domingo

JORGE LIBERATI especial para El Montevideano Laboratorio de Artes



LA NAVAJA SUIZA

Hay pocos sistemas económicos y muchos sistemas políticos: es una evidencia que comprueba la historia de la época moderna. Si se atiende a la asociación de forma económica y forma política, en el curso de esa historia de los cinco o seis últimos siglos, se comprueba que la segunda varía más y que, promedialmente, la primera persiste. El capitalismo puede acompañar a la monarquía, a la democracia, a la socialdemocracia y hoy está claro que puede acompañar al mismo socialismo real o comunismo, sin dificultad ni conflictos. La democracia, compañera fiel del capitalismo y provista de su principio de gobierno a cargo representantes elegidos por el pueblo, sin embargo, no se reproduce en estructuras de las empresas de gran porte y de las grandes corporaciones que nacieron en su seno. Su administración, las políticas de personal y mucho menos los programas de mercadeo no reproducen el esquema de la democracia en el que se sustentan. Básicamente es el de una cúspide, irremplazable, que dictamina, dirige y controla, en la cual no cabe participación ni diálogo.

A pesar del mencionado ideal democrático de gobierno ejercido por todos, bajo su tutela se han reiterado a lo largo del tiempo y a lo ancho del mundo los mismos fenómenos propios de las monarquías y absolutismos: la atribución ilimitada de poder sin el consentimiento de nadie, los mismos excesos de reyes y emperadores. Sin embargo, ha permanecido, en general, la estructura capitalista en lo económico. La segunda mitad del siglo XX demostró que, bajo socialdemocracia, europea o latinoamericana, la forma económica no ha tenido nada que extirparle a la que acompañó siempre a la democracia, bajo todas sus implementaciones conocidas, liberales o dirigidas, ni nada que agregarle, como no fuera, paradojalmente, algún perfeccionamiento, por ejemplo, el acento puesto en favorecer las inversiones extranjeras gigantes, contradiciendo el corazón nacionalista siempre latiente.

No es necesario mencionar que, bajo socialdemocracia, han conservado sus privilegios las grandes estructuras monárquico-económicas supéstites bajo las democracias más populares, y que bajo el comunismo se ha estereotipado el esquema básico al que fueron a parar los grandes imperios de la antigüedad, esto es, el esquema piramidal del Egipto o de la China. Otras formas de organización o disposición política de nuestra época, como los populismos, no difieren en nada respecto a sus formas económicas comparadas con las demás de la política. Las dictaduras, gobiernos de facto o regímenes abiertos progresivamente convertidos en despotismos, dinastías o absolutismos de todos los calibres, tampoco muestran cambios económicos significativos, porque en estas formas políticas sólo ocurre el dominio por parte de un autócrata o de unos pocos de toda la estructura económica, privada y pública, haciendo las veces de las oligarquías y plutocracias más poderosas.

¿Qué se deriva de esta inclinación en el brazo de la balanza de las sociedades modernas? Sólo una conclusión difícil de refutar como no fuera por una ocasional y traviesa aplicación de objeciones particularistas, contextualistas o microscopistas salidas de estadísticas inaplicables a la vastedad histórica de que hablamos. El capitalismo aparece como la única forma económica moderna que subsiste bajo cualquiera de las tres o cuatro formas de organización política y social predominantes en los últimos cinco siglos. Porque, sea cual fuere el signo moral hacia el cual haya querido orientarse la sociedad, sea el que fuere el designio fundamental de la ideología predominante, cualquiera la tradición gravitante, se incline hacia una religión u otra, posea una mentalidad u otra, pertenezca a una raza, a una condición geográfica, climática, histórica, etcétera, el capitalismo y su principio de la propiedad privada estarán sustentando la economía, nos guste o no.

La razón de esta supremacía puede encontrarse en un rasgo especial, ausente en los proyectos (al menos) de las demás formas que compiten: el capitalismo es ajeno a la condición social que lo acompaña. No le importa asociarse a la riqueza o a la pobreza, a la justicia o a la injusticia, le son indiferentes la igualdad o la desigualdad, y es insensible ante la solidaridad o el egoísmo. No lleva lo social en su proyecto, por lo que se desentiende de la desgracia y de la felicidad. Deja estos asuntos para la estructura política y jurídica, de acuerdo a una especie de sensibilidad sólo por los intereses de la propiedad, del lucro y las finanzas.

