PRIMERA
PARTE “LAS
ENSEÑANZAS”
(Una forma yaqui de conocimiento)
XI
(2)
Viernes,
29 octubre, 1965 (2)
Le pregunté a qué venía
todo eso y con quién iba yo a pelear. Repuso que él iría a ver quién había
tomado mi alma y si era posible recuperarla. Mientras tanto, yo debía
permanecer en mi sitio hasta su regreso. La forma para pelear era en realidad
una precaución, dijo, en caso de que algo ocurriese durante su ausencia, y yo
debía usarla si me atacaban. Consistía en palmotear contra la pantorrilla y el
muslo de mi pierna derecha y dar de saltos con el pie izquierdo en una especie
de danza que yo había de ejecutar enfrentando al atacante.
Me advirtió que la forma
debía adoptarse sólo en momentos de crisis extrema; mientras no hubiera peligro
a la vista, yo podía estar simplemente sentado en mi sitio, con las piernas
cruzadas. Pero en circunstancias de peligro extremo, tenía el recurso de un
último medio de defensa: arrojar un objeto contra el enemigo. Me dijo que por
lo común se arroja un objeto de poder, pero como yo no tenía ninguno me era
forzoso usar cualquier piedra que cupiese en la palma de mi mano derecha, una
piedra que yo pudiera sostener apretada entre la palma y el pulgar. Dijo que
tal técnica debía usarse sólo si uno se hallaba indudablemente en peligro de
perder la vida. El lanzamiento del objeto tenía que acompañarse con un grito de
guerra, un alarido con la propiedad de dirigir el objeto a su blanco. Insistió
en recomendarme cuidado y deliberación con el grito, y no emplearlo al azar,
sino sólo con “severas condiciones de seriedad”.
Le pregunté qué quería
decir con “severas condiciones de seriedad”. Dijo que el clamor, o grito de
guerra, era algo que se quedaba con un hombre toda la vida: por eso tenía que
ser bueno desde el principio. Y la única manera de empezarlo correctamente era
retener el miedo y la prisa naturales de uno hasta hallarse lleno por entero de
poder; y entonces el alarido brotaría con dirección y fuerza. Dijo que estas
eran las condiciones de seriedad necesarias para soltar el grito.
Le pedí explicación sobre
el poder que supuestamente lo llenaba a uno antes del clamor. Dijo que era algo
que corría a través cuerpo saliendo de la tierra donde uno estaba parado: era
una especie de poder emanado del sitio benéfico, para ser exactos. Era una
fuerza que empujaba el alarido para hacerlo salir. Si tal fuerza se manejaba
debidamente, el grito de batalla sería perfecto.
De nuevo le pregunté si
pensaba que algo iba a ocurrirme. Dijo no saber nada de eso y me advirtió dramáticamente
quedarme pegado a mi sitio cuando fuese necesario, porque esa era la única protección
que yo tenía contra cualquier cosa que pudiera pasar.
Empecé a asustarme; le
supliqué ser más explícito. Dijo que todo cuanto sabía era que yo no debía
moverme en ninguna circunstancia; no debía entrar a la casa ni ir al matorral.
Sobre todo, dijo, no debía hablar una sola palabra, ni siquiera a él. Dijo que
se mi me daba mucho miedo podía cantar mis canciones de Mescalito, y añadió que
yo ya sabía demasiado sobre estos asuntos para que fuera necesario señalarme,
como a un niño, la importancia del hacer todo correctamente.
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