1º edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2018
DEL BARRIO 4
Ya era de noche y el Raza estaba en la cañada. Sin ningunas ganas había ido
hasta la plaza a buscar un niño con una cámara. (Seguro ya se había ido a la
mierda.) “No sé, Brazas. No está”. Habló por su intercomunicador y agarró por
la calle asfaltada.
Unos minutos después arrimó el patrullero al cordón para poder tener una
mejor vista de dos niñas que no pasaban los catorce años. En un válido intento
de parecer grandes, ajustaban sus aun no estrenadas curvas y las balanceaban
como las hamacas que no había en la plaza.
Se mordió el labio inferior y con sus dedos índice y pulgar acarició los
dos mechones de pelo naranja a los que llamaba bigote (uno arriba de cada
enorme comisura).
No les dijo nada, por caballero. Era otro duro día de trabajo y manejaba
con todo su peso apoyado en el volante del patrullero. “Ya vendrá una linda
balacera”, cantó la canción de Cuatro
pesos de propina que sonaba en la radio: “una linda balacera contra toda la
ciudad”. Pocos metros más adelante, otro culo le imantó la vista. Le tocó
bocina:
-¿Todo tranquilo?
-Sí. Gracias, oficial.
-A las órdenes, mi dama.
Quiso poner marcha atrás para deleitarse una vez más con la imponente
exposición de belleza acumulada en ese par de nalgas: y lo hizo. Es que
aquellas negras caderas le hicieron recordar a su mujer. Qué mujer: negra y
bronceada, de labios carnosos y culo tan grande que cuando llueve parte de sus
piernas no se mojan. ¿Qué más se puede pedir?
Tediosos minutos más tarde, por delante del patrullero cruzó un niño
castaño de piel pálida (como asustada). Llevaba entre las ropas tres delicadas
botellitas con muerte. El líquido azul brillante filtraba su luz a través de
las fibras del saco (la misma luz que con el tiempo se filtra a través de la
piel en el dedo inyectado de los fieles consumidores).
-Alguien tiene mucha suerte, eh. Cómo te vas a gozar, mi amigo.
El niño lo miró nervioso y siguió su camino. Sus manos estaban demasiado
limpias como para ser adicto. De seguro las iba a vender: el rey Darío nunca da
puntadas sin hilo.
Tal vez más por curiosidad que por responsable, llevó el vehículo detrás
del niño. En realidad tenía más ganas de irse a la casa que de laburar, pero
sus siete años en la policía (desde los veinte) le decían que debía seguir a
aquella mula de placer porque llevaba demasiada felicidad en sus botellitas.
El semáforo en rojo le dio la oportunidad al sanguinario policía de sacar
una de las guanteras e inyectársela: todas las nubes se agruparon en sus ojos y
le gritaron luz con furia dulce. (Siete segundos de celestial armonía.) Luego,
la radio, bocinas y realidad. Miró por el espejo retrovisor al enojado
conductor de auto de atrás que apartó la mirada inmediatamente al reconocerlo. A
la radio nada le importaba y la canción seguía con su función: Pero: era un sueño no más. La gente se muere
tranquila.
Mientras rearmaba su marcha por la calle donde el niño se había escurrido,
un balazo perforó el final de la canción. Otro. La muerte. Dos balazos (aunque
sonaban mal disparados) siempre son la muerte. Ojalá se equivocara: hoy quería
ir a casa temprano.
DEL BARRIO 6
Cuando Kevin abrió los ojos drogados vio a Mamá Lucha (como tantas veces
antes), Madre de todos los niños, adolescentes y algún joven del barrio. Madre
también del error más grande que puede cometer una madre. Madre de la culpa más
desgarradora que sólo el ser Madre de todo el barrio puede por momentos jugar a
aliviar. Madre que nunca dio ni dará a luz.
Estaba ahí parado sobre la muerte. Literalmente. La suela del zapato se le
empapaba con la sangre del cadáver al que le había robado las botellitas de
Delirio.
Nadie lo culpaba, nadie se sorprendía. Ni siquiera se detenían. Bienvenido
al barrio: así es. Nunca se pareció en lo más mínimo al paraíso, pero desde que
esta maldita droga nueva había aparecido no quedaba casi nadie limpio. ¿Quién
habrá sido el hijo de puta que la metió? Nos cagó la vida a todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario