domingo

LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN (82) - CARLOS CASTANEDA


PRIMERA PARTE “LAS ENSEÑANZAS”
(Una forma yaqui de conocimiento)

XI (2)

Viernes, 29 octubre, 1965 (2)

Le pregunté a qué venía todo eso y con quién iba yo a pelear. Repuso que él iría a ver quién había tomado mi alma y si era posible recuperarla. Mientras tanto, yo debía permanecer en mi sitio hasta su regreso. La forma para pelear era en realidad una precaución, dijo, en caso de que algo ocurriese durante su ausencia, y yo debía usarla si me atacaban. Consistía en palmotear contra la pantorrilla y el muslo de mi pierna derecha y dar de saltos con el pie izquierdo en una especie de danza que yo había de ejecutar enfrentando al atacante.

Me advirtió que la forma debía adoptarse sólo en momentos de crisis extrema; mientras no hubiera peligro a la vista, yo podía estar simplemente sentado en mi sitio, con las piernas cruzadas. Pero en circunstancias de peligro extremo, tenía el recurso de un último medio de defensa: arrojar un objeto contra el enemigo. Me dijo que por lo común se arroja un objeto de poder, pero como yo no tenía ninguno me era forzoso usar cualquier piedra que cupiese en la palma de mi mano derecha, una piedra que yo pudiera sostener apretada entre la palma y el pulgar. Dijo que tal técnica debía usarse sólo si uno se hallaba indudablemente en peligro de perder la vida. El lanzamiento del objeto tenía que acompañarse con un grito de guerra, un alarido con la propiedad de dirigir el objeto a su blanco. Insistió en recomendarme cuidado y deliberación con el grito, y no emplearlo al azar, sino sólo con “severas condiciones de seriedad”.

Le pregunté qué quería decir con “severas condiciones de seriedad”. Dijo que el clamor, o grito de guerra, era algo que se quedaba con un hombre toda la vida: por eso tenía que ser bueno desde el principio. Y la única manera de empezarlo correctamente era retener el miedo y la prisa naturales de uno hasta hallarse lleno por entero de poder; y entonces el alarido brotaría con dirección y fuerza. Dijo que estas eran las condiciones de seriedad necesarias para soltar el grito.

Le pedí explicación sobre el poder que supuestamente lo llenaba a uno antes del clamor. Dijo que era algo que corría a través cuerpo saliendo de la tierra donde uno estaba parado: era una especie de poder emanado del sitio benéfico, para ser exactos. Era una fuerza que empujaba el alarido para hacerlo salir. Si tal fuerza se manejaba debidamente, el grito de batalla sería perfecto.

De nuevo le pregunté si pensaba que algo iba a ocurrirme. Dijo no saber nada de eso y me advirtió dramáticamente quedarme pegado a mi sitio cuando fuese necesario, porque esa era la única protección que yo tenía contra cualquier cosa que pudiera pasar.

Empecé a asustarme; le supliqué ser más explícito. Dijo que todo cuanto sabía era que yo no debía moverme en ninguna circunstancia; no debía entrar a la casa ni ir al matorral. Sobre todo, dijo, no debía hablar una sola palabra, ni siquiera a él. Dijo que se mi me daba mucho miedo podía cantar mis canciones de Mescalito, y añadió que yo ya sabía demasiado sobre estos asuntos para que fuera necesario señalarme, como a un niño, la importancia del hacer todo correctamente.

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