En dos palabras: el capitalismo no contiene promesas, como contiene el socialismo, el comunismo, el anarquismo, etcétera, sin importar ahora que nunca las cumplan. Quizá el capitalismo hereda esta rara especie de pulcritud de las antiguas formas de acumulación de tesoros, cultivadas por la nobleza y dirigidas por una autoridad que hacía las veces de lo que después derivó en el mercado. En este sentido, las monarquías se parecen a las democracias por su divorcio de lo social. Sólo la democracia puede escapar de esa impropiedad si adopta como compañero de ruta al liberalismo. Sin embargo, para que esta expresión resulte apropiada a lo que aquí se desea expresar, debe estar delimitada en su significado por las siguientes precisiones:

Se entenderá por liberalismo el estado de cosas social que permita a cada individuo elegir el camino que crea oportuno para alcanzar la felicidad (autonomía y autodeterminación), sin que nadie le diga cómo alcanzar la felicidad ni en qué consiste. Igualmente, se entenderá que la organización social, consumada en el Estado, no interferirá en esa elección y, por último, que la organización social proteja a los más desgraciados, en un plan de igualdad y justicia. El liberalismo igualitarista es la concepción política que unida a la forma democrática puede lograr que la forma económica y la forma social se aproximen e, incluso, que constituyan una sola y única: la democracia liberal.[i]

Todas las personas, sea la que fuere su condición económica y social, necesitan la libertad de hacer y pensar. Cualquiera que se disponga a realizar una tarea, pequeña o grande, importante o insignificante, tiene que contar con una condición primaria sin la cual no la podrá realizar: la libertad. Libertad de elegir la tarea, de disponer cómo realizarla, del tiempo disponible, del espacio a ocupar o de las circunstancias que pudieran propiciar los objetivos, en fin, todo lo que tiene que ver con la facultad de elegir sin que nadie interponga obstáculos. Esta condición primaria de quien se dispone a hacer algo se presenta en el más humilde trabajador como en el más encumbrado empresario, gobernante o príncipe. Todos necesitan la libertad.

Ahora bien, como se sabe, la libertad es un don tremendamente condicionado por el otro don, el del gregarismo, el de vivir en sociedad y no en soledad. Ese es el gran designio de la forma política: la libertad que no moleste a nadie. No sería problema para quien viva en una pequeña tribu, en la soledad de una isla o en una cueva de la montaña. Pero lo es si vive en sociedad. El trabajador humilde, el presidente de un país o el emperador de Japón tienen que contar con la posibilidad de consagrar su voluntad y el mandato que le dicta su conciencia. Por lo tanto, necesita orientar su acción, mandarla o gerenciarla, un poder no estrictamente económico que en el tiempo oscila entre lo centralizado y lo descentralizado, debido a un puñado de interrelaciones entre los diversos niveles de mando.

El patrón debe confiar en el obrero, el peón, el jornalero, y tienen que dejarle hacer hasta un punto en que no valen presiones ni autoritarismos, marcando su círculo de cierta libertad y autonomía. Si se trata del artesano humilde, necesita la libertad desde el momento en que se dispone a dirigir su esfuerzo sin que haya otra voluntad por encima que interfiera con la suya. De la misma manera, el presidente y el emperador necesitan el mando, que suelen buscar y encontrar por cualquiera de los medios, incluso por aquellos que no justifican los fines. El mando es, de esta manera, una condición sin la cual no, y es una categoría que, como es de suponer, no puede faltar ni falta en ninguna de las formas políticas que hemos visto. Igualmente, para nada contradice ni dificulta la forma económica y el ejercicio del capitalismo.

Pero, ¿cómo puede el trabajador humilde garantizar el uso de la libertad cuando peligra ante el abuso o la explotación? Es demasiado débil para lograrlo si lo intenta individualmente, buscará tarde o temprano el respaldo de un colega, de los compañeros de trabajo, en fin, terminará asociándose a una organización paralela, profesional o sindical, con lo que caerá en otro sistema tutelar. Se apreciará que esto no importa al capitalismo. El trabajador obtendrá estimados beneficios y neutralizará la voracidad patronal. Pero, provocará inevitablemente la atomización de la libertad de que gozaba, y será víctima de las tensiones y ambiciones, y hasta de los abusos de quienes no le dejarán liberarse y le conminarán a atenerse a la voluntad de los mandos. Se ha visto obligado a repartir su libertad y a someter la que le queda a la vigilancia de los demás. Este fenómeno con su problema implicado es ajeno al capitalismo.

