PRIMERA
PARTE “LAS
ENSEÑANZAS”
(Una forma yaqui de conocimiento)
(Una forma yaqui de conocimiento)
XI
(2)
Viernes,
29 octubre, 1965 (3)
Sus admoniciones me
provocaron un estado de angustia profunda. Estuve seguro de que él esperaba que
algo ocurriese. Le pregunté por qué me recomendaba cantar las canciones de
Mescalito, y qué cosa creía él que fuera a asustarme. Rio y dijo que tal vez me
diese miedo estar solo. Entró en la casa y cerró la puerta tras de sí. Miré mi
reloj. Eran las 7 p.m. Estuve sentado en calma un largo rato. No salían ruidos
del cuarto de don Juan. Todo estaba tranquilo. Hacía viento. Pensé en correr a
mi coche a sacar una mampara, pero no me atreví a actuar contra el consejo de
don Juan. No tenía sueño, sino cansancio; el viento frío me imposibilitaba
descansar.
Cuatro horas después oí a
don Juan caminar en torno a la casa. Pensé que podía haber salido por la parte
trasera para orinar en el matorral. Entonces me llamó con voz fuerte.
-¡Oye muchacho! ¡Oye
muchacho! Ven aquí -dijo.
Casi me levanté para ir
con él. Era su voz, pero no su tono, ni sus palabras de costumbre. Don Juan
nunca me había dicho “oye muchacho”. De modo que seguí donde me hallaba. Un
escalofrío corrió a lo largo de mi espalda. Él empezó a gritar de nuevo, usando
la misma frase o una similar.
Lo oí dar vuelta la pared
trasera de su casa. Tropezó con una pila de leña como si no supiera que estaba
allí. Luego llegó al zaguán y se sentó junto a la puerta, con la espalda contra
la pared. Parecía más pesado que de costumbre. Sus movimientos no eran lentos
ni torpes, sólo más pesados. Se dejó caer a plomo en el suelo, en vez de
deslizarse ágilmente como solía. Además, ese no era su sitio, y don Juan nunca,
en ninguna circunstancia, se sentaba en ningún otro lugar.
Entonces volvió a
hablarme. Preguntó por qué me había yo negado a ir cuando él me necesitaba.
Hablaba con voz fuerte. Yo no quería mirarlo, y sin embargo experimentaba una
urgencia compulsiva de observarlo. Empezó a moverse lentamente de un lado a
otro. Cambié de postura, adopté la forma para pelear que él me enseñó, y me
volví a encararlo. Mis músculos estaban tiesos y extrañamente tensos. No sé qué
movió a adoptar la forma de pelea, acaso fue el creer que don Juan quería
asustarme creando la impresión de que, en realidad, la persona que yo estaba
viendo no era él mismo. Pensé que ponía mucho cuidado en hacer cosas fuera de
costumbre, para implantar la duda en mi mente. Tuve miedo, pero aun así me
sentía por encima de todo aquello, porque de hecho me hallaba evaluando y
analizando la secuencia completa.
En ese punto, don Juan se
levantó. Sus movimientos fueron completamente desconocidos. Puso los brazos
frente al cuerpo y se empujó hacia arriba, alzando primero la espalda; luego
asió la puerta y enderezó la parte superior del cuerpo. Me asombró la honda
familiaridad que yo tenía con sus movimientos, y el sentimiento terrible que él
creaba al hacerme ver un don Juan que no se movía como don Juan.
Dio unos pasos hacia mí.
Sostenía con ambas manos la parte inferior de su espalda, como si tratara de
enderezarse o sufriera un dolor. Gemía y resoplaba. Parecía tener tapada la
nariz. Dijo que me iba a llevar, y me ordenó levantarme y seguirlo. Caminé
hacia el lado oeste de la casa. Cambié de posición para encararlo. Se volvió
hacia mí. Yo no me moví de mi sitio; estaba pegado a él.
-¡Oye muchacho!
-vociferó-. Te dije que vengas conmigo. ¡Si no vienes te llevo a empujones!
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