Dicen desde antiguo que los poetas
ciegos pierden la vista para lo externo, que el mundo se les difumina en la
indiferencia de colores y figuras, pero ganan la visión interior, la puramente espiritual. Eso los
asemeja a los adivinos. De hecho, el primer poeta griego, Homero, y el enigmático augur de las tragedias
clásicas, Tiresias, eran invidentes. Como
aquellos seres, entre míticos y humanos, Borges, el poeta que poco a poco se
quedó ciego, fue capaz de ahondar en la realidad
desdibujándola, para atravesarla y alcanzar su esencia ideal,
siempre más allá. Consciente de que el tiempo le arrancó los ojos –como el
propio Demócrito lo hizo consigo– simplemente para poder pensar, elogió la
sombra y aceptó las tinieblas como parte de un destino que
se resiste al olvido. Aunque quizás fue más admirado como cuentista, buscó
desde joven la luz en la poesía intuyendo en ella el acceso al auténtico
conocimiento. Primero se apoyó en la fantasía, luego aquilató la metáfora, más
tarde sus recuerdos, hasta que por fin se internó en la vía metafísica. Y a
medida que aumentaba su incredulidad ante el mundo, más se cobijaba en un
intimismo autobiográfico y, a la vez, paradójico, por ser escéptico incluso de
su propio yo.
Lo han despojado
del diverso mundo,
de los rostros, que son lo que eran antes.
De las cercanas calles, hoy distantes,
y del cóncavo azul, ayer profundo.
De los libros le
queda lo que deja
la memoria, esa forma del olvido
que retiene el formato, el sentido,
y que los meros títulos refleja.
El desnivel acecha.
Cada paso
puede ser la caída. Soy el lento
prisionero de un tiempo soñoliento
que no marca su
aurora ni su ocaso.
Es de noche. No hay otros. Con el verso
debo labrar mi insípido universo.
Siendo niño, Borges creció aislado, casi a contrapelo de su entorno,
recluido por gusto propio entre los libros de su padre. Realizó sus primeros
estudios con una institutriz inglesa y acudió al colegio público cuando ya
tenía nueve años. Para entonces era bilingüe, había escrito un relato y
traducido El príncipe feliz de Oscar
Wilde. Su aspecto atildado, tímido, de ratón de biblioteca, era objeto de
burlas entre sus compañeros. Cuando siendo un adolescente viajó con sus
familiares a Ginebra para que su padre recibiese tratamiento oftalmológico, ya
que padecía la misma enfermedad que con el tiempo lo aquejó a él, se vieron
sorprendidos por la Primera Guerra Mundial y obligados a permanecer en Suiza
hasta el final de la contienda. Así es como Borges continuó en esa condición de
refugiado que desde un comienzo se había impuesto, sumergiéndose en su interior. De esta época datan sus
primeros poemas, hechos públicos por entonces en España y destinados a componer
un libro que el propio autor más tarde se negó a editar. Mientras seguía
aprendiendo idiomas (el alemán –como gustaba decir– para poder leer a Schopenhauer) y estudiaba el bachillerato, imbuido de
ambiente protestante, Borges descubría la narrativa realista, a los simbolistas
franceses, y reflejaba en su poesía –ahora en un lenguaje claramente
expresionista– sus emociones ante una lucha a la que nunca asistió y que sólo
podía entrever con su imaginación. A la vez, espiaba por el rabillo del ojo, e
incluso elogiaba, la también lejana Revolución rusa.
Cuando el peligro de la conflagración
pasó y la familia consiguió llegar a España, donde
vivieron tres años deambulando de una ciudad a otra, el joven logró publicar
sus poemas y sus críticas literarias en distintas revistas, como Grecia o Ultra, y establecer
contactos con poetas y escritores vanguardistas, asistiendo, por ejemplo, a las
tertulias de Rafael Cansinos Assens en el
Café Colonial de Madrid. Así fue como se convirtió al ultraísmo, que luego
introdujo en Argentina, aunque pronto renegó de él. En su afán de ser moderno,
buscó entonces la economía de la expresión: sin anécdota, sin lazos entre
palabras, sin rima ni puntuación, lo cual volvió críptica su poesía. Ocultó los
sentimientos tras ampulosas metáforas, imágenes innovadoras o vocablos
inusitados y, con ello, una vez más evadió la vida objetiva para parapetarse,
nihilista, en su interioridad.
