I
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Las nociones del sentido
común están de tal modo oscurecidas en la hora actual, que lo primero que hacen
los profesores de cuarto curso cuando enseñan a construir versos latinos a sus
alumnos -jóvenes poetas con los labios húmedos de leche materna- es revelarles
mediante los ejercicios el nombre de Alfredo de Musset. ¡Decid si no es una
barbaridad! Los profesores de tercer curso, además, dan a traducir en sus
clases dos episodios sangrientos. El primero es la repugnante comparación del
pelícano. El segundo, la espantosa catástrofe ocurrida a un labriego. ¿Para qué
mirar el mal? ¿No está en minoría? ¿Para qué inclinar la cabeza de un colegial
sobre problemas que, por no haber sido comprendidos, hicieron perder la suya a
hombres como Pascal y Byron?
Un alumno me narró que su
profesor de segundo curso daba diariamente a traducir a su clase esas dos
carroñas en versos hebreos. Esas lacras de la naturaleza animal y humana lo
indispusieron durante un mes que pasó en la enfermería. Como nos conocíamos, me
hizo llamar por su madre. Me refirió, aunque con ingenuidad, que turbaban sus
noches sueños persistentes. Creía ver un ejército de pelícanos que se abatían
sobre su pecho y lo desgarraban. Luego emprendían vuelo hacia una choza en
llamas. Se comían a la mujer del labriego y a sus hijos. Con el cuerpo
ennegrecido de quemaduras, el labriego salía de la casa y entablaba con los
pelícanos un atroz combate. El conjunto se precipitaba sobre la choza que se
desplomaba. Del elevado montón de escombros -esto nunca fallaba- veía salir a
su profesor de segundo curso, llevando su corazón en una mano, mientras en la
otra sostenía una hoja de papel en la que se descifraba, con rasgos de azufre,
la comparación del pelícano y el labriego, tal como Musset mismo las había
compuesto. No fue fácil, en un primer momento, diagnosticar el tipo de
enfermedad. Le recomendé guardar cuidadoso silencio, y no hablar a nadie de lo
ocurrido, especialmente a su profesor de segundo curso. Aconsejé a su madre que
lo llevara algunos días a su casa, asegurándole que todo pasaría. En efecto,
tuve la precaución de ir todos los días a algunas horas, y todo pasó.
Es preciso que la crítica
ataque la forma, nunca el fondo de vuestras ideas, de vuestras frases.
Componéoslas.
Los sentimientos constituyen
la forma de razonamiento más incompleta que se pueda imaginar.
Toda el agua del mar no
bastaría para lavar una mancha de sangre intelectual.
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