El baile de mi pueblo
Esa
noche fui al baile de mi pueblo. Me preparé durante un mes. Pensé en todos los
detalles. Cómo me iba a peinar, de qué color compraría la tela del vestido
nuevo que haría mi madre, si los zapatos lucirían blancos o negros, si
adornaría mi pelo con una flor o si lo trenzaría envolviendo las cintas. Todo
lo fui imaginando y guardando en mi memoria.
El
viernes anterior extendí el vestido sobre la silla de mi cuarto, coloqué los
zapatos en el piso como si me hubiera desmayado. Apoyé suavemente las cintas en
el respaldo y me pareció que combinaba muy bien con el tono del vestido. Me
dormí mirando ese conjunto nuevo para mí. No me animé a abrazar una muñeca de
trapo. Me extendí bajo las sábanas oyendo como crecían mis huesos y esperaban
con ansia la mañana.
Mientras
me vestía, a las cinco de la tarde, mi vida comenzó a cambiar. Mi madre me
había autorizado a bailar con Manuel. Mi pecho inauguraba nuevas sensaciones y
dije que estaba contenta. Sabía que algo me iba a pasar ese sábado.
Mi
madre me ayudó a perfeccionar mi peinado. Me hizo las trenzas como se dibujaban en mi memoria y me
puso los moños del color del vestido, un poquito más fuertes. El vestido
formaba una campana de iglesia y se abriría y sonaría cuando estuviera bailando
con Manuel.
Cuando
llegué todos me miraron y escuché a alguien decir que ya no era una niña.
Manuel
hacía panes e inauguraba su oficio de panadero en la única panadería del
pueblo. Elaboraba un pan esponjoso, relleno de ternura. Se desprendía de las
sábanas en la madrugada para llegar temprano y creaba panes durante toda la
mañana y a la salida me regalaba uno recién horneado, caliente y dulce, hecho
por él. En ese momento, yo no sabía que mis nietos aprenderían a disfrutar como
yo del sabor del pan recién salido del horno.
Mi
madre esperaba que hoy, en el baile, pidiera mi mano. Mi respuesta estaba
escrita en el álbum de fotos familiares, confirmada en el vestido blanco de mi
madre aireándose en el gancho de su cuarto. Imaginaba mi vida en la panadería,
el olor del pan leudando, creciendo y desbordándose y las cuadradas palas de
madera entrando con trozos de masa blanca y saliendo de la boca del horno,
transformados en crujiente pan. El fuego al costado para que pudieran entrar
todas las bandejas con los nombres y
recetas inventados por Manuel: pan chico, pan francés, pan dulce, pan con
pedazos de guayaba, pan de maíz, panes con formas de animales que tanto les
gustaba a los niños, pan con chicharrón. Las ráfagas de calor, las ráfagas de
la boca del dragón, iluminaban y calentaban toda la panadería. Claro que lo
quería un poco. Yo, a escondidas, todavía abrigaba a mis muñecas de trapo en
sus camitas de madera hechas por mi padre y no estaba muy segura de que
quisiera cambiar mis juegos por el olor de la panadería. Pero presentía algo.
Cuando sentí su mano en mi cintura, creando un pan nuevo, aumentaron mis dudas.
Me dejé llevar y jugamos a ser grandes.
Las
parejas formaban innumerables aros en el espacio de la pista. Se cruzaban, se
sonreían, algunos cantaban las letras conocidas. Las cintas de las trenzas se
aflojaban, las camisas se abrían y algunas huían del cinturón. Alguien pasó
varias veces tirando agua en el salón porque la polvareda ya empezaba a teñir
de marrón los bordes de los vestidos de todas las niñas. La tierra pesaba y ya
no volaban tan alto las sedas y las organzas. De pronto, dejé de oir los
sonidos y un gran silencio me rodeó. Me di cuenta repentinamente que me había
equivocado, que mi presentimiento no tenía que ver con Manuel. Los sonidos
volvieron y se juntaron formando una especie de rayo que cayó sobre la casa
donde se hacía el baile. Roberto se bajó lentamente de un caballo blanco,
recién llegado de la frontera, de la frontera de la selva, de la humedad, del
olor a té. Caminó mirando alrededor, disfrutando de antemano la quietud de
todos con las miradas fijas en él. Sus ojos claros dieron la vuelta a la pista
y se detuvieron en los míos un instante de elección y el rayo me recorrió el cuerpo. Cruzó la pista y
se formó un camino que llegó a mi, derecho, sin curvas inútiles. Y se quedó
para siempre. Usaba botas de potro de cuero natural, sombrero blanco como el
caballo y sabía enamorar a las muchachas con sus palabras suaves y en español.
