domingo

JORGE LUIS BORGES, UN POETA EN LA PENUMBRA

por Virginia Moratiel
Dicen desde antiguo que los poetas ciegos pierden la vista para lo externo, que el mundo se les difumina en la indiferencia de colores y figuras, pero ganan la visión interior, la puramente espiritual. Eso los asemeja a los adivinos. De hecho, el primer poeta griego, Homero, y el enigmático augur de las tragedias clásicas, Tiresias, eran invidentes. Como aquellos seres, entre míticos y humanos, Borges, el poeta que poco a poco se quedó ciego, fue capaz de ahondar en la realidad desdibujándola, para atravesarla y alcanzar su esencia ideal, siempre más allá. Consciente de que el tiempo le arrancó los ojos –como el propio Demócrito lo hizo consigo– simplemente para poder pensar, elogió la sombra y aceptó las tinieblas como parte de un destino que se resiste al olvido. Aunque quizás fue más admirado como cuentista, buscó desde joven la luz en la poesía intuyendo en ella el acceso al auténtico conocimiento. Primero se apoyó en la fantasía, luego aquilató la metáfora, más tarde sus recuerdos, hasta que por fin se internó en la vía metafísica. Y a medida que aumentaba su incredulidad ante el mundo, más se cobijaba en un intimismo autobiográfico y, a la vez, paradójico, por ser escéptico incluso de su propio yo.

Lo han despojado del diverso mundo,

de los rostros, que son lo que eran antes.
De las cercanas calles, hoy distantes,
y del cóncavo azul, ayer profundo.

De los libros le queda lo que deja

la memoria, esa forma del olvido
que retiene el formato, el sentido,
y que los meros títulos refleja.

El desnivel acecha. Cada paso

puede ser la caída. Soy el lento
prisionero de un tiempo soñoliento

que no marca su aurora ni su ocaso.

Es de noche. No hay otros. Con el verso
debo labrar mi insípido universo.


Siendo niño, Borges creció aislado, casi a contrapelo de su entorno, recluido por gusto propio entre los libros de su padre. Realizó sus primeros estudios con una institutriz inglesa y acudió al colegio público cuando ya tenía nueve años. Para entonces era bilingüe, había escrito un relato y traducido El príncipe feliz de Oscar Wilde. Su aspecto atildado, tímido, de ratón de biblioteca, era objeto de burlas entre sus compañeros. Cuando siendo un adolescente viajó con sus familiares a Ginebra para que su padre recibiese tratamiento oftalmológico, ya que padecía la misma enfermedad que con el tiempo lo aquejó a él, se vieron sorprendidos por la Primera Guerra Mundial y obligados a permanecer en Suiza hasta el final de la contienda. Así es como Borges continuó en esa condición de refugiado que desde un comienzo se había impuesto, sumergiéndose en su interior. De esta época datan sus primeros poemas, hechos públicos por entonces en España y destinados a componer un libro que el propio autor más tarde se negó a editar. Mientras seguía aprendiendo idiomas (el alemán –como gustaba decir– para poder leer a Schopenhauer) y estudiaba el bachillerato, imbuido de ambiente protestante, Borges descubría la narrativa realista, a los simbolistas franceses, y reflejaba en su poesía –ahora en un lenguaje claramente expresionista– sus emociones ante una lucha a la que nunca asistió y que sólo podía entrever con su imaginación. A la vez, espiaba por el rabillo del ojo, e incluso elogiaba, la también lejana Revolución rusa.


Cuando el peligro de la conflagración pasó y la familia consiguió llegar a España, donde vivieron tres años deambulando de una ciudad a otra, el joven logró publicar sus poemas y sus críticas literarias en distintas revistas, como Grecia o Ultra, y establecer contactos con poetas y escritores vanguardistas, asistiendo, por ejemplo, a las tertulias de Rafael Cansinos Assens en el Café Colonial de Madrid. Así fue como se convirtió al ultraísmo, que luego introdujo en Argentina, aunque pronto renegó de él. En su afán de ser moderno, buscó entonces la economía de la expresión: sin anécdota, sin lazos entre palabras, sin rima ni puntuación, lo cual volvió críptica su poesía. Ocultó los sentimientos tras ampulosas metáforas, imágenes innovadoras o vocablos inusitados y, con ello, una vez más evadió la vida objetiva para parapetarse, nihilista, en su interioridad.

Benjuí de tu presencia
que iré quemando luego en el recuerdo
y miradas felices
de bordear tu vivir
Afuera hay un ocaso joya oscura
engastada en el tiempo
que redime las calles humilladas
y una honda ciudad ciega
de hombres que no te vieron
La tarde calla o canta
Alguien descrucifica los acordes
clavados en el piano
siempre la multitud de tu belleza
en claro esparcimiento sobre mi alma.

El retorno a Buenos Aires le cambió nuevamente el estilo y los registros. Pensó que su “deber era escribir como argentino” y, ayudado por un diccionario, plagó su lírica de palabras que ya nadie entendía. Era evidente que con este localismo no plasmaba su entorno inmediato ni tampoco el que correspondía a un escritor de buena familia, cercano al “Grupo Florida”, pese a su decidida admiración por Macedonio Fernández. En ese redescubrimiento fervoroso de su ciudad natal, Borges no sólo se refería a las zonas más tradicionales donde habitaba la oligarquía, sino que mostraba una preferencia por los arrabales, donde guapos y compadritos se desafiaban con cuchillos, por los barrios de viviendas bajas con zaguán, patio y aljibe, donde crecían olorosos jazmines, madreselvas y malvones, como en aquella casa de su infancia. Y de este modo, no sólo apelaba a los recuerdos para retener lo que en su vida ya era marginal y presto a la exclusión, sino a una memoria ancestral, capaz de enraizar su larga condición de expatriado, aportarle un pasado (de espadas y libros –como él mismo dijo–), que habría de convertirse finalmente en mito:

Un almacén rosado como revés de naipe

brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

El primer organito salvaba el horizonte

con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,
algún piano mandaba tangos de Saborido.

