcanza. Porque el problema humano central no es la
neurosis sino el resultado de la pelea de la neurosis noósica con la fe. El
problema de vida o muerte es agregarle realidad a la vida o irrealidad a la
nada: o nos comunicamos salvíficamente o nos autodestruimos. Y si además el
romántico es capaz de resignificar y
geometrizar su caos como Herrera y Reissig y García Lorca, surge la gran dialéctica urobórica del barro y el arcoíris.
La maravilla clasicista perfecta, en cambio, logra una cruz abstracta y sin
Cristo sangrante como punto en enclave de lo eterno en lo mínimo.
Y la evolución los necesita a todos, siempre que la fe cante aunque sea
como cisne. Los que sobran en el mundo son los tristes astronautas de los
cielorrasos sentenciando que el azar es el dueño del hombre. Porque ni siquiera
llueve por casualidad.
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