por David Dorembaum
EN LA ACTUALIDAD, el
espacio en el que se desenvuelve la conversación entre dos personas se ha ido
colapsando de tal manera que hemos llegado al punto de preferir enviar un texto
o un correo electrónico en lugar de tener una conversación cara a cara, o de
comunicarnos por teléfono. Sin duda, estas formas de comunicación son muy
eficaces, pero limitan el diálogo espontáneo en el que jugamos con las ideas,
exponemos nuestra vulnerabilidad, aprendemos los unos de los otros, superamos traumas
juntos. El lenguaje tecnológico lo devora todo. Incluso la gramática freudiana,
como apunta Sherry Turkle, profesora de estudios sociales en ciencia y
tecnología del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Entonces, ¿adónde se ha
ido el inconsciente?
Hace poco me disponía
a acomodarme en mi asiento del avión cuando me di cuenta de que una joven
sentada al otro extremo de la fila en la que yo me encontraba estaba
visiblemente inquieta. “No se alarme”, me dijo disculpándose con reserva al
notar que la observaba. “En breve me van a cambiar de lugar, el avión me
provoca ataques de pánico y algunas veces siento ganas intensas de vomitar”. En
situaciones como esta, el dilema que me persigue es si revelar que soy
psicoanalista y que son precisamente este tipo de síntomas los que estudio, o
callarme y no decir nada. Al final resolví simplemente por responder con un
gesto afirmativo de aprobación. “No se preocupe”, le dije. “Por mi parte, puede
usted permanecer en su asiento, lo único que le pido es que si tiene la
necesidad imperiosa de devolver, voltee la cabeza hacia el otro lado ya que no
viajo con cambios de ropa adicionales”.
Le sugerí, además,
que considerara tener a mano la bolsa de papel que se puede encontrar en el
respaldo del asiento de enfrente para casos de emergencia. Al escucharme, la
joven fijó intensamente su mirada en la mía. En ese momento de la conversación,
su sonrisa sutil me confirmó que nuestro intercambio había sido bien recibido.
Quizá le hizo gracia lo inesperado de mi reacción. De hecho, optó por aferrarse
a la bolsa de papel y la sostuvo como quien tiene en sus manos un talismán con
poderes curativos. Efectivamente, en breve empezó a bostezar y gradualmente se
sumergió en un estado de sueño tan profundo que a la hora de servirse la cena
yo insistí en que no se la despertara. ¿Cómo explicar el dramatismo de este
viraje tan súbito de un estado de profunda ansiedad al de su relajación
hipnótica? Después de todo, nuestra conversación -y la experiencia emocional
que compartimos- aunque limitada, abrió un espacio capaz de facilitar su
transición del terror a la tranquilidad.
Esta escena podría
ser un buen ejemplo de lo que ocurre con el osito de peluche al que se aferran
los niños al separarse del adulto responsable de sus cuidados a la hora de irse
a dormir, en el momento en el que se apaga la luz. El psicoanalista británico
Donald Winnicott estudió en detalle estos objetos evocativos, capaces de
activar un efecto auto-calmante y los denominó objetos transicionales por
encontrarse simbólicamente situados en la zona de la frontera entre el yo del
niño y el de la madre, pero que también podríamos entender como la zona
intermedia entre la realidad y la fantasía. ¿Son acaso nuestros dispositivos
tecnológicos los equivalentes del osito de peluche de la modernidad?
En un artículo
publicado en 1983, que lleva el título de esta columna, el psicoanalista
Theodore Shapiro, de la universidad estadounidense de Cornell, describe un
intercambio breve pero significativo con Emily, de cinco años de edad, cuyos
padres la trajeron a consulta porque padecía de terrores nocturnos. El doctor
Shapiro descubrió que no hacía mucho tiempo, dos de sus primas habían fallecido
en un incendio en una casa de campo y que sus dificultades aparecieron poco
después de esa tragedia. El trauma imposible de ser procesado en su momento
dejó a Emily con la idea de que dormir era equivalente a morirse, y por lo
tanto, su mente asociaba el sueño a peligros mortales. Shapiro logró ayudarla a
crear un espacio en la conversación a partir del cual le fue posible separar
los dos conceptos que de alguna manera habían sido fusionados en su
inconsciente como sinónimos.
En este caso fueron
necesarias las condiciones de una conversación empática, una escucha atenta y
flotante, cara a cara, entre el psicoanalista y el paciente, en un espacio en
el que la niña se sintió segura -como también ocurrió en mi encuentro con la
joven en el avión. No hubo que adentrarse en intervenciones de psicología
profunda. Ambos ejemplos dan testimonio de que el inconsciente aun nos ocupa,
que está presente en nuestras interacciones con otros, en nuestras
conversaciones. Por medio del lenguaje da forma a lo que sentimos y a lo que
pensamos. Es entonces que el subconsciente se manifiesta y nos toma por
sorpresa, retroactivamente, en los momentos en que estas experiencias han
imprimido en nosotros una huella transformadora.
(El País Semanal / 22-7-2018)
(El País Semanal / 22-7-2018)
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