VI / LA TERCERA ORILLA DEL RÍO
Nuestro padre era hombre
cumplidor, de orden, positivo y fue así desde jovencito y niño, por lo que
testimoniaron las diversas personas sensatas, cuando indagué la información. En
lo que yo mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni más triste que los
otros, conocidos nuestros. Solamente quieto. Era nuestra madre la que mandaba y
quien a diario regañaba a mi hermana, a mi hermano y a mí. Pero ocurrió que,
cierto día, nuestro padre mandó que se le hiciera una canoa.
Era en serio. Encargó la
canoa, una especial, de palo vinhático, pequeña, sólo con la tablita de popa,
como para caber justo el remero. Tuvo que ser toda fabricada, elegida fuerte y
arqueada en rígido, apropiada para durar en el agua unos veinte o treinta años.
Nuestra madre mucho renegó contra la idea. ¿Sería que él, que no se ocupaba de
esas artes, se iba a proponer ahora pesquerías y cacerías? Nuestro padre no
hablaba. Nuestra casa, en ese tiempo, estaba aun más próxima al río, cosa de
menos de cuarto de legua: el río por ahí se extendía grande, hondo, callado
siempre. Ancho, de no poder verse la otra orilla. Y no puedo olvidarme el día
en que la canoa estuvo terminada.
Sin alegría, sin
inquietud, nuestro padre se caló el sombrero y decidió un adiós. No dijo otras
palabras, ni llevó provisión y ropa, ni hizo ninguna recomendación. Nuestra
madre, pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida,
mordió el labio y bramó: -“¡Vete, puedes quedarte, no vuelvas más!”. Nuestro
padre contuvo la respuesta. Me miró, manso, haciendo ademán de que lo
acompañara, sólo algunos pasos. Temí la ira de mi madre, pero, de golpe,
mañoso, obedecí. El rumbo de aquello me animaba, me asaltaba una idea y
pregunté: -“Padre, ¿usted me lleva también en esa canoa suya?”. Volvió a
mirarme y me dio la bendición, con un gesto me mandó de vuelta. Hice como que
vine, pero volví a la gruta del monte para saber. Nuestro padre entró en la
canoa, la desamarró para remar. Y la canoa salió alejándose, lo mismo su
sombra, como un yacaré, extendida larga.
Nuestro padre no volvió.
No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de permanecer en aquellos
espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para no salir de ella
nunca más. Lo extraño de esa verdad espantó a la gente. Aquello que no había, acontecía.
Los parientes, vecinos y conocidos nuestros, se reunieron, y juntos se
aconsejaron.
Nuestra madre,
avergonzada, se portó con mucha cordura; por eso todos atribuyeron a nuestro
padre el motivo del que no querían hablar: locura. Unos consideraban que podía
tratarse del cumplimiento de alguna promesa o que, nuestro padre, tal vez, por
escrúpulo de alguna enfermedad, como ser la lepra, desertaba para otra suerte
de vida, cerca y lejos de su familia.
Las voces de las noticias
eran dadas por ciertas personas -pasantes, moradores de las riberas, incluso de
la lejanía del otro lado- diciendo que nuestro padre nunca se asomaba a buscar
tierra, en ningún punto o rincón, ni de día, ni de noche, y del modo como
cursaba el río, libre, solitario. Entonces, nuestra madre y los parientes
nuestros concluyeron: que las provisiones que estuvieran escondidas en la canoa
se gastarían; y él, o desembocaba y se alejaba yéndose para siempre, lo que por
lo menos se condecía con lo correcto, o se arrepentía, de una vez, y volvía a
casa.
Eso era un engaño. Yo
mismo cumplía con llevarle, cada día, un tanto de comida hurtada: idea que
tuve, ya en la primera noche, cuando nuestra gente experimentó con prender
fogatas a la orilla del río, mientras que a su claridad, se rezaba y se
llamaba. Después, seguido, aparecí con piloncillo, broa de maíz, racimo de
plátanos. Avisté a nuestro padre, al fin de una hora, muy costosa de
transcurrir: así solo, él allá a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa,
detenida en el liso del río. Me vio, no remó hacia acá, no hizo señas. Le
enseñé la comida, la deposité en una cueva de piedras en la barranca, a salvo
de bichos, de lluvia y rocío. Eso, hice y rehice siempre, mucho tiempo.