Benjuí de tu
presencia
que iré quemando
luego en el recuerdo
y miradas felices
de bordear tu vivir
Afuera hay un ocaso
joya oscura
engastada en el
tiempo
que redime las calles
humilladas
y una honda ciudad
ciega
de hombres que no
te vieron
La tarde calla o
canta
Alguien
descrucifica los acordes
clavados en el
piano
siempre la multitud
de tu belleza
en claro
esparcimiento sobre mi alma.
El retorno a Buenos Aires le cambió nuevamente el estilo y los
registros. Pensó que su “deber era escribir como argentino” y, ayudado por un
diccionario, plagó su lírica de palabras que ya nadie entendía. Era evidente
que con este localismo no plasmaba su entorno inmediato ni tampoco el que
correspondía a un escritor de buena familia, cercano al “Grupo Florida”, pese a
su decidida admiración por Macedonio Fernández. En ese redescubrimiento
fervoroso de su ciudad natal, Borges no sólo se refería a las zonas más
tradicionales donde habitaba la oligarquía, sino que mostraba una preferencia
por los arrabales, donde guapos y compadritos se desafiaban con cuchillos, por
los barrios de viviendas bajas con zaguán, patio y aljibe, donde crecían
olorosos jazmines, madreselvas y malvones, como en aquella casa de su infancia.
Y de este modo, no sólo apelaba a los recuerdos para retener lo que en su vida
ya era marginal y presto a la exclusión, sino a una memoria ancestral, capaz de
enraizar su larga condición de expatriado, aportarle un pasado (de espadas y
libros –como él mismo dijo–), que habría de convertirse finalmente en mito:
Un almacén rosado
como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.
El primer organito
salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,
algún piano mandaba tangos de Saborido.
Una cigarrería
sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.
A mí se me hace
cuento que empezó Buenos Aires:
la juzgo tan eterna como el agua y el aire.
Tras los tres primeros poemarios –Fervor de Buenos Aires, Luna de
enfrente y Cuaderno de San Martín–,
en los que Borges perfila los temas en torno a los cuales girará hasta el
término de su vida, transcurren treinta años para que vuelva a la lírica.
Mientras tanto, inicia su colaboración con la revista Sur y su fructífera amistad con Victoria Ocampo,
su hermana Silvina y Bioy Casares. A
partir de entonces, escribe crítica literaria, que completará más tarde con
ensayos y clases de historia de las literaturas inglesa y alemana en distintas
universidades, y se dedica a la traducción, por ejemplo, de la obra de su
admirado Walt Whitman. En el campo de la ficción, se entrega a
la narrativa fantástica, advocando un estilo peculiar: el de los
cuentos-trampa, donde comenta libros inexistentes, reúne lo real y lo fingido,
inventa recuerdos, crea zoologías inverosímiles, ontologías imaginarias y
simula genealogías, gramáticas, geografías y geometrías novelescas. En esta
época empieza también su carrera como bibliotecario, a la cual se lo fuerza a
renunciar mediante un nombramiento de inspector de mercados de aves de corral,
debido a su antiperonismo. Finalmente la culminará con el cargo de director de
la Biblioteca Nacional. Demasiado tarde, porque el hombre que concebía el
Paraíso como una biblioteca, se encontraba sumido ya en la penumbra:
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
El Hacedor inicia la
segunda etapa de su lírica con un estilo más clásico y sencillo, una vuelta a
la rima, al soneto, al uso de metros tradicionales: el verso alejandrino, el
endecasílabo y el heptasílabo. Como diría Schopenhauer, Borges
se da cuenta de que no todo lo nuevo es bueno. También se siente más
seguro de su visión del mundo y del modo de expresarla. Por eso, en esta etapa
resurgen con insistencia los temas anteriores (incluso en los poemas dedicados
a personajes históricos, a escritores, a amigos). Es cierto que el repertorio
se amplía con gestas de ingleses y vikingos, pero las cuestiones de fondo
vuelven a entrecruzarse con los actuales focos de interés. Y a la vez, éstas se
delinean y se bifurcan, ya que, por un lado, aparecen las milongas y, por otro,
se fortalece la poesía metafísica. La filosofía avanza entonces hacia el
proscenio para preguntarse por la realidad exterior, Dios o lo eterno, y
concluir en la perplejidad de un subjetivismo radical como el de Berkeley:
Yo soy el único espectador de esta calle;
si dejara de verla, se moriría.