Una cigarrería sahumó como una rosa

el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:

la juzgo tan eterna como el agua y el aire.


Tras los tres primeros poemarios –Fervor de Buenos AiresLuna de enfrente y Cuaderno de San Martín–, en los que Borges perfila los temas en torno a los cuales girará hasta el término de su vida, transcurren treinta años para que vuelva a la lírica. Mientras tanto, inicia su colaboración con la revista Sur y su fructífera amistad con Victoria Ocampo, su hermana Silvina y Bioy Casares. A partir de entonces, escribe crítica literaria, que completará más tarde con ensayos y clases de historia de las literaturas inglesa y alemana en distintas universidades, y se dedica a la traducción, por ejemplo, de la obra de su admirado Walt Whitman. En el campo de la ficción, se entrega a la narrativa fantástica, advocando un estilo peculiar: el de los cuentos-trampa, donde comenta libros inexistentes, reúne lo real y lo fingido, inventa recuerdos, crea zoologías inverosímiles, ontologías imaginarias y simula genealogías, gramáticas, geografías y geometrías novelescas. En esta época empieza también su carrera como bibliotecario, a la cual se lo fuerza a renunciar mediante un nombramiento de inspector de mercados de aves de corral, debido a su antiperonismo. Finalmente la culminará con el cargo de director de la Biblioteca Nacional. Demasiado tarde, porque el hombre que concebía el Paraíso como una biblioteca, se encontraba sumido ya en la penumbra:

Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.

El Hacedor inicia la segunda etapa de su lírica con un estilo más clásico y sencillo, una vuelta a la rima, al soneto, al uso de metros tradicionales: el verso alejandrino, el endecasílabo y el heptasílabo. Como diría Schopenhauer, Borges se da cuenta de que no todo lo nuevo es bueno. También se siente más seguro de su visión del mundo y del modo de expresarla. Por eso, en esta etapa resurgen con insistencia los temas anteriores (incluso en los poemas dedicados a personajes históricos, a escritores, a amigos). Es cierto que el repertorio se amplía con gestas de ingleses y vikingos, pero las cuestiones de fondo vuelven a entrecruzarse con los actuales focos de interés. Y a la vez, éstas se delinean y se bifurcan, ya que, por un lado, aparecen las milongas y, por otro, se fortalece la poesía metafísica. La filosofía avanza entonces hacia el proscenio para preguntarse por la realidad exterior, Dios o lo eterno, y concluir en la perplejidad de un subjetivismo radical como el de Berkeley:

Yo soy el único espectador de esta calle;
si dejara de verla, se moriría.

Desde la profundidad tenebrosa de la caverna, ahora resuenan los ecos de las voces de Platón y Schopenhauer, para advertir que la realidad de los sentidos es pura quimera e ilusión, el producto mental de un ser tan vano como vanidoso:

Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso nos alarman.

En su falta de limitación, el ansia de saber y la soberbia humanas pueden conducir a la construcción intelectual de Dios, como de algún modo lo pretendió Spinoza, pero al final ésta resulta ser un intento fallido que apuntala el nihilismo. El alquimista que pretende penetrar en las leyes del mundo y de la vida para manejarlas a su antojo ni siquiera es capaz de servirse de ellas para su propio beneficio:

Y mientras cree tocar enardecido
el oro aquel que matará a la Muerte,
Dios, que sabe de alquimia, lo convierte
en polvo, en nadie, en nada y en olvido.

El auténtico conocimiento nos enfrenta a cara descubierta con la duda, la ambigüedad, la desilusión y el desconcierto que provoca nuestra propia precariedad ante un mundo siempre cambiante que nos excede en infinidad de aspectos. En este punto, Borges recoge el escepticismo nostálgico del mejor tango, el que enseña que “todo es mentira”, que nada tiene sentido, que el absurdo es esencial. Por eso, la existencia se le presenta como un laberinto, cuyos arduos corredores no tienen fin. Lo que parece libertad sólo es azar o destino, de los que ni siquiera consigue sustraerse el mismo Hacedor. Ante ello, más que el lamento, cabe la ironía:

Dios mueve al jugador, y éste, a la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?

A eso se suma la falta de estabilidad de nuestra propia existencia. Nuestro ser se desgrana no sólo por su carácter efímero sino porque en cada uno parecen estar todos los demás, que también se diluyen hacia la nada, si no fueran redimidos por la palabra poética que los convierte en símbolo:

Yo soy los otros. Yo soy todos aquellos
que ha rescatado tu obstinado rigor.
Soy los que conoces y los que salvas.

El tiempo, nuestra sustancia, es lo que nos impide saber quiénes somos: esa fugacidad del instante que fluye, como el río de Heráclito, sin jamás retornar. Ni siquiera la memoria consigue sortear su transitoriedad, porque también ella entraña una especie de olvido, que, al final, desearíamos que nos absorbiese de manera integral para escapar de la soledad, el dolor, la culpa, el miedo y la muerte, que acechan en el transcurso de la travesía:

El rostro que se mira en los gastados
espejos de la noche no es el mismo.
El hoy es fugaz, es tenue y es eterno.
Otro Cielo no esperes ni otro Infierno.

Y ante la imposibilidad de escapar a esta trampa del destino…
La puerta del suicidio está abierta, pero los teólogos afirman
                     que en la sombra ulterior del otro reino, estaré yo,
                     esperándome.


(El vuelo de la lechuza / 21-11-2017)

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