LA
NAVAJA SUIZA
Hay pocos sistemas económicos y muchos
sistemas políticos: es una evidencia que comprueba la historia de la época
moderna. Si se atiende a la asociación de forma económica y forma política, en
el curso de esa historia de los cinco o seis últimos siglos, se comprueba que
la segunda varía más y que, promedialmente, la primera persiste. El capitalismo
puede acompañar a la monarquía, a la democracia, a la socialdemocracia y hoy
está claro que puede acompañar al mismo socialismo real o comunismo, sin
dificultad ni conflictos. La democracia, compañera fiel del capitalismo y
provista de su principio de gobierno a cargo representantes elegidos por el
pueblo, sin embargo, no se reproduce en estructuras de las empresas de gran
porte y de las grandes corporaciones que nacieron en su seno. Su
administración, las políticas de personal y mucho menos los programas de
mercadeo no reproducen el esquema de la democracia en el que se sustentan.
Básicamente es el de una cúspide, irremplazable, que dictamina, dirige y
controla, en la cual no cabe participación ni diálogo.
A pesar del mencionado ideal democrático
de gobierno ejercido por todos, bajo su tutela se han reiterado a lo largo del
tiempo y a lo ancho del mundo los mismos fenómenos propios de las monarquías y
absolutismos: la atribución ilimitada de poder sin el consentimiento de nadie,
los mismos excesos de reyes y emperadores. Sin embargo, ha permanecido, en
general, la estructura capitalista en lo económico. La segunda mitad del siglo
XX demostró que, bajo socialdemocracia, europea o latinoamericana, la forma
económica no ha tenido nada que extirparle a la que acompañó siempre a la
democracia, bajo todas sus implementaciones conocidas, liberales o dirigidas,
ni nada que agregarle, como no fuera, paradojalmente, algún perfeccionamiento,
por ejemplo, el acento puesto en favorecer las inversiones extranjeras
gigantes, contradiciendo el corazón nacionalista siempre latiente.
No es necesario mencionar que, bajo
socialdemocracia, han conservado sus privilegios las grandes estructuras
monárquico-económicas supéstites bajo las democracias más populares, y que bajo
el comunismo se ha estereotipado el esquema básico al que fueron a parar los
grandes imperios de la antigüedad, esto es, el esquema piramidal del Egipto o
de la China. Otras formas de organización o disposición política de nuestra
época, como los populismos, no difieren en nada respecto a sus formas
económicas comparadas con las demás de la política. Las dictaduras, gobiernos
de facto o regímenes abiertos progresivamente convertidos en despotismos,
dinastías o absolutismos de todos los calibres, tampoco muestran cambios
económicos significativos, porque en estas formas políticas sólo ocurre el
dominio por parte de un autócrata o de unos pocos de toda la estructura económica,
privada y pública, haciendo las veces de las oligarquías y plutocracias más
poderosas.
¿Qué se deriva de esta inclinación en el
brazo de la balanza de las sociedades modernas? Sólo una conclusión difícil de
refutar como no fuera por una ocasional y traviesa aplicación de objeciones
particularistas, contextualistas o microscopistas salidas de estadísticas
inaplicables a la vastedad histórica de que hablamos. El capitalismo aparece
como la única forma económica moderna que subsiste bajo cualquiera de las tres
o cuatro formas de organización política y social predominantes en los últimos
cinco siglos. Porque, sea cual fuere el signo moral hacia el cual haya querido
orientarse la sociedad, sea el que fuere el designio fundamental de la
ideología predominante, cualquiera la tradición gravitante, se incline hacia
una religión u otra, posea una mentalidad u otra, pertenezca a una raza, a una
condición geográfica, climática, histórica, etcétera, el capitalismo y su
principio de la propiedad privada estarán sustentando la economía, nos guste o
no.
La razón de esta supremacía puede
encontrarse en un rasgo especial, ausente en los proyectos (al menos) de las
demás formas que compiten: el capitalismo es ajeno a la condición social que lo
acompaña. No le importa asociarse a la riqueza o a la pobreza, a la justicia o
a la injusticia, le son indiferentes la igualdad o la desigualdad, y es
insensible ante la solidaridad o el egoísmo. No lleva lo social en su proyecto,
por lo que se desentiende de la desgracia y de la felicidad. Deja estos asuntos
para la estructura política y jurídica, de acuerdo a una especie de
sensibilidad sólo por los intereses de la propiedad, del lucro y las finanzas.