Decidí dejar al panadero y la vida tranquila de la panadería. Quería inaugurar
lo desconocido, el mundo misterioso, apenas insinuado, de Roberto, el
extranjero. Dije que con ese hombre me casaría y a los 14 años me fui de la
casa de mis padres. Su primer trabajo en la zona dio comienzo a mi vida
viajera. Lo seguí cuando me mandó buscar y vivimos un poco más lejos hasta
llegar a la frontera.
Siempre
pensé que la vida puede cambiar en un instante.
El pequeño príncipe
A María Rosa, por habernos
dado su amor y su tiempo.
Sé que
en algún lugar del mundo, existe una rosa única, distinta de todas las demás
rosas, una cuya delicadeza, candor e inocencia, harán despertar de su letargo a
mi alma, mi corazón y mis riñones.
A esa
rosa, donde quiera que esté, dedico este trabajo, con la esperanza de hallarla
algún día, o de dejarme hallar por ella.
Existe... rodeada de amapolas multicolores, filtrando todo lo bello a través de sus ojos aperlados, cristalinos y absolutamente hermosos...
El principito. Antoine de Saint-Exupéry
Se tardó unos minutos en salir de la casa. Fue
el tiempo suficiente para que del camión de desparramaran los soldados rodeando
su casa. Nadie hubiera creído que sólo la buscaban a ella. Y así se fue,
dejando al niño con los brazos extendidos.
La buscó su padre, la buscó su hermano y los
soldados la negaron durante semanas. No podía recibir alimentos, ropa para
abrigarse. Un día como todos los otros sin respuesta, les permitieron verla con
el uniforme gris y el número marcado en negro.
Cuando la encontraron, faltaba poco tiempo para
el cumpleaños de su hijo. Estaba decidida a crearle un regalo. Tomó el papel
blanco y copió la primera palabra. Se
inclinó y como si fuera un charco mágico de agua de lluvia, vio reflejada la
cara de su hijo y su boca de niño triste balbucear: qué dice ahí?
No tenía una lista de tipos de letras para
elegir. Por su memoria desfilaron las pe y las ene que le enseñaron en la
escuela. Las que empezó a escribir le gustarían a su hijo, estaba segura.
El libro esperaba paciente, mostrando su
contenido. Lo iba a copiar lentamente, completo, con detalles, recuperando sus
recuerdos. Se preguntaba si le alcanzaría el tiempo para hacerlo bilingüe. No
quería contestarse todavía.
Cuando terminó la primera página, las letras
prolijas y parejas invadieron el cielo de la Aduana. Siguió copiando el dibujo
del niño rubio.
Cómo lo llamaría, se preguntó, mientras veía
volar su bufanda detenida en el espacio del sistema solar. Usaría el diminutivo
o adoptaría el adjetivo calificativo? La decisión la dejó para el final.
Los vientos del norte llegaron al sur en
setiembre y las flores violeta del jacarandá no respetaron las rejas. Entraron
por el vidrio roto que nunca nadie vino a cambiar y movieron las páginas del
libro.
Los lápices de colores la ayudaron a no sentir
el frío y pintaron de amarillo sus manos entumecidas.
Las compañeras se divirtieron contestando a
Antoine mientras adivinaban si el dibujo era un sombrero o una boa digiriendo a
un elefante. Decidieron que era una pregunta sin importancia.
Día tras día, le gustó imaginar los gritos de
su hijo: Mamita, qué lindo dibujas!
Cuando llegó la hora del cráter del volcán, lo
delineó lentamente para impedir una explosión que alertara al soldado de
guardia.
Esperó pacientemente la llegada de la caja de
cartón. Cuando la vio, supo que la trasformaría en las tapas del libro que
adornaría con lana de colores. Cortó los dos pedazos que necesitaba. Los guardó
en su escondrijo improvisado pero cuando llegaron calzando poderosas botas,
tiraron los pocos objetos que la rodeaban, patearon y rompieron el cartón. El
regalo será para el próximo cumpleaños, pensó con esperanzas.
...”la flor no
acababa de preparar su belleza al abrigo de su envoltura verde” recordaba a
Saint-Exupéry mientras aguardaba que aparecieran los pétalos de la flor que
plantó a escondidas en la quinta de Punta Rieles.
Reemplazó el cartón
de la tapa por dos pedazos de cuero resistente que le aseguraran al niño rubio
que la boa, el elefante, el boabá, el cordero, la flor y el planeta vivirían
para siempre con su hijo.
Tuvo que resistir
mil cuatrocientos sesenta días, tres horas y treinta y cinco minutos para
iniciar el vuelo de regreso.
El avión de Antoine
esperaba y cuando inició el viaje de vuelta, corrió tambaleándose un poco y ya
en la pista logró mayor seguridad elevándose con las alas de mariposa.