Por su parte, el presidente debe someterse a la restricción constitucional, por lo que su libertad será vigilada por el sistema jurídico, la estructura republicana y el voto, si es una república democrática. La libertad constitucional le brinda tantas potestades como inhibiciones, derechos como obligaciones, de manera que se obliga a gobernar con equidad, intentando abarcar a toda la sociedad con el fin de satisfacer toda suerte de demandas y necesidades. ¿Cómo lo hace? Pues, mediante el método del reparto vigilado, de la atención y consideración por igual de todas las configuraciones propias de la economía de consumo, dando, y eventualmente pidiendo, a cada una lo que es menester, bajo la vigilancia que cuidará de cualquier desvío, vigilancia que puede llegar a la negación por el voto o, en ciertas oportunidades, a la insubordinación e insurrección. La forma del reparto, así, resulta imprescindible, y podemos verificar que no falta en ninguna de las formas políticas que hemos visto, bajo las cuales siempre hay un gobernado y un gobernante. Igualmente, para nada contradice ni dificulta la forma económica y el ejercicio del capitalismo.

Luego de consagrar el ejercicio del mando y de aplicar el sistema de reparto vigilado, ¿qué necesita el sindicalista o el presidente para cerrar el ciclo de su libertad, de apelación imprescindible? En su praxis cotidiana tiene que atenerse a los requisitos de los numerales, incisos, letras contenidos en los innumerables folios, capítulos con precisiones y especificaciones característicos de bases, reglamentos, actos administrativos de la organización laboral, empresarial, social, y de estatutos, ordenanzas, leyes y constituciones. Tiene, insoslayablemente, que buscar la perpetuación, al menos por un tiempo, del espacio ganado en poder de mando y de reparto, para lo cual recurre a la última de sus maniobras o estrategias fundamentales, la del control de un ámbito difícil para la política: la conciencia ciudadana, la legalización de su libertad personal, que tiene que ser controlada en alguna medida, porque, ¿quién controla la libertad? Lo hace quien a la sazón ejerce el mando, en lo que tiene que ver con la libertad física, social, civil que, como suele decirse, termina donde comienza la del otro. Y la del otro la controlan todos reunidos en el derecho electoral.

Para conservar el mando y la facultad de repartir y controlar, el político y el sindicalista tienen que ganarse la voluntad de aquellos que lo han puesto en el mando. Con la excepción del monarca, cuya elección no depende del pueblo, el sindicalista y el presidente se valen del recurso electoral, que les permite muy libremente dirigirse a las conciencias. Aquí la forma política se despliega en una dimensión fuera de la responsabilidad del mando, en un universo ficcional de sueño, promesa y apuesta al futuro, aunque se trate de aspirantes ya con mandato e incluso con notorio fracaso en su gestión y comprobada desilusión de los electores. La política electoral es la más voluble de las políticas y forma parte del control de las conciencias que se intenta en cada instancia preelectoral. No tiene forma de fracasar, pues debe elegirse a alguien como resultado de las prescripciones constitucionales y no puede dejar de cumplirse. En Uruguay se elige solo el partido, de manera que hay pocas alternativas de elección y no hay elección de personas. Ni siquiera los partidos eligen a las personas de una manera democrática: quienes eligen son unos pocos. Pero que se elija partidos o personas no es problema para el capitalismo.

¿Qué límites tiene el gobernante para ejercer sus atribuciones respecto a la libertad? El único es el económico, las constricciones impuestas por los contextos locales, regionales e internacionales, y por las variables de la producción, fiscales, monetarias, financieras, bursátiles, en fin, por las condicionantes que sólo el reino del capitalismo ha impuesto a las sociedades del mundo desde el prerrenacimiento o fines de la baja Edad Media. Así, pues, ¿quién pone los únicos límites al gobernante? Hay un rebote de todo el aparato político en el aparato económico. Mando, reparto con vigilancia y control resultan así de los caprichos del mercado o de la programación largoplacista, de la economía abierta o de la cerrada. Son los requisitos políticos de la organización estamentaria moderna, los tres metales acerados que traga el imán del capitalismo con la facilidad con que ninguna otra forma económica real o imaginada puede hacerlo.

No le afecta un sistema económico primitivo (la recolección, digamos), tampoco la libre competencia, el corporativismo solidario o interesado, la empresa privada o pública, la actividad nominativa o anónima, multinacional o local, así como no se aflije por que haya desocupados, analfabetos o explotados, y tampoco si florece la solidaridad, el mutualismo y la beneficencia. El capitalismo no se afecta con la forma política. Es moldeable como plasticina y versátil como navaja suiza. Dentro de todo lo teóricamente concebible, y a la hora de procurarse el sustento, el capitalismo representa una faceta connatural al hombre, aunque no sea la única: fiebre competitiva, codicia, neutralización de los ideales que intentan dibujarse en las ideologías políticas y en los programas, ideales que hasta ahora no se han concretado plenamente.


[1] Debemos estos conceptos al doctor Hebert Gatto en Los sueños de la razón, Montevideo, Fin de Siglo, 2013.






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