En dos palabras: el capitalismo no
contiene promesas, como contiene el socialismo, el comunismo, el anarquismo,
etcétera, sin importar ahora que nunca las cumplan. Quizá el capitalismo hereda
esta rara especie de pulcritud de las antiguas formas de acumulación de
tesoros, cultivadas por la nobleza y dirigidas por una autoridad que hacía las
veces de lo que después derivó en el mercado. En este sentido, las monarquías
se parecen a las democracias por su divorcio de lo social. Sólo la democracia
puede escapar de esa impropiedad si adopta como compañero de ruta al
liberalismo. Sin embargo, para que esta expresión resulte apropiada a lo que
aquí se desea expresar, debe estar delimitada en su significado por las
siguientes precisiones:
Se entenderá por liberalismo el estado de cosas social que permita a cada individuo
elegir el camino que crea oportuno para alcanzar la felicidad (autonomía y
autodeterminación), sin que nadie le diga cómo alcanzar la felicidad ni en qué
consiste. Igualmente, se entenderá que la organización social, consumada en el
Estado, no interferirá en esa elección y, por último, que la organización
social proteja a los más desgraciados, en un plan de igualdad y justicia. El liberalismo igualitarista es la
concepción política que unida a la forma democrática puede lograr que la forma
económica y la forma social se aproximen e, incluso, que constituyan una sola y
única: la democracia liberal.[i]
Todas las personas, sea la que fuere su
condición económica y social, necesitan la libertad
de hacer y pensar. Cualquiera que se disponga a realizar una tarea, pequeña
o grande, importante o insignificante, tiene que contar con una condición
primaria sin la cual no la podrá realizar: la libertad. Libertad de elegir la
tarea, de disponer cómo realizarla, del tiempo disponible, del espacio a ocupar
o de las circunstancias que pudieran propiciar los objetivos, en fin, todo lo
que tiene que ver con la facultad de elegir sin que nadie interponga
obstáculos. Esta condición primaria de quien se dispone a hacer algo se
presenta en el más humilde trabajador como en el más encumbrado empresario,
gobernante o príncipe. Todos necesitan la libertad.
Ahora bien, como se sabe, la libertad es
un don tremendamente condicionado por el otro don, el del gregarismo, el de
vivir en sociedad y no en soledad. Ese es el gran designio de la forma política:
la libertad que no moleste a nadie. No sería problema para quien viva en una
pequeña tribu, en la soledad de una isla o en una cueva de la montaña. Pero lo
es si vive en sociedad. El trabajador humilde, el presidente de un país o el
emperador de Japón
tienen que contar con la posibilidad de consagrar su voluntad y el mandato que
le dicta su conciencia. Por lo tanto, necesita orientar su acción, mandarla o gerenciarla, un poder no estrictamente económico que en el tiempo
oscila entre lo centralizado y lo descentralizado, debido a un puñado de
interrelaciones entre los diversos niveles de mando.
El patrón debe confiar en el obrero, el
peón, el jornalero, y tienen que dejarle hacer hasta un punto en que no valen
presiones ni autoritarismos, marcando su círculo de cierta libertad y
autonomía. Si se trata del artesano humilde, necesita la libertad desde el
momento en que se dispone a dirigir su esfuerzo sin que haya otra voluntad por
encima que interfiera con la suya. De la misma manera, el presidente y el
emperador necesitan el mando, que suelen buscar y encontrar por cualquiera de
los medios, incluso por aquellos que no justifican los fines. El mando es, de
esta manera, una condición sin la cual no,
y es una categoría que, como es de suponer, no puede faltar ni falta en ninguna
de las formas políticas que hemos visto. Igualmente, para nada contradice ni
dificulta la forma económica y el ejercicio del capitalismo.
Pero, ¿cómo puede el trabajador humilde
garantizar el uso de la libertad cuando peligra ante el abuso o la explotación?
Es demasiado débil para lograrlo si lo intenta individualmente, buscará tarde o
temprano el respaldo de un colega, de los compañeros de trabajo, en fin,
terminará asociándose a una organización paralela, profesional o sindical, con
lo que caerá en otro sistema tutelar. Se apreciará que esto no importa al
capitalismo. El trabajador obtendrá estimados beneficios y neutralizará la
voracidad patronal. Pero, provocará inevitablemente la atomización de la
libertad de que gozaba, y será víctima de las tensiones y ambiciones, y hasta
de los abusos de quienes no le dejarán liberarse y le conminarán a atenerse a
la voluntad de los mandos. Se ha visto obligado a repartir su libertad y a
someter la que le queda a la vigilancia de los demás. Este fenómeno con su
problema implicado es ajeno al capitalismo.