Sobrevoló la ciudad de Montevideo y aterrizó suavemente en el cuarto de su hijo
con la mejor maniobra que un piloto hubiera podido hacer. Le enseñó a
deletrear: e l pe que ño p prin ci pe y el hijo depositó en sus mejillas los
besos guardados que decían: Mamita, mamita!!
El piloto
El piloto del avión
ambulancia le habló por teléfono. La sorprendió mucho con esa llamada. Fue muy
preciso. Yo soy el que va a decidir la partida. Enfermeros y enfermeras se
acercaron varias veces, esa tarde, para preguntar si ya se iban. Contestó con
calma que no, que tenían que esperar la llamada del piloto. Se expresó con voz
más segura que todavía no era el momento. Casi gritó que no saldrían todavía. Y
aulló con furia que no pensaba moverse. El último enfermero que le habló, saltó
asombrado por el grito. Nadie más se animó a hacerle la misma pregunta.
Se instaló casi
pegada al teléfono para que no tuvieran que buscarla cuando la voz del piloto
preguntara por la mamá de la niña que debía ser trasladada.
El sonido del
teléfono le pareció diferente. Y no tuvo dudas que había llegado el momento de
partir.
La lluvia
acompañaba sus lágrimas cuando llegaron al aeropuerto y el avión ambulancia
esperaba en la pista. Le dijeron que subiera adelante. Desde su asiento, se
inclinaba y podía tocar la cabeza de la hija, que parecía dormir. Pensaba que
sus caricias le estaban gustando. Recordaba su voz, unos días antes, cuando le
pedía ayuda para comprender lo que le pasaba.
Le dijo al médico
que necesitaba tomar una pastilla para poder aplacar su miedo a volar. Su
asiento era un poco más bajo que el del piloto y podía ver el tablero iluminado
con innumerables ventanas circulares con datos incomprensibles para ella.
Seguía la lluvia y
el piloto vio su cara de susto. No podía adivinar si era por el mal tiempo o por
el desconcierto y la incertidumbre que le había colocado la sorpresiva
enfermedad de la hija.
Optó por hablar del
tiempo para no contribuir con el drama evidente. Dijo, muy seguro, señora,
cuando suba el avión, va a ver las estrellas. Ella no le creyó.
Si en ese momento
hubiera podido tener un juicio estético, hubiera dicho que la visión del cielo
estrellado era lo más esplendoroso que había visto en su vida. Recordó otras
noches estrelladas, cuando el padre de su hija la llevaba a verlas, a las afueras
de su pueblo natal.
No pudo dejar de
concluir que, al cumplirse la sentencia del piloto, su hija viviría y podría
contarle la historia. Tres días después, cuando pudo abrazarla, recordó a Siri
cuando escribió, en una de sus novelas, que nadie venga a decirme que las
palabras mágicas no existen.
El cortometraje
Tarde soleada de domingo. La calle se muestra casi vacía. Se ven
autos estacionados pero no hay tránsito. Una mujer mira por la ventana, en el
cuarto piso de un edificio blanco y rojo. Al fondo, los cerros se tiñen de
color gris. Un auto azul se acerca y se estaciona frente a la ventana. Un
hombre al volante y una mujer en el asiento de al lado. La luz del sol divide
el espacio dejando un área de luz y una de sombra, con mucho contraste. El
hombre apoya suavemente los dos brazos sobre el volante y deja que sus
manos cuelguen, muy iluminadas. Se ven los anillos de plata, una pulsera
de cuero negro con una piedra del mismo color, un pequeño tatuaje. La
mujer mantiene las piernas juntas, usa pantalones de mezclilla y apoya sus
manos en el regazo. Se distingue en su brazo una pulsera muy a la moda en ese
momento, con imágenes religiosas.
La mujer que mira por la ventana apoya la
frente en el vidrio y se inclina para seguir el movimiento de su hijo. El niño
se acerca al auto con una gran mochila verde y se detiene frente a la puerta,
todavía cerrada y saluda sonriendo a su padre. Desde arriba, la cámara de ojo
de pájaro se une a la mirada de la mujer que ubica la escena en una
perspectiva de espacio cósmico. La puerta se abre, la mujer se baja y el niño
se agacha para sentarse en el asiento de atrás, como si estuviera iniciando la
bajada a un túnel de sombra. La mujer se vuelve a sentar haciendo un movimiento
que deja ver su cintura. El hombre enciende el motor y repentinamente, detiene
sus movimientos y acaricia la pierna de la mujer. Un primerísimo plano de
la boca de la mujer que mira por la ventana. Sus labios se abren apenas para
murmurar la frase que su abuela decía: “la vida puede cambiar en un instante”.
Las letras indicando el fin dejan ver su mirada triste.
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