Sorpresa que más tarde tuve: nuestra madre sabía de esa agencia, sólo que
disimulaba no saberla; ella misma dejaba, facilitadas, sobras de cosas, para
que yo las consiguiese. Nuestra madre no se manifestaba mucho.
Hizo venir a nuestro tío,
su hermano, para auxiliar en la hacienda y en los negocios. Encomendó al cura
que un día se paramentase, en la orilla, para conjurar y rogar a nuestro padre
que desistiera de la entristecedora porfía. Otra vez, por disposición de ella,
para amedrentar, vinieron los dos soldados. Todo lo cual no valió de nada.
Nuestro padre pasaba a lo largo, cruzando en la canoa, sin dejar que se
acercase nadie a la mano o a la voz. Incluso cuando estuvieron, no hace mucho,
dos hombres del periódico, que trajeron lancha y pretendían retratarlo, no
vencieron: nuestro padre desaparecía por el otro lado, aproaba la canoa en el
brezal, de leguas, que hay, por entre juncos y matorrales, y él sólo conocía, a
palmos, su oscuridad.
Uno tuvo que
acostumbrarse a aquello. A las penas, que trajo aquello, uno nunca se
acostumbró, es verdad. Lo sé por mí, que lo que quería, y lo que no quería,
sólo con nuestro padre lo hallaba; esto tironeaba para atrás mis pensamientos.
Lo duro era no entender, de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de
noche, con sol o aguacero, calor, escarcha, y en los terribles fríos de la
mitad del año, sin protección, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, por
todas las semanas, y meses, y los años -sin tener en cuenta su irse del vivir.
No bajaba en ninguna de las orillas, ni en las islas y los bajíos del río,
nunca más piso suelo o pasto. Claro, que al menos, para dormir, supongo, él
debería amarrar la canoa en alguna punta de la isla, en lo escondido. Pero ni
prendía fueguito en la playa, ni disponía de luz fabricada, nunca más frotó
fósforo. Lo que comía era un casi; aun de lo que uno depositaba entre las
raíces de la gameleira o en la gruta de la barranca, él recogía poco, ni lo
suficiente. ¿No enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para tener
derecha la canoa, resistente, aun en la demasía de las arroyadas, en el subir
de las aguas, ahí cuando, en la embestida de la enorme corriente del río, todo
arrolla el peligroso, aquellos cuerpos de animales muertos y troncos de árboles
bajando -en espanto, en encuentro. Y jamás habló palabra con persona alguna.
Nosotros, tampoco, hablamos más de él. Sólo pensábamos. No, nuestro padre no
podía borrársenos; y si, por un rato, uno hacía como que olvidaba, era apenas
para despertarse de nuevo, de repente, con la memoria, al provocarse otros
sobresaltos.
Se casó mi hermana;
nuestra madre no quiso fiesta. Uno pensaba en él, cuando se comía comida más
sabrosa; también, abrigados de noche, en el desamparo de esas noches de mucha
lluvia, fría, fuerte, y nuestro padre sólo con la mano y una calabaza para ir
vaciando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro
encontraba que me iba pareciendo más a nuestro padre. Pero yo sabía que él
ahora se había vuelto greñudo, barbón, con uñas grandes, enfermo y flaco, negro
por el sol y por los pelos, con aspecto de bicho, casi desnudo, aunque disponía
de prendas de ropa que de cuando en cuando se le proporcionaban.
