domingo

JOÂO GUIMARÂES ROSA - PRIMERAS HISTORIAS (7)


VI / LA TERCERA ORILLA DEL RÍO

Nuestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo y fue así desde jovencito y niño, por lo que testimoniaron las diversas personas sensatas, cuando indagué la información. En lo que yo mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni más triste que los otros, conocidos nuestros. Solamente quieto. Era nuestra madre la que mandaba y quien a diario regañaba a mi hermana, a mi hermano y a mí. Pero ocurrió que, cierto día, nuestro padre mandó que se le hiciera una canoa.

Era en serio. Encargó la canoa, una especial, de palo vinhático, pequeña, sólo con la tablita de popa, como para caber justo el remero. Tuvo que ser toda fabricada, elegida fuerte y arqueada en rígido, apropiada para durar en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre mucho renegó contra la idea. ¿Sería que él, que no se ocupaba de esas artes, se iba a proponer ahora pesquerías y cacerías? Nuestro padre no hablaba. Nuestra casa, en ese tiempo, estaba aun más próxima al río, cosa de menos de cuarto de legua: el río por ahí se extendía grande, hondo, callado siempre. Ancho, de no poder verse la otra orilla. Y no puedo olvidarme el día en que la canoa estuvo terminada.

Sin alegría, sin inquietud, nuestro padre se caló el sombrero y decidió un adiós. No dijo otras palabras, ni llevó provisión y ropa, ni hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida, mordió el labio y bramó: -“¡Vete, puedes quedarte, no vuelvas más!”. Nuestro padre contuvo la respuesta. Me miró, manso, haciendo ademán de que lo acompañara, sólo algunos pasos. Temí la ira de mi madre, pero, de golpe, mañoso, obedecí. El rumbo de aquello me animaba, me asaltaba una idea y pregunté: -“Padre, ¿usted me lleva también en esa canoa suya?”. Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto me mandó de vuelta. Hice como que vine, pero volví a la gruta del monte para saber. Nuestro padre entró en la canoa, la desamarró para remar. Y la canoa salió alejándose, lo mismo su sombra, como un yacaré, extendida larga.

Nuestro padre no volvió. No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de permanecer en aquellos espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para no salir de ella nunca más. Lo extraño de esa verdad espantó a la gente. Aquello que no había, acontecía. Los parientes, vecinos y conocidos nuestros, se reunieron, y juntos se aconsejaron.

Nuestra madre, avergonzada, se portó con mucha cordura; por eso todos atribuyeron a nuestro padre el motivo del que no querían hablar: locura. Unos consideraban que podía tratarse del cumplimiento de alguna promesa o que, nuestro padre, tal vez, por escrúpulo de alguna enfermedad, como ser la lepra, desertaba para otra suerte de vida, cerca y lejos de su familia.

Las voces de las noticias eran dadas por ciertas personas -pasantes, moradores de las riberas, incluso de la lejanía del otro lado- diciendo que nuestro padre nunca se asomaba a buscar tierra, en ningún punto o rincón, ni de día, ni de noche, y del modo como cursaba el río, libre, solitario. Entonces, nuestra madre y los parientes nuestros concluyeron: que las provisiones que estuvieran escondidas en la canoa se gastarían; y él, o desembocaba y se alejaba yéndose para siempre, lo que por lo menos se condecía con lo correcto, o se arrepentía, de una vez, y volvía a casa.

Eso era un engaño. Yo mismo cumplía con llevarle, cada día, un tanto de comida hurtada: idea que tuve, ya en la primera noche, cuando nuestra gente experimentó con prender fogatas a la orilla del río, mientras que a su claridad, se rezaba y se llamaba. Después, seguido, aparecí con piloncillo, broa de maíz, racimo de plátanos. Avisté a nuestro padre, al fin de una hora, muy costosa de transcurrir: así solo, él allá a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en el liso del río. Me vio, no remó hacia acá, no hizo señas. Le enseñé la comida, la deposité en una cueva de piedras en la barranca, a salvo de bichos, de lluvia y rocío. Eso, hice y rehice siempre, mucho tiempo. Sorpresa que más tarde tuve: nuestra madre sabía de esa agencia, sólo que disimulaba no saberla; ella misma dejaba, facilitadas, sobras de cosas, para que yo las consiguiese. Nuestra madre no se manifestaba mucho.

Hizo venir a nuestro tío, su hermano, para auxiliar en la hacienda y en los negocios. Encomendó al cura que un día se paramentase, en la orilla, para conjurar y rogar a nuestro padre que desistiera de la entristecedora porfía. Otra vez, por disposición de ella, para amedrentar, vinieron los dos soldados. Todo lo cual no valió de nada. Nuestro padre pasaba a lo largo, cruzando en la canoa, sin dejar que se acercase nadie a la mano o a la voz. Incluso cuando estuvieron, no hace mucho, dos hombres del periódico, que trajeron lancha y pretendían retratarlo, no vencieron: nuestro padre desaparecía por el otro lado, aproaba la canoa en el brezal, de leguas, que hay, por entre juncos y matorrales, y él sólo conocía, a palmos, su oscuridad.

