domingo

JORGE LIBERATI especial para El Montevideano Laboratorio de Artes


EL ESPEJO AUSENTE

Suelen atribuirse los cambios negativos a la sociedad, a la personalidad característica de los tiempos que corren, teniendo en cuenta las conductas, la manera de comportarse, la mentalidad práctica y la acción. Así, se habla de una moral venida a menos, de la tendencia por salirse de la realidad a través de las drogas, de la retracción que hace del individuo un ser aislado y embargado por el egocentrismo, de la pérdida del sentimiento de solidaridad, del quebranto de la unidad familiar y hasta de cierta proclividad por el delito.

No hay duda de que estas son evidencias que cualquiera puede comprobar aquí y en cualquier parte del mundo. Razones de orden psicológico tanto como sociológico intervienen a menudo en el intento de explicar las causas de este triste fenómeno. Pero, ¿se trata sólo del problema que puede verse en las calles, que eventualmente se sufre personalmente, que informa la prensa, que puede comprobarse en los análisis fugaces que hacen los expertos cuando son reporteados, las autoridades de las instituciones sociales cuando son interrogadas? ¿Acaso nadie se detiene un momento a autoanalizarse, a buscar en otro lado, por ejemplo, en uno mismo? ¿Por qué no? Desde que es un asunto de carácter general no hay razón para autoexcluirse en el momento en que se es sacudido por la dimensión que ha adquirido este enorme inconveniente que experimenta el mundo actual.

Si pudiera verse más allá de la apariencia, más allá de las conductas y de las reacciones que derivan de las conductas, si se pudiera ver por dentro a todas las personas se comprobaría que la subjetividad es la dimensión que hoy experimenta la mayor y más indeseada transfiguración que haya experimentado la humanidad en los últimos tiempos. Justamente, esa dimensión que no se ve está detrás de la que se ve, de los hechos objetivos, de las conductas y tendencias que siguen las conductas, y de las estadísticas que llenan los escritorios de los expertos. Y es la que sólo se analiza en la soledad de las investigaciones académicas, científicas y tecnológicas, muy frecuentemente con intereses no del todo solidarios, porque la mentalidad en ese plano selecto está sujeta al mismo extraordinario fenómeno.

Todo lo que llega a la subjetividad por vía de la objetividad, es decir, todo lo que se vive diariamente y lo que se ve a través de la pantalla, queda con prioridad exclusiva en el interior más hondo de la conciencia. Y, pese a los gigantescos avances en materia de descubrimientos, después de la divulgación de los más avanzados procedimientos especializados en explorar los rincones inaccesibles de la realidad, macro y microscópicos, permanece solitaria una sola manera de ir al interior de esa conciencia: la introspección. No hay una forma técnica, mecánica o computarizada, que no se limite a recuentos de pulsiones, medidas de cargas eléctricas, ritmos vasculares o impulsos neurales. Todo esto es absolutamente valioso para luchar contra las enfermedades, recoger datos y con ellos crear artefactos computarizados o complementos protésicos, medicamentos e ingenios terapéuticos. Pero no nos suministran datos sobre la subjetividad ni nos ayudan a explorarla.

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La sociedad está conmovida, afligida, quizá avergonzada de sí misma o de una parte de ella. Se disimula la subjetividad, se la quiere cubrir con un manto como si se quisiera proteger de no se sabe qué. Intereses inexpresables, ocultos o en actitud de defensa, celosos de quién sabe qué secreto impublicable, tenebrosos, buscan enmascararla, envidiosa, frustrada. ¿Hay un nuevo sentir despojado de sensibilidad profunda, que representa una subjetividad amortiguada, disminuida? ¿Está instalada ya, como es corriente en la historia de las tendencias humanas, una franca repulsa por ciertas prácticas que a veces sobreviene como consecuencia del rechazo de las viejas costumbres, que se sienten empalagosas, perimidas, en desuso, y que expresan cambios que pertenecen al mundo del más allá de las interrelaciones humanas?

Ciertas conductas tienen que ver con los más hondos sentimientos de cualquier persona, con lo más respetado de su identidad, de sus creencias, de sus afectos, valores y convicciones. Si se esfuman estos contenidos íntimos se esfuman las conductas, todo aquello que vienen a encarnar, a representar como ningún otro medio o sistema de entendimiento entre las personas. Desecho el contenido, muerta la forma. No habrá ya con qué comparar; ya no se encontrará el espejo que nos refleje y que denuncie lo que es notorio que nos falta. ¿No orienta acaso al ciudadano el pensar, el quehacer de los demás, sus inquietudes, sus acciones, la forma de proceder? La moral ¿ya no consiste en un sistema de comparaciones por las cuales unos se regulan por los otros, quienes andan mal por quienes andan bien?