Y no quería saber de
nosotros; ¿no nos tenía afecto? Justamente por afecto, por respeto, las veces
que me alababan a causa de alguna acción mía, yo siempre decía: “Fue papá el
que un día me enseñó a hacerlo así…”; lo que no era cierto, exacto; era mentira,
por verdad. ¿Si él no se acordaba, ni quería saber más de nosotros, por qué,
entonces, no subía o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo no
encontrable? Sólo él sabía. Pero mi hermana tuvo un niño, ella porfió que
quería mostrarle el nieto. Fuimos todos al barranco, fue un lindo día, mi
hermana con vestido blanco, el del casamiento; ella levantaba en los brazos la
criaturita, el marido sostuvo, para protegerlos, la sombrilla. Nosotros
llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, nosotros
todos lloramos, allí, abrazados.
Mi hermana se mudó, con
el marido, lejos. Mi hermano se decidió y se fue, para una ciudad. Los tiempos
cambiaban en la lenta prisa del tiempo. Nuestra madre acabó yéndose también,
para siempre a residir con mi hermana. Había envejecido. Yo me quedé, el único.
Nunca podría casarme. Yo permanecí, con los bagajes de la vida. Nuestro padre
me necesitaba, lo sé -en su vagar por el río por el yermo- sin dar razón de su
actitud. Cuando yo quise saber, y, resuelto, indagué, me dijeron lo que se
decía: nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que
le preparó la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto, nadie que
supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las falsas habladurías, sin sentido,
como aconteció, en el comienzo, con las primeras crecientes del río, con
lluvias que no escapaban, todos temieron el fin del mundo, decían: que nuestro
padre había sido el elegido como Noé, y que por lo tanto con la canoa se había
anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi padre, yo no podía condenarlo. Y
apuntaban ya en mí las primeras canas.
Soy hombre de tristes
palabras. ¿De qué tenía yo tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre ponía
ausencia: y el río -río- río, el río ponía perpetuidad. Yo sufría ya el
comienzo de la vejez -esta vida era sólo demorarse. Yo mismo tenía achaques,
ansias, cansancios, torpezas del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer
demasiado. Por más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear en su
vigor, a dejar que la canoa se volcase o que flotase sin pulso, en el andar del
río, para despeñarse, horas abajo y en el estruendo y en la caída de la cascada
brava con hervor y muerte. Apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi
tranquilidad. Soy inculpado de lo que no sé, con herida abierta dentro. Sabría,
si las cosas fueran distintas. Y fui madurando una idea.
Sin demorarme. ¿Soy loco?
No. En nuestra casa la palabra loco no se usaba, nunca más se usó, los años
todos, nunca a nadie se acusó de loco. Nadie es loco. O, entonces, todos. Lo
fui, porque fui allá. Con un pañuelo, para hacer más visible la señal. Estaba
en mis cabales. Esperé. Por fin él apareció, ahí y allá, el bulto. Estaba ahí,
sentado en la popa, estaba allí, a la voz. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé,
lo que me urgía, jurando y declarando, tuve que reforzar la voz:
-“Padre, usted está
viejo, ya cumplió lo suyo… Ahora usted viene, no precisa más… Usted viene, y
yo, ahora mismo, cuando quiera, los dos de acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de
usted, en la canoa…!”
Y, así diciendo, mi
corazón batió en el compás seguro.
Él me escuchó. Se
levantó. Manejó el remo, en el agua, de proa hacia acá, conforme. Y yo temblé,
hondo, de repente: porque antes, él había erguido el brazo y hecho un saludo
-el primero, después de tantos años transcurridos. Yo no podía… Con pavor,
erizados los cabellos, corrí, huí, me arranqué de ahí en un proceder
desatinado. Porque me pareció que él venía: de la parte del más allá. Y estoy
pidiendo, pidiendo, pidiendo un perdón.
Sufrí el severo frío de
los miedos, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy hombre, después de este
perjurio? Soy el que no fue, el que va a callar. Sé que ahora es tarde, y temo
concluir mi vida en la mezquindad del mundo. Pero entonces, al menos, que, en
el capítulo de la muerte, me agarren y me depositen también en una simple
canoa, en esa agua, que no cesa, de extendidas orillas: y, ya, río abajo, río
afuera, río adentro -el río.
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