Uno tuvo que acostumbrarse a aquello. A las penas, que trajo aquello, uno nunca se acostumbró, es verdad. Lo sé por mí, que lo que quería, y lo que no quería, sólo con nuestro padre lo hallaba; esto tironeaba para atrás mis pensamientos. Lo duro era no entender, de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o aguacero, calor, escarcha, y en los terribles fríos de la mitad del año, sin protección, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, por todas las semanas, y meses, y los años -sin tener en cuenta su irse del vivir. No bajaba en ninguna de las orillas, ni en las islas y los bajíos del río, nunca más piso suelo o pasto. Claro, que al menos, para dormir, supongo, él debería amarrar la canoa en alguna punta de la isla, en lo escondido. Pero ni prendía fueguito en la playa, ni disponía de luz fabricada, nunca más frotó fósforo. Lo que comía era un casi; aun de lo que uno depositaba entre las raíces de la gameleira o en la gruta de la barranca, él recogía poco, ni lo suficiente. ¿No enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para tener derecha la canoa, resistente, aun en la demasía de las arroyadas, en el subir de las aguas, ahí cuando, en la embestida de la enorme corriente del río, todo arrolla el peligroso, aquellos cuerpos de animales muertos y troncos de árboles bajando -en espanto, en encuentro. Y jamás habló palabra con persona alguna. Nosotros, tampoco, hablamos más de él. Sólo pensábamos. No, nuestro padre no podía borrársenos; y si, por un rato, uno hacía como que olvidaba, era apenas para despertarse de nuevo, de repente, con la memoria, al provocarse otros sobresaltos.

Se casó mi hermana; nuestra madre no quiso fiesta. Uno pensaba en él, cuando se comía comida más sabrosa; también, abrigados de noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte, y nuestro padre sólo con la mano y una calabaza para ir vaciando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro encontraba que me iba pareciendo más a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbón, con uñas grandes, enfermo y flaco, negro por el sol y por los pelos, con aspecto de bicho, casi desnudo, aunque disponía de prendas de ropa que de cuando en cuando se le proporcionaban.

Y no quería saber de nosotros; ¿no nos tenía afecto? Justamente por afecto, por respeto, las veces que me alababan a causa de alguna acción mía, yo siempre decía: “Fue papá el que un día me enseñó a hacerlo así…”; lo que no era cierto, exacto; era mentira, por verdad. ¿Si él no se acordaba, ni quería saber más de nosotros, por qué, entonces, no subía o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabía. Pero mi hermana tuvo un niño, ella porfió que quería mostrarle el nieto. Fuimos todos al barranco, fue un lindo día, mi hermana con vestido blanco, el del casamiento; ella levantaba en los brazos la criaturita, el marido sostuvo, para protegerlos, la sombrilla. Nosotros llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, nosotros todos lloramos, allí, abrazados.

Mi hermana se mudó, con el marido, lejos. Mi hermano se decidió y se fue, para una ciudad. Los tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre a residir con mi hermana. Había envejecido. Yo me quedé, el único. Nunca podría casarme. Yo permanecí, con los bagajes de la vida. Nuestro padre me necesitaba, lo sé -en su vagar por el río por el yermo- sin dar razón de su actitud. Cuando yo quise saber, y, resuelto, indagué, me dijeron lo que se decía: nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le preparó la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto, nadie que supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las falsas habladurías, sin sentido, como aconteció, en el comienzo, con las primeras crecientes del río, con lluvias que no escapaban, todos temieron el fin del mundo, decían: que nuestro padre había sido el elegido como Noé, y que por lo tanto con la canoa se había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi padre, yo no podía condenarlo. Y apuntaban ya en mí las primeras canas.

Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre ponía ausencia: y el río -río- río, el río ponía perpetuidad. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo demorarse. Yo mismo tenía achaques, ansias, cansancios, torpezas del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. Por más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear en su vigor, a dejar que la canoa se volcase o que flotase sin pulso, en el andar del río, para despeñarse, horas abajo y en el estruendo y en la caída de la cascada brava con hervor y muerte. Apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy inculpado de lo que no sé, con herida abierta dentro. Sabría, si las cosas fueran distintas. Y fui madurando una idea.

Sin demorarme. ¿Soy loco? No. En nuestra casa la palabra loco no se usaba, nunca más se usó, los años todos, nunca a nadie se acusó de loco. Nadie es loco. O, entonces, todos. Lo fui, porque fui allá. Con un pañuelo, para hacer más visible la señal. Estaba en mis cabales. Esperé. Por fin él apareció, ahí y allá, el bulto. Estaba ahí, sentado en la popa, estaba allí, a la voz. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, jurando y declarando, tuve que reforzar la voz:

-“Padre, usted está viejo, ya cumplió lo suyo… Ahora usted viene, no precisa más… Usted viene, y yo, ahora mismo, cuando quiera, los dos de acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa…!”

Y, así diciendo, mi corazón batió en el compás seguro.

Él me escuchó. Se levantó. Manejó el remo, en el agua, de proa hacia acá, conforme. Y yo temblé, hondo, de repente: porque antes, él había erguido el brazo y hecho un saludo -el primero, después de tantos años transcurridos. Yo no podía… Con pavor, erizados los cabellos, corrí, huí, me arranqué de ahí en un proceder desatinado. Porque me pareció que él venía: de la parte del más allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo un perdón.

Sufrí el severo frío de los miedos, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy hombre, después de este perjurio? Soy el que no fue, el que va a callar. Sé que ahora es tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo. Pero entonces, al menos, que, en el capítulo de la muerte, me agarren y me depositen también en una simple canoa, en esa agua, que no cesa, de extendidas orillas: y, ya, río abajo, río afuera, río adentro -el río.

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