Desde la profundidad tenebrosa de la
caverna, ahora resuenan los ecos de las voces de Platón y Schopenhauer, para advertir que la realidad de
los sentidos es pura quimera e ilusión, el producto mental de un ser tan vano
como vanidoso:
Dios ha creado las noches que se arman
de sueños y las formas del espejo
para que el hombre sienta que es reflejo
y vanidad. Por eso nos alarman.
En su falta de limitación, el ansia
de saber y la soberbia humanas pueden conducir a la construcción intelectual de
Dios, como de algún modo lo pretendió Spinoza, pero al
final ésta resulta ser un intento fallido que apuntala el nihilismo. El
alquimista que pretende penetrar en las leyes del mundo y de la vida para
manejarlas a su antojo ni siquiera es capaz de servirse de ellas para su propio
beneficio:
Y mientras cree tocar enardecido
el oro aquel que matará a la Muerte,
Dios, que sabe de alquimia, lo convierte
en polvo, en nadie, en nada y en olvido.
El auténtico conocimiento nos
enfrenta a cara descubierta con la duda, la ambigüedad, la
desilusión y el desconcierto que provoca nuestra propia
precariedad ante un mundo siempre cambiante que nos excede en infinidad de
aspectos. En este punto, Borges recoge el escepticismo nostálgico del
mejor tango, el que enseña que “todo es mentira”, que nada tiene
sentido, que el absurdo es esencial. Por eso, la existencia se le presenta como
un laberinto, cuyos arduos corredores no tienen fin. Lo que parece libertad
sólo es azar o destino, de los que ni siquiera consigue sustraerse el mismo
Hacedor. Ante ello, más que el lamento, cabe la ironía:
Dios mueve al jugador, y éste, a la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?
A eso se suma la falta de estabilidad de nuestra propia existencia.
Nuestro ser se desgrana no sólo por su carácter efímero sino porque en cada uno
parecen estar todos los demás, que también se diluyen hacia la nada, si no
fueran redimidos por la palabra poética que los convierte en símbolo:
Yo soy los otros. Yo soy todos aquellos
que ha rescatado tu obstinado rigor.
Soy los que conoces y los que salvas.
El tiempo, nuestra
sustancia, es lo que nos impide saber quiénes somos: esa fugacidad del instante
que fluye, como el río de Heráclito, sin jamás retornar. Ni siquiera la memoria
consigue sortear su transitoriedad, porque también ella entraña una especie de
olvido, que, al final, desearíamos que nos absorbiese de manera integral para
escapar de la soledad, el dolor, la culpa, el miedo y la muerte, que acechan en
el transcurso de la travesía:
El rostro que se mira en los gastados
espejos de la noche no es el mismo.
El hoy es fugaz, es tenue y es eterno.
Otro Cielo no esperes ni otro Infierno.
Y ante la imposibilidad de escapar a esta trampa del destino…
La puerta del suicidio está abierta, pero los
teólogos afirman
que en la sombra ulterior del otro reino, estaré yo,
esperándome.
(El vuelo de la lechuza / 21-11-2017)
No hay comentarios:
Publicar un comentario