Si se piensa y se hace todo con alevosía, si el motivo de las inquietudes y acciones están ocultas, o disimuladas por otras que pasan por verdaderas, si las pocas inquietudes que prosperan terminan siempre en las mismas formas de dialogar, vacías, y en los mismos actos y actividades, que todos repiten, ¿con qué se habrá de comparar para descubrir lo que está en el fondo, lo verdadero de la gente, de la sociedad? Si la subjetividad es avasallada por una objetividad proterva, teledirigida y transformada a favor de un sistema perfecto de objetivos mercantiles, ¿qué podrá hacer el Estado, las iniciativas humanitarias, los esfuerzos que siempre resultarán impotentes? Si lo que nos parece bien ha muerto, aquello que siempre ha sido, si lo que han trasmitido bisabuelos, abuelos y padres se ha esfumado, difícilmente después haya con qué comparar, contra qué o ante quién contraponer las diferencias que seguramente existen. Ya no habrá forma de conmoverse, de asombrarse, de escandalizarse. Y si nadie se conmueve, asombra o escandaliza, no hay comunidad: habrá un grupo de individuos, pero no de personas.

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El problema da para más preguntas: ¿No será algo de esto lo que ocurre, en el sentido intencional? ¿No se procura esto, no se busca? Este descuido de lo interno, ¿es algo buscado, deliberada, programado? ¿O es pura casualidad, cambios indeseados, simples y transitorias desviaciones del camino correcto? Parece una forma de concebir la convivencia, proyectada de manera que promueva y estimule la indiferencia, la insensibilidad, el egoísmo. Sin embargo, no es factible que la sociedad haya elegido consciente o inconscientemente este camino. Se habla con cualquier persona y no se encuentra nada de eso. Los vecinos pueden parecernos indiferentes, pero en ellos no hay indicios de maldad, ninguno quiere hacer daño al otro. Están ensimismados, perplejos, hasta cierto punto temerosos, y brindan lazos de amistad muy tenues.

¿Hay alguna intención solapada por ahí? Gente sin espíritu, mujeres y hombres sin alma, viejos sin corazón, jóvenes renuentes al pensamiento y ajenos a la curiosidad, ¿son asuntos que surgen de la nada? Proclives al reclamo, fóbicos ante cualquier compromiso, aficionados a la corruptela, ¿hasta qué punto pueden llegar los ciudadanos, hasta dónde pueda decirse que sea tolerable? ¿No resulta, al menos, raro? Siempre se ha dicho que se gobierna con mayor facilidad al ignorante, al ingenuo, crédulo, pasivo, en fin, al dócil, que se le lleva para donde quiera, que se somete, domina y esclaviza con un toque de dos dedos. Se ha dicho eso siempre; pero esta inferencia hoy no explica a satisfacción lo que nos ocurre. Hay algo de otra índole, tan o más horrible, pero diferente. No hay un pueblo ignorante, ingenuo, pasivo. Hay un pueblo sin espejo, sin términos de comparación.

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Si la medida de todas las cosas son las mismas cosas de siempre, no habrá lugar a que algo mejore, no habrá superación. Si los personajes son siempre los mismos personajes, vacíos, estúpidamente alegres, superficiales, imitadores contumaces, falsificadores de humanidad, no habrá nuevos horizontes. Si tienen el espejo en las manos y hacen llegar sus reflejos a los jóvenes y a aquellos que los necesiten, los mismos personajes in-aptos, infatuados e incultos, que vienen siendo en los últimos tiempos, no habrá avance ni mejora. Ha asumido la cultura quien no se ha esculpido a sí mismo, no se ha retratado, no ha escuchado su mismo e íntimo dictado, la clave propia que ha sustituido por la ajena. Y se ha perfilado en quiméricos currículos, montado en el amiguismo, el regalo, la herencia caída del cielo, los viejos beneficios de la democracia liberal que presuntamente ha venido a restaurar y a salvar.

No se da cuenta de que se trata de un paraíso rodeado de ciénagas y cubierto por un cielo con tormentas en cierne. Este gran funámbulo camina por la cuerda floja suponiéndose infalible. Desconociendo el peligro de desplazarse sobre el nervio más sensible de la humanidad, a cada paso hace acrobacias para perpetuar su condición de campeón y sin advertir que concurrirá en el desastre propio y en el general. Para él no hay diferencia entre caminar con firmeza y hacer equilibrio, que sólo es propio de los verdaderos acróbatas. Sin embargo, es lo que ha elegido para intercalar entre él y su destino, la realidad de lo que será sólo una pobre historia. Puede dejar de ser lo que es si baja de su inestable sendero y piensa en los que esperan de él todo, encontrando la comparación y el espejo. Hasta no hace mucho tiempo se recogía, incluso en los medios de extrema pobreza, la tradición de inextinguible y envidiable honorabilidad; hoy ya no está.

Nuestra imagen última del espejo, que refleja la imagen de todos sin distinción de clase, es la del elemento que no constituye la esencia sino el accidente, lo que viene después y que, inopinadamente, se vuelve centro de nuestra atención. Eso que nos resuelve a impulsar hacia el centro, llamado frecuentemente imaginario colectivo, es el escenario mental que más nos fascina, una concepción relativamente nueva que corresponde a la predilección de quienes actúan, pero no viven. En las tablas de ese escenario de decorados encubridores no aparecerá otra cosa que lo accesorio, la cultura de lo complementario. No sorprende ni molesta en los artefactos, en los automóviles y autobuses, en fin, en la calle y el cartel publicitario. Si esta industria del accesorio se convierte en cultura, entonces, nuestra mente se satisfará en el accidente y desdeñará o postergará la esencia.

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