AUTOPSIA DEL SUPERREALISMO (1)
La inteligencia
capitalista ofrece, entre otros síntomas de su agonía, el vicio del cenáculo.
Es curioso observar cómo las crisis más agudas y recientes del imperialismo
económico, -la guerra, la racionalización industrial, la miseria de las masas,
los cracs financieros y bursátiles, el desarrollo de la revolución obrera, las
insurrecciones coloniales, etc.- corresponden sincrónicamente a una furiosa
multiplicación de escuelas literarias, tan improvisadas como efímeras. Hacia
1924, nacía el expresionismo (Dvorak, Fretzer). Hacia 1915, nacía el cubismo
(Apollinaire, Reverdy). En 1917, nacía el dadaísmo (Tzara, Picabia). En 1924,
el superrealismo (Breton, Ribemont-Dessaignes). Sin contar las escuelas ya
existentes: simbolismo, futurismo, neosimbolismo, unanimismo, etc. Por último,
a partir de la pronunciación superrealista, irrumpe casi mensualmente una nueva
escuela literaria. Nunca el pensamiento social se fraccionó en tantas y tan
fugaces fórmulas. Nunca experimentó un gusto tan frenético y una tal necesidad
por estereotiparse en recetas y clichés, como si tuviese miedo de su libertad o
como si no pudiese producirse en su unidad orgánica. Anarquía y desasgregación
semejantes no se vio sino entre los filósofos y poetas de la decadencia, en el
ocaso de la civilización greco-latina. Las de hoy, a su turno, anuncian una
nueva decadencia del espíritu: el ocaso de la civilización capitalista.
La última escuela de
mayor cartel, el superrealismo, acaba de morir oficialmente.
En verdad, el
superrealismo, como escuela literaria, no representaba ningún aporte
constructivo. Era una receta más de hacer poemas sobre medida, como lo son y
serán las escuelas literarias de todos los tiempos. Más todavía. No era ni
siquiera una receta original. Toda la pomposa teoría y el abracadabrante método
del superrealismo, fueron condensados y vienen de unos cuantos pensamientos
esbozados al respecto por Apollinaire. Basados sobre estas ideas del autor de “Caligramas”,
los manifiestos superrealistas se limitaban a edificar inteligentes juegos de
salón relativos a la escritura automática, a la moral, a la religión, a la
política.
Juegos de salón, he
dicho, e inteligentes también: cerebrales, debiera decir. Cuando el
superrealismo llegó, por la dialéctica ineluctable de las cosas, a afrontar los
problemas vivientes de la realidad -que no dependen precisamente de las
elucubraciones abstractas y metafísicas de ninguna escuela literaria-, el
superrealismo se vio en apuros. Para ser consecuentes con lo que los propios
superrealistas llamaban “espíritu crítico y revolucionario” de este movimiento,
había que saltar al medio de la calle y hacerse cargo, entre otros, del
problema político y económico de nuestra época. El superrealismo se hizo
entonces anarquista, forma esta la más abstracta, mística y cerebral de la
política y la que mejor se avenía con el carácter ontológico por excelencia y
hasta ocultista del cenáculo. Dentro del anarquismo, los superrealistas podían
seguir reconociéndose, pues con él podía convivir y hasta consustanciarse el
orgánico nihilismo de la escuela.
Pero, más tarde, andando
las cosas, los superrealistas llegaron a apercibirse de que, fuera del
catecismo superrealista, había otro método revolucionario, tan “interesante”
como el que ellos proponían: me refiero al marxismo. Leyeron, meditaron y, por
un milagro muy burgués de eclecticismo y de “combinación” inextricable, Breton
propuso a sus amigos la coordinación y síntesis de ambos métodos. Los
superrealistas se hicieron inmediatamente comunistas.
Es sólo en este momento,
-y no antes ni después- que el superrealismo adquiere cierta trascendencia
social. De simple fábrica de poemas en serie, se transforma en un movimiento
político militante y en una pragmática intelectual realmente viva y
revolucionaria. El superrealismo mereció entonces ser tomado en consideración y
calificado como una de las corrientes literarias más vivientes y constructivas
de la época.
Sin embargo, este
concepto no estaba exento de beneficio de inventario. Había que seguir
observando los métodos y disciplinas superrealistas ulteriores, para saber
hasta qué punto su contenido y su acción eran en verdad y sinceramente
revolucionarios. Aun cuando se sabía que aquello de coordinar el método
superrealista con el marxismo, no pasaba de un disparate juvenil o de una
mistificación provisoria, quedaba la esperanza de que, poco a poco, se irían
radicalizando los flamantes e imprevistos militantes bolcheviques.
Por desgracia, Breton y
sus amigos, contrariando y desmintiendo sus estridentes declaraciones de fe
marxista, siguieron siendo, sin poderlo evitar y subconscientemente, unos
intelectuales anarquistas incurables. Del pesimismo y desesperación
superrealistas de los primeros momentos -pesimismo y desesperación que, a su
hora, pudieron motorizar eficazmente la conciencia del cenáculo- se hizo un
sistema permanente y estático, un módulo académico. La crisis moral e
intelectual que el superrealismo se propuso promover y que (otra falta de
originalidad de la escuela) arrancara y tuviera su primera y máxima expresión
en el dadaísmo, se anquilosó en psicopatía de bufete y en cliché literario,
pese a las inyecciones dialécticas de Marx y a la adhesión formal y oficiosa de
los inquietos jóvenes al comunismo. El pesimismo y la desesperación deben ser
siempre etapas y no metas. Para que ellos agiten y fecunden el espíritu, deben
desenvolverse hasta transformarse en afirmaciones constructivas. De otra
manera, no pasan de gérmenes patológicos, condenados a devorarse a sí mismos.
Los superrealistas, burlando la ley del devenir vital, se academizaron, repito,
en su famosa crisis moral e intelectual y fueron impotentes para excederla y
superarla con formas realmente revolucionarias, es decir, destructivo-constructivas.
Cada superrealista hizo lo que le vino en gana. Rompieron con numerosos
miembros del partido y con sus órganos de prensa y procedieron, en todo, en
perpetuo divorcio con las grandes directivas marxistas. Desde el punto de vista
literario, sus producciones siguieron caracterizándose por un evidente
refinamiento burgués. La adhesión al comunismo no tuvo reflejo alguno sobre el
sentido y las formas esenciales de sus obras. El superrealismo se declaraba,
por todos estos motivos, incapaz para comprender y practicar el verdadero y
único espíritu revolucionario de estos tiempos: el marxismo. El superrealismo
perdió rápidamente la sola prestancia social que habría podido ser la razón de
su existencia y empezó a agonizar irremediablemente.
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