Por su parte, el presidente debe someterse
a la restricción constitucional, por lo que su libertad será vigilada por el
sistema jurídico, la estructura republicana y el voto, si es una república
democrática. La libertad constitucional le brinda tantas potestades como
inhibiciones, derechos como obligaciones, de manera que se obliga a gobernar
con equidad, intentando abarcar a toda la sociedad con el fin de satisfacer
toda suerte de demandas y necesidades. ¿Cómo lo hace? Pues, mediante el método
del reparto vigilado, de la atención y consideración por igual de todas las
configuraciones propias de la economía de consumo, dando, y eventualmente
pidiendo, a cada una lo que es menester, bajo la vigilancia que cuidará de
cualquier desvío, vigilancia que puede llegar a la negación por el voto o, en
ciertas oportunidades, a la insubordinación e insurrección. La forma del
reparto, así, resulta imprescindible, y podemos verificar que no falta en ninguna
de las formas políticas que hemos visto, bajo las cuales siempre hay un
gobernado y un gobernante. Igualmente, para nada contradice ni dificulta la
forma económica y el ejercicio del capitalismo.
Luego de consagrar el ejercicio del mando
y de aplicar el sistema de reparto vigilado, ¿qué necesita el sindicalista o el
presidente para cerrar el ciclo de su libertad, de apelación imprescindible? En
su praxis cotidiana tiene que atenerse a los requisitos de los numerales,
incisos, letras contenidos en los innumerables folios, capítulos con
precisiones y especificaciones característicos de bases, reglamentos, actos
administrativos de la organización laboral, empresarial, social, y de
estatutos, ordenanzas, leyes y constituciones. Tiene, insoslayablemente, que
buscar la perpetuación, al menos por un tiempo, del espacio ganado en poder de
mando y de reparto, para lo cual recurre a la última de sus maniobras o
estrategias fundamentales, la del control
de un ámbito difícil para la política: la conciencia ciudadana, la legalización
de su libertad personal, que tiene que ser controlada en alguna medida, porque,
¿quién controla la libertad? Lo hace quien a la sazón ejerce el mando, en lo
que tiene que ver con la libertad física, social, civil que, como suele decirse,
termina donde comienza la del otro. Y la del otro la controlan todos reunidos
en el derecho electoral.
Para conservar el mando y la facultad de
repartir y controlar, el político y el sindicalista tienen que ganarse la
voluntad de aquellos que lo han puesto en el mando. Con la excepción del
monarca, cuya elección no depende del pueblo, el sindicalista y el presidente
se valen del recurso electoral, que les permite muy libremente dirigirse a las
conciencias. Aquí la forma política se despliega en una dimensión fuera de la
responsabilidad del mando, en un universo ficcional de sueño, promesa y apuesta
al futuro, aunque se trate de aspirantes ya con mandato e incluso con notorio
fracaso en su gestión y comprobada desilusión de los electores. La política electoral
es la más voluble de las políticas y forma parte del control de las conciencias
que se intenta en cada instancia preelectoral. No tiene forma de fracasar, pues
debe elegirse a alguien como resultado de las prescripciones constitucionales y
no puede dejar de cumplirse. En Uruguay se elige solo el partido, de manera que
hay pocas alternativas de elección y no hay elección de personas. Ni siquiera
los partidos eligen a las personas de una manera democrática: quienes eligen
son unos pocos. Pero que se elija partidos o personas no es problema para el
capitalismo.
¿Qué límites tiene el gobernante para
ejercer sus atribuciones respecto a la libertad? El único es el económico, las
constricciones impuestas por los contextos locales, regionales e internacionales,
y por las variables de la producción, fiscales, monetarias, financieras,
bursátiles, en fin, por las condicionantes que sólo el reino del capitalismo ha
impuesto a las sociedades del mundo desde el prerrenacimiento o fines de la
baja Edad Media. Así, pues, ¿quién pone los únicos límites al gobernante? Hay
un rebote de todo el aparato político en el aparato económico. Mando, reparto
con vigilancia y control resultan así de los caprichos del mercado o de la
programación largoplacista, de la economía abierta o de la cerrada. Son los
requisitos políticos de la organización estamentaria moderna, los tres metales
acerados que traga el imán del capitalismo con la facilidad con que ninguna
otra forma económica real o imaginada puede hacerlo.
No le afecta un sistema económico
primitivo (la recolección, digamos), tampoco la libre competencia, el
corporativismo solidario o interesado, la empresa privada o pública, la
actividad nominativa o anónima, multinacional o local, así como no se aflije
por que haya desocupados, analfabetos o explotados, y tampoco si florece la
solidaridad, el mutualismo y la beneficencia. El capitalismo no se afecta con
la forma política. Es moldeable como plasticina y versátil como navaja suiza.
Dentro de todo lo teóricamente concebible, y a la hora de procurarse el
sustento, el capitalismo representa una faceta connatural al hombre, aunque no
sea la única: fiebre competitiva, codicia, neutralización de los ideales que
intentan dibujarse en las ideologías políticas y en los programas, ideales que
hasta ahora no se han concretado plenamente.
[1]
Debemos estos conceptos al doctor Hebert Gatto en Los sueños de la razón, Montevideo, Fin de Siglo